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XI

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Primero fui al café donde el día anterior había encontrado al barón. Nadie lo conocía, ni siquiera habían reparado en él; no hizo más que estar de pa-so. Es cierto que no habían olvidado al negro, porque era un tipo que obligadamente había de llamar la atención; pero nadie sabía de dónde venía, ni dónde se alojaba.

Por lo que pudiera ocurrir, di las señas de mi ca-sa y me puse a recorrer las calles, las grandes vías, los mueIles, los alrededores del puerto; entré en todos los lugares públicos, sin descubrir el más pequeño rastro del barón y de su negro acompañante.

Después de vagar de esa suerte hasta la hora de comer, volví cansado y desalentado a casa. Mi madre estaba levantada; mezclábase con su tristeza habitual algo nuevo, una expresión de perplejidad dolorosa, cuya vista me partía el corazón como un cuchillo.

Pasé la noche al lado de ella; jugó un solitario, y yo la miraba sin chistar. No hizo ninguna alusión a su relato ni a lo acontecido la víspera. Hubiérase dicho que, por virtual acuerdo entre nosotros, nada debía avivar el recuerdo de aquellos extraordinarios y venosos acontecimientos; quizás no recordase tampoco con mucha precisión lo que había dicho en el delirio de la fiebre, y contaba con que yo lo disimularía.

Y así fue, me esforcé por disimular, y ella lo comprendió muy bien. Lo mismo que la víspera, rehuyó mis miradas.

En toda la noche no pude cerrar los ojos.

De pronto estalló una tempestad horrible. Au-llaba el viento y soplaba con violencia. Los cristales de las ventanas temblaban y el aire estaba cargado de gemidos y gritos desesperados. Hubiérase dicho que la cavidad celeste estallaba hecha trizas, con quejidos desgarradores, por sobre las casas, que tre-pidaban.

Poco antes de amanecer me sumí en un entre-sueño... Me pareció ver entrar de repente alguien en mi cuarto, y que me llamaba con voz suave y segura.

Levanté la cabeza para mirar en derredor de mí, y no vi a nadie.

¡Cosa rara! No sólo no me asusté, sino que experimenté un sentimiento de satisfacción: me invadió de repente la certeza de que aquella vez iba a conseguir mi propósito.

Me vestí con premura y salí de casa.

Obras selectas de Iván Turguénev

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