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2.1. LOS PRINCIPIOS DERIVADOS DEL DERECHO A LA PROTECCIÓN DE LA SALUD: PRINCIPIO DE PRIMACÍA DE LA SALUD, PRINCIPIO DE CAUTELA Y PRINCIPIO DE PROPORCIONALIDAD

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En cada una de sus dos dimensiones, el derecho a la protección de la salud ha tenido distintas manifestaciones por lo que resulta necesario llevar a cabo un análisis de forma separada. Por lo que respecta a su dimensión preventiva, el derecho a la protección de la salud se concreta en multitud de medidas de policía dirigidas a garantizar la compatibilidad de las actividades privadas con la salvaguarda de la salud humana, como son, en el caso de los medicamentos, las autorizaciones de comercialización de los medicamentos, la autorización de los laboratorios farmacéuticos, etc.

La tensión entre la intervención pública con la que se pretende garantizar la protección de la salud y la libertad de los particulares que desarrollan actividades que afectan a la salud debe reconducirse a través de una serie de principios que permiten mantener un equilibrio adecuado a cada circunstancia. Se trata de los principios de primacía de la protección de la salud, el principio de cautela y el principio de proporcionalidad, que han sido desarrollados jurisprudencialmente a nivel europeo y, significativamente, se han forjado en asuntos esencialmente relacionados con las medidas de seguridad y calidad de los medicamentos.

En primer lugar, destaca el principio de primacía de la protección de la salud pública que, a nivel europeo, se reconoce indirectamente en el Derecho originario4) y que ha sido desarrollado por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, la cual ha reiterado que la vida y la salud de las personas ocupan el primer puesto entre los bienes e intereses protegidos por el Derecho comunitario5), y que su protección debe prevalecer frente a las consideraciones económicas6). En el marco de la incorporación de los medicamentos al mercado, este principio inspira toda la normativa en la materia, tal y como señalan el segundo considerando de la Directiva 2001/83 y el cuarto considerando de la Directiva 2004/27 al recordar que toda regulación en materia de fabricación y distribución de los medicamentos de uso humano debe tener por objetivo esencial la salvaguardia de la salud pública7). En el ámbito de la ordenación de las autorizaciones de comercialización y de la actuación administrativa, este principio implica obligaciones específicas para las autoridades competentes exigiendo, en primer lugar, que en su actividad se atienda exclusivamente a las consideraciones relativas a la protección de la salud8); en segundo lugar, que se lleve a cabo una evaluación rigurosa de todo medicamento antes de su puesta en el mercado con independencia del procedimiento de autorización que se siga; y que dicha evaluación se renueve siempre que datos nuevos susciten dudas en cuanto a su eficacia o seguridad, y, en último lugar, que se aplique el régimen probatorio de conformidad con el principio de cautela9).

Un segundo principio al que remite el anterior es el principio de cautela o de precaución que, tal y como ha sido interpretado por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE, establece que, mientras subsista incertidumbre sobre la existencia o el alcance de riesgos para la salud humana, se pueden adoptar medidas de protección sin tener que esperar a que se demuestre plenamente la realidad y la gravedad de tales riesgos. Asimismo, cuando se manifiesta imposible determinar con certeza la existencia o el alcance del riesgo alegado, a causa de la naturaleza no concluyente de los resultados de los estudios realizados, pero persiste la probabilidad de un perjuicio real para la salud pública si llegara a materializarse el riesgo, el principio de cautela justifica la adopción de medidas restrictivas10).

Cuando la evaluación científica no permita determinar con suficiente grado de certeza si existe riesgo, el hecho de que se aplique o no el principio de cautela dependerá, con carácter general, del nivel de protección por el que haya optado la autoridad competente en el ejercicio de sus facultades discrecionales, por lo que se trata de una decisión política con la que se determina el nivel de riesgo que se considera inaceptable para la sociedad. En todo caso, la actuación administrativa que pretenda ampararse en el principio de precaución deberá atenerse a la idea de que «la existencia de un riesgo real para la salud humana no debe medirse por el rasero de consideraciones de índole general, sino basándose en investigaciones científicas apropiadas»11) Además, estas actuaciones administrativas deberán ser también conformes con los principios de proporcionalidad y de no discriminación12).

La aplicación del principio de cautela nos remite así al principio de proporcionalidad, tal y como se ha desarrollado en la UE, que puede identificarse con el principio de intervención mínima a nivel interno, y que obliga a los poderes públicos a adoptar las medidas menos restrictivas a la hora de garantizar el derecho a la salud. El principio de proporcionalidad se reconoce de forma paralela al principio de subsidiariedad por lo que respecta a la intervención de los Estados miembros, conforme a lo establecido en el artículo 69TFUE y el Protocolo n.º 2 relativo a la aplicación de estos dos principios. Conforme a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE la aplicación de este principio exige que las medidas adoptadas sean idóneas para alcanzar los objetivos legítimos perseguidos por la normativa de que se trate y no vayan más allá de lo necesario para alcanzar tales objetivos, entendiéndose que, cuando sea posible elegir entre varias medidas adecuadas, debe recurrirse a la menos onerosa, y que las desventajas ocasionadas no deben ser desproporcionadas con respecto a los objetivos perseguidos13).

A nivel interno, el principio favor libertatis o de menor restricción de la actividad intervenida se encuentra presente en nuestro ordenamiento desde mediados del pasado siglo en el artículo 6 del Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales y ahora figura como uno de los principios que informan la intervención de las Administraciones Públicas en el artículo 4Ley 40/2015 que obliga a aplicar siempre la medida menos restrictiva14).

Este principio se manifiesta de forma específica con respecto a las actividades que afecten a la salud en el artículo 25LGS, que dispone que las autorizaciones y obligaciones de registro por razones sanitarias deben estar justificadas, no pueden ser discriminatorias y fue el régimen que se establezca debe ser el instrumento adecuado para garantizar la consecución del objetivo de protección de la salud pública, y no puede ir más allá de lo necesario para conseguirlo, sin que pueda sustituirse por otras medidas menos restrictivas que permitan obtener el mismo resultado. En definitiva, entre las medidas preventivas relacionadas con la salud, deben utilizarse aquellas que menos perjudiquen al principio de libre circulación de las personas y de los bienes, la libertad de empresa y cualesquiera otros derechos afectados (artículo 28LGS). Estos principios, recogidos en la LGS tras la incorporación a nuestro ordenamiento jurídico del contenido de la Directiva 2006/123/CE de 12 de diciembre de 2006, relativa a los servicios en el mercado interior, habían quedado en cierto modo anunciados en una STS de 18 de abril de 1988, que pese a haber permanecido como la única que contenga estas manifestaciones, merece ser destacada como premonición de las normas que vieron la luz veinte años después. En este caso, valorando la actividad administrativa denegatoria de una autorización de comercialización de un medicamento, el Tribunal Supremo hizo suyas las conclusiones de la sentencia de instancia señalando que «la actividad administrativa de intervención y control se establece para que se proteja el interés público que normalmente es representado por la Administración Pública, pero no en interés de la Administración Pública que nunca constituye un fin en sí mismo digno de protección» y que «el criterio que ha de presidir la intervención de la actividad de los particulares es el de interpretar de modo restrictivo los mecanismos de control, de tal modo que los límites a la libre actividad de los particulares sólo son legítimos cuando se acredita de modo cumplido que dicha libre actividad es contraria a los intereses públicos».

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