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XVI

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Llevaba claramente escrito en el rostro todo lo que había sentido y padecido.

Cuando regresé a casa, corrí directamente al cuarto de mi madre, la cual, al verme, se incorporó de un salto, y me miró con tal insistencia, que, al cabo de un momento de vacilación, acabé por mostrarle el anillo sin decir una palabra.

Cubrióse su rostro de una palidez mortal y abrió desmesuradamente los ojos, que se le nublaron tanto como los del ahogado. Tomó la sortija, se tambaleó, cayó sobre mi pecho y así quedó rígida, con la cabeza echada atrás y fijando en mí sus grandes ojos espantados.

Rodeé su talle con ambos brazos, y sin mover-me del sitio le conté con voz lenta y dulce acento todo cuanto había sucedido, sin omitir pormenores: el ensueño, el encuentro... En fin, se lo dije todo.

Escuchó mi relato completo, sin interrumpirme con ninguna exclamación; pero su pecho se agitaba cada vez con más fuerza, se reanimó su mirada y entornó levemente los párpados. Luego se puso la sortija en el dedo anular, y, desprendiéndose de mis brazos, empezó a buscar la manteleta y el sombrero.

Le pregunté a dónde quería ir.

Me dirigió una mirada llena de asombro y quiso responder, pero le faltaba la voz.

Estremecióse varias veces, se restregó las manos como para calentárselas y exclamó:

-¡Vamos pronto!

-¿A dónde, madre?

-Allí, donde está él... Quiero verlo, quiero con-vencerme... lo reconoceré...

Traté de disuadirla, pero estuvo al borde de que la acometiera una crisis nerviosa. Comprendí que era inútil toda resistencia y salimos.

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