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VI

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La emoción que me embargó al principio de nuestra charla iba calmándose poca a poco; sólo me extrañaba aquel insólito encuentro.

Me disputaba la sonrisa con que el barón me hacía preguntas, y no me gustaba tampoco la expresión de sus ojos, que parecían querer atravesarme...

Sus miradas tenían algo feroz y protector, que es-trujaba el corazón. Nunca había visto esos ojos en mis sueños.

El rostro del barón era muy extraño, un rostro mustio, cansado, y que aún tenía un aire de juventud que causaba desagradable impresión.

“El padre de mis ensueños”, tampoco lucía la cicatriz que marcaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido; vi esa cicatriz sólo cuando me aproximé mucho al barón.

Acababa de decirle el nombre de la calle donde vivíamos y el número de nuestra casa, cuando un negro de gran estatura, con un poncho que casi le cubría la cara, se aproximó al barón y le tocó levemente el hombro.

Volvióse mí interlocutor y dijo:

-¡Ah! ¡Por fin!

Y saludándome con un ligero movimiento de cabeza, entró en el café, seguido por el negro.

Permanecí en mi puesto, con la intención de es-perar la salida del barón para hablar otra vez con él.

En realidad, ni siquiera sabía qué decirle; pero de-seaba comprobar de nuevo mi primera impresión.

Pero transcurrió media hora... una hora... y el barón no salía.

Entré en el café y lo recorrí todo sin ver por ninguna parte al barón ni al negro... Indudable-mente habían salido por la puerta de atrás.

Empecé a sentir un fuerte dolor de cabeza, y pa-ra aliviarme di un paseo por la orilla del mar, cos-teando la playa, hasta un vasto parque plantado doscientos años antes.

Volví a mi casa después de dos horas de andar a la sombra de robles y plátanos gigantescos.

Obras selectas de Iván Turguénev

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