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La novedad machoposesiva

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En la magna coproducción con España, Brasil y Canadá Me estás matando, Susana, antes Ciudades desiertas (La Banda Films - Cuévano Films - Fidecine / Imcine - Eficine 226 / 189, 100 minutos, 2016), esmerado tercer largometraje muy espaciado del veterano aunque estreñido cineasta literario capitalino de 53 años Roberto Sneider (Dos crímenes, 1994, que adaptaba con provecho el relato de Jorge Ibargüengoitia; Arráncame la vida, 2008, que conseguía sacarle sustanciosa coherencia a la novela superventas de Ángeles Mastretta), con guion suyo y de Luis Cámara basado en la novela medio tarada medio embotada Ciudades desiertas del otrora autor de culto rockdesmadroso José Agustín, el desatado e imparable actor mediocrazo de 28 años en jodida fiesta perpetua Eligio (Gael García Bernal en el extremo de alguna higadez innata) llega de sigilosas puntillas a su modesto depto de la colonia Condesa cual marido infiel de mala película hollywoodense, se acuesta a un lado de su mujer (“Changuita: estoy borracho, pero poquito”) y se duerme de inmediato, al día siguiente coquetea con la linda actricita lanzadaza Marta (Cassandra Ciangherotti) en pleno rodaje telenovelero (“Aquí estoy por si quieres”), da rienda suelta a su irresponsabilidad laboral abandonando la chamba cuando se le da la gana y de nuevo vuelve a casa a deshoras, aunque ahora fingiendo preceder con sus amigotes parranderos Adrián (Andrés Almeida), El Pato (Gabino Rodríguez) y Andrea (Ilse Salas) para asaltar su propia casa y seguir con el festejo, tomarle por sorpresa el pelo a su cónyuge, sin sospechar mínimamente que ésta, una guapa españolita posMovida madrileña vuelta profa de literatura en la UAM-Azcapotzalco de nombre Susana (Verónica Echegui), se ha largado sin dejar alguna nota de ruptura o siquiera de adiós, dejando al hombre de inmediato pasmado, a la mañana siguiente con una cruda alcohólica y moral feroz, y en los días posteriores, oscilando entre la furia y la depre, clavado en todas las búsquedas posibles por internet, ansioso de dar con su enigmático paradero, hasta enterarse casi por azar que la mujer se encuentra en Iowa City participando en un taller literario para incipientes escritores de todas partes del mundo que organiza la Universidad de Middlebrook, y hasta allá viajará a buscarla el perturbado Eligio, dispuesto a rescatarla y regresarla consigo, cosa que le resulta muy difícil, pues la mujer, pudiendo dedicarse al fin a su recién hallada vocación creativa que la absorbe en su laptop, habiendo sido respaldada ya (en flashback) por un libidinosillo editor de la revista cultural Nexos (Daniel Giménez Cacho) que no podía creer en el talento de una chava tan atractiva, tomándose muy en serio sus sesiones de lectura en grupo, habitando como cualquier becaria internacional como ella en el cuarto estrecho del promiscuo pabellón estudiantil asignado y ya haciendo egoísta vida de pareja con un corpulento poeta polaco llamado Slawomir (Björn Hlynur Haraldsson), va a recibir con terror resignado la arrasadora y gritoneante visita del intempestivo machito posesivo que le impone su presencia, le reclama sus derechos maritales, la orilla a romper con el galán perentoriamente establecido y cesa de intercambiar reproches (“Y yo me la paso haciendo comerciales de cagada y pinches telenovelas para poder mantenernos, ¿crees que con tu sueldo de maestrita podríamos comer?”) para obligarla a acompañarlo en sus paseos pronto invernales por esa ciudad desierta (“Todos están en los malls”), ese diminuto personaje incontrolable y ocioso que intenta recuperar el afecto perdido, invade por entero la vida cotidiana, se le antoja coger de manera inoportuna, la bloquea en su productividad escritural, hace sin dificultad nuevos cuates de parranda cervecera para continuársela a perpetuidad y genera una auténtica veneración vitalista-folclórico-exótica a la agraciada custodia gringuita rubia Irene (Ashley Hinshaw) que se le ofrece al besuqueo sin remedio en el interior de un auto, algo que divisa una Susana desde la solitaria ventana nocturna de su cuarto y no puede evitar sentirse decepcionada, cuantimás si el irresponsable celoso patológico Eligio arremete a puñetazos contra el reaparecido Slawomir, haciéndose golpear de fea manera por ese examante campesino eslavo de su mujer, cuando éste castamente platicaba con la bella en disputa dentro de la oscuridad de un callejón, y eso sí ya no lo tolera, por lo que el actorcillo mexicano se verá abandonado por Susana una segunda vez, debiendo recoger sus cosas personales, treparse a un avión de regreso e intentar rehacerse en lo emocional otra vez desde cero.

La novedad machoposesiva se dedica a burlarse bonito y barato del comportamiento del mexicanito acomplejado en el extranjero, aquel Eligio que eligió y reeligió existir como un elogio viviente a la bestialidad machista y tiene en su haber el orgullo imbatible de que un taxista estadunidense haya exclamado con extrañeza al saberlo mexicano: “¡No lo parece!”, haciendo su vivisección mental en forma detalladísima y matizada al límite, hasta donde le es posible, mucho más que en el libro original, de manera consciente e hiperconsciente, irónica y despiadada ante ese energuménico monumento al egocentrismo chaparro y a la compulsión rabiosa sin mácula de autocrítica argüible, como nunca antes en el cine nacional, con ahínco y hasta con saña, y sin embargo, aun en contra de los designios de la película y de la postura moral del propio realizador, el enfático actor pegado a una descomunal sonrisa y otrora aspirante a director efímero Gael García Bernal disfruta hasta lo indecible situando al personaje del chaparro Eligio en la más abrupta y contagiosa ambivalencia, aunque jamás en el “entre”: ¿es heroico o pobrediablo cuando sacrifica su autito para poder viajar al extranjero?, ¿es simpático o cretino cuando pretende hacerse chistoso con los vistas aduanales gringos que acabarán sometiéndolo en un privado a una humillante-dolorosa-exhaustiva revisión anal?, ¿es impulsivo o ridículo cuando se da a la fuga pretendiendo escaparse de pagar los 85 dólares del taxi del aeropuerto?, ¿es ingenioso o cobarde cuando logra sepultarse bajo la hojarasca de los matorrales de un jardín como camuflaje contra sus perseguidores?, ¿es curioso o masoquista cuando interroga abrumadoramente a su esposa para que le diga de qué tamaño la tiene su amante?, ¿es temerario o masoquista iluso cuando desafía la violencia física de su casi indiferente rival en amores?, ¿es visceral o impetuoso a cada instante, y así sucesivamente?, ¿es el perfecto machín aquejado por una insuficiencia del ser o una caricatura estereotipada de sí mismo para los fines concertados de una sátira con pretensiones, porque “Gael encarna de forma brillante las dos caras de la misma narcisista moneda: es el pícaro y atrayente macho conquistador, descendiente directo del Pedro Infante de Los tres García (Rodríguez, 1946) y, al mismo tiempo, es el chantajista, mezquino, pobre-diablo y jarrito-de-Tlaquepaque que es su primo, el acomplejado Abel Salazar de la misma cinta”, ya que siempre “más allá de su barniz hípster y su fluido bilingüismo, el Eligio de Gael sigue arrastrando –peor aún: presumiendo– los peores tics de la psique nacional” (Ernesto Diezmartínez en cinevertigo.blogspot.mx, el 22 de agosto de 2016)?, ¿es Rudo y Cursi alternativamente y hasta con distancia crítica: “Te quiero hasta la ignominia, como dice la canción”?, ¿es el absoluto personal del mexicano primordial, ineluctablemente perseguido y frustrado tanto en sus efímeros deseos brumosos como en sus degenerados / regenerados satisfactores más efímeros y brumosos aún?, ¿o se trata de una quintaesencia a la vez estudio / radiografía / diagnóstico / demolición / vivisección / disección de un neomachismo que ha conseguido pasar de la tecnología primitiva (“¡Cavernícola!”) del remoto 1982 agustiniano a los años internetos, sin mínimamente inmutarse ni perder plumita alguna de su soberbia de pavo real y de pavor real?

La novedad machoposesiva destaca más que nada por sostenidos aciertos expresivos como una especie de tersura alocada en el tejido borboteante del relato, por sus descripciones sintéticas y por su fotografía pulsional de repente con certera cámara en mano de Antonio Calvache, por el ritmazo del montaje de Aleshka Ferrero que no decae ni cuando el relato se torna deliberadamente lento o tristonamente contemplativo para describir la aletargada inacción del héroe con tan contrastante éxito instantáneo en el gregarismo de los bares para becables escritores internacionales (la otra veta satírica que apenas logra rozar el film), por un hábil efectismo tecnológico que no retrocede ni ante los compactantes intercortes-saltos al interior de planos muy bien dosificados en el transcurso de la narración sumaria, por sus desteñidas locaciones en Winnipeg disfrazada de Iowa City, por su caprichosa música al borde de la esquizofrenia acústica de Víctor Hernández Stumpfhauser, por su justísima dirección de arte de Eugenio Caballero, por el parco manejo de la presencia incantatoria un tanto marginal de la hispana Verónica Echegui que se desmembra entre una fragilidad huidiza y una inabarcable otredad casi abstracta (incluso o sobre todo en sus desnudos glamorosamente antiglamorosos), por su selección de idiosincrásicas canciones mexicanas de épocas varias en combinación con baladas de fondo sólo para seducciones / lloriqueos / reconciliaciones / cogidas dulzonas, por detalles significativos como suponer que las ventanas de las habitaciones están canceladas para evitar que alguien se suicide o el descubrimiento súbito del paisaje nevado como cambio de temperamental estado de ánimo, y por las bienvenidas o conmovedoras frases efectistas en efecto electrizantes del último texto atribuido a la transferida autoría de una Susana que lo lee en la tribuna académica (“Y después hicieron el amor con rabia, desesperados, como si hacer el amor fuera flagelarse, llorar ininterrumpidamente, el fin de un mundo frágil, membranoso, ardiente, adherente, una zona intermedia entre la vida y la muerte; sin darse cuenta había preguntado: ¿y qué hiciste después?”) para ser autocebollísticamente calificado de arrebatador (“A ravishing piece of writing”).

La novedad machoposesiva permite que las cabales adaptaciones literarias de Sneider cobren otra pieza de excepción, como aquellas acometidas para redimir y desbordar a Ibargüengoitia o a Mastretta, donde todo se vuelve gozosamente lúdico, aunque también por desgracia divagante y casi por completo carente de cualquier sentido unívoco posible, así como de verdadera consistencia dramática o discursiva global, y donde la trama en sí nunca acaba de empezar y nunca acaba de acabar, con lo primero no habría mayor problema porque el defecto se disfraza y compensa con el pretexto de la demasiado profusa definición contextualizadora del omnívoro protagonista-conductor único luego omnipresente, se comienza a conocerlo a él y a su mundo pues, pero la segunda sí es más grave, ya que no sólo la película se arrastra de un final a otro (Eligio con el rabo entre las piernas abandonando Iowa, cariacontecido en el asiento de avión, rondando como leoncito enjaulado en la casa más desierta que nunca y más desolada que las Ciudades Desiertas gringas, refugiándose en sus jactancias con los cuates, haciendo su catarsis purificadora-liberadora gracias a su intervención en la obra teatral didáctica marital Intimidad de Hugo Hiriart y así), revelando su imposibilidad de concluir y darle un sentido contundente a su ficción, sino que se somete ancilarmente a los nada ambiguos dictados seudocontrito-sarcásticos si bien redentoramente triunfalistas de la mentalidad autocomplaciente y caducos de la novela original, despreciando la propia lógica paralelamente desarrollada en la cinta y denotando una evidente proclividad a morderse la cola para negar todo aquello que se había denodadamente contenido, puesto que basta la insinuación de autorrecuperación afectiva falotrituradora a lo Eugenio Derbez en No eres tú, soy yo (la anterior película exitosa del director ahora sólo productor Alejandro Springall, 2010) para que Eligio ya pueda estar en egregias condiciones románticas y morales para recibir en su seno a la arrepentida Susana que retorna sin más al depto conyugal y asestarle una buena tanda de nalgadas bragas abajo hasta que la infeliz abandonadora se confiese hasta el tuétano al proferir un “Regresé porque Te Quiero” a su marido y compañero, frase que viene a ser réplica-eco exacto del “¡Porque te quiero, pendeja!” con el que ipso facto pretendía reconquistarla en Estados Unidos ese esposo machín hasta las cachas y hasta la eternidad, si bien repentinamente sabio, administrador de nalgadas ético-metafísicas, aquiescente perdonavidas y conocedor impertérrito de las necesidades profundas, tanto de las propias como las ajenas, dejando al descubierto lo bien fundado (acaso pese a todo) de su lógica y su axiología subyacentes, su servil sumisión a las ilusiones y a las potencias de un momento que no excluía al sentimiento duradero, la decisión lúcida de reconocer y aceptar los roles de género tal como le habían sido inculcados, tamizados esta vez por un instantáneo rechazo altivo de la diversión y la evasión esenciales.

Y la novedad machoposesiva observa además con depravado ojo cosmogónico el continuo hacerse y deshacerse de una inestable pareja moderna, su incesante, fatigoso, insaciable y siempre desviado e insufrible estira y afloja, lo cual ha permitido ser leída como “una representación amarga de la vida en pareja, la sexualidad y la crisis que plantea la libertad personal” (Rafael Aviña en el suplemento Primera Fila del diario Reforma, 19 de agosto de 2016), siendo que también admitiría otro enfoque de su profundidad (“Comercial, pero profunda” se intitulaba la mencionada nota del cinecrítico Aviña) en función del contraste entre la búsqueda De la ligereza (en términos de Gilles Lipovetsky) que opone a sus cónyuges o contendientes, Eligio buscándola a través de lo fútil y la frivolidad hiperkinéticas, y Susana a través de una insostenible gravedad sólo aparente, pero ambos fatalmente juntos por la terrible pesadez que en última y primerísima instancia los define, los envuelve, los acapara, los lastra y los limita, arrojando una y otra vez a uno a los brazos de la otra y viceversa, mientras se escucha victoriosa una potente e hipermachista canción ranchera que debe interpretarse, sin embargo, como amenaza eterna (“Llegaré hasta donde estés / Yo sé perder / Yo sé perder / Quiero volver, volver, volver”).

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