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XIII

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Y, en efecto, sobrevino algo extraordinario, sobrenatural.

De imprevisto vi a veinte pasos el negro que se había acercado al barón en el café cuando yo hablaba con aquel.

Cubierto por el poncho que ya le había visto, parecía haber surgido de la tierra; y dándome la espalda, seguía con paso rápido por la angosta acera de la callejuela tortuosa.

Me lancé tras él, pero el negro aceleró la marcha sin volverse, y desapareció detrás de la esquina de una casa que sobresalía.

Corrí hacia aquel lugar, rodeé la casa. ¡Oh mila-gro!

Ante mí se extendía una calle estrecha y total-mente desierta. La bruma de la mañana la envolvía con un velo agrisado, pero mi vista atravesó aquella espesa oscuridad y recorrió toda la calle. Hubiera podido contar las casas una por una... Pero no vi alma viviente.

El negrazo, envuelto en el poncho, se esfumó con tan asombrosa rapidez como había surgido.

Me quedé alelado; no obstante, mi estupefac-ción no duró más que un minuto.

Otro pensamiento me asaltó: yo conocía aquella calle que tenía ante mis ojos. ¡La había visto en sue-

ños!

Me estremecí... ¡era tan fresco el aire de la ma-

ñana!... y sin dudar, con una serenidad llena de terror, seguí adelante.

Hurgué con los ojos allí está, a la derecha, sa-liente de la acera: allí está la casa que vi en sueños; allí la vieja puerta cochera, con montículos de piedras a los lados...

Cierto es que las ventanas no son redondas, si-no cuadrangulares... Pero es un detalle sin importancia.

Llamé a la puerta: toqué dos, tres golpes, más fuerte, cada vez más fuerte...

La puerta se abrió al fin muy despacio. rechinando como si bostezase, y me encontré cara a cara con una criada joven, con los cabellos enmarañados y los ojos aun medio dormidos. Era fácil ver que acabara de despertarse

-¿Vive aquí el señor barón?...- pregunté mirando a hurtadillas al patio estrecho y largo.

Era tal y como lo había visto en mí sueño; no faltaba nada, ni las vigas, ni las tablas...

-Aquí no vive ningún barón- repuso la joven.

-¡Cómo! ¿qué no vive aquí ningún barón? ¡Eso es imposible!

-Ya no está aquí, se marchó ayer.

-¿A dónde fue?

-A América.

-¡A América!- repetí involuntariamente- ¿Y

cuándo regresará?

La criada me miró con recelo.

-No sabemos nada... Quizá no regrese.

-¿Estuvo mucho tiempo aquí?

-Una semana, poco más o menos... Acaba de partir...

-¿Cuál es el nombre del barón?

-La joven abrió desmesuradamente los ojos.

-¿No conoce usted su apellido? Nosotros le llamábamos simplemente barón. ¡Eh, Pedro!- gritó

al ver que yo trataba de entrar en el patio-. Aquí hay un extraño que hace muchas preguntas.

Un robusto mocetón, mal encarado, salió de la casa.

-¿Qué sucede? ¿Qué quiere usted?- preguntó con voz bronca.

Y luego de haberme escuchado con visible im-paciencia me repitió lo que me había dicho la joven.

-Pero, ¿quién vive en esta casa?

-Nuestro amo.

-¿Quién es vuestro amo?

-Un carpintero. Hay sólo carpinteros en nuestra calle.

-¿Y podré verle?

-Todavía no se ha levantado.

-¿Me permite que entre en la casa?

-No.

-¿Podré ver más tarde a su amo?

-Seguramente... Siempre se le puede ver... Es un industrial... Ahora; puede usted retirarse... Apenas amanece.

-¿Y el negro?- pregunté de repente.

El mocetón me miró alelado, y después la criada.

-¿Qué negro?- dijo por fin- Váyase usted, caba-llero... Vuelva otra vez y podrá hablar con el amo.

Bajé a la calle. La puerta cochera se cerró a mis espaldas con estrépito, pesadamente y de prisa, pero aquella vez sin rechinar.

Tomé nota de la calle y de la casa, y me fui, pero no para regresar a mi casa.

Me embargaba una especie de desencanto. ¡To-do lo que me había ocurrido parecíame tan raro, tan extraordinario... y había terminado todo de una manera tan prosaica!

Es cierto que estaba convencido de que debía de halIar en aquella casa el cuarto que ya conocía, y en aquel cuarto a mi padre, el barón vestido con ropas de dormir y con la pipa en la boca. Pero en lugar de eso, descubrí que el ocupante de aquella casa era un carpintero, a quien se puede ver todas las horas... del día y a quien se le pueden encomen-dar muebles.

¡Y mi padre había vuelto a partir para América!

¿Qué me queda entonces por hacer? ¿Referir toda esta aventura a mi madre, o enterrar para siempre hasta el recuerdo de aquel encuentro?

No podía resignarme a que esta aventura sobrenatural y misteriosa acabase de modo tan ordinario y vulgar.

Así, pues, no pude decidirme a volver a casa, y eché a andar sin saber a dónde. Así llegue fuera de la ciudad.

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