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La novedad infiel

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En el videofilm InFielicidad (Jorge Z. López - La DiBina Providencia, 76 minutos, 2015), hiperteatralizado quickie testamentario en cuatro actos bien definidos y confesamente rodado de emergencia en sólo dos días del veterano autor total aguascalentense oficialmente archiapapachado hasta con la Medalla Salvador Toscano de 73 años Jaime Humberto Hermosillo (del ejercicio cuequero heroico Los nuestros, 1969, a Juventud, desengaños y anhelos de Hernán Cortés Delgado, 2010, pasando por La pasión según Berenice, 1975, y sus incursiones pioneras en el seudoplano único Intimidades en un cuarto de baño, 1989, y La tarea, 1990), con fotografía y guion improvisado suyos pero colaborando en ambos rubros su productor y sus cuatro actores protagónicos, el histérico profesorcito de natación Nicolás (Tizoc Arroyo) acude a su sesión psicoanalítica de los miércoles a las cuatro con un joven terapeuta de doctas gafas distanciantes Joaquín Azúcar (Jonathan Silva) para exponerle entre gritos, exasperaciones, retorcimientos, aullidos, gimoteos, y un llanto verdadero que enjuga con pañuelos desechables de la caja estratégicamente colocada a un lado del diván, las novedades circulares de su conflictiva relación con una brillante conferencista foránea diez años mayor, con quien cuenta ya un lustro viviendo como pareja estable, correosa e indesligable, si bien sosteniendo escasos contactos sexuales a últimas fechas, lo cual ha convertido al patético varón en un onanista compulsivo, por compensación, aunque dependiendo de su dinero para pagar la terapia y sin dejar de sentir por ella celos patológicos, vigilar los movimientos de su tarjeta de crédito y sus llamadas por celular, y acosarla con decenas de telefonemas, sin obtener respuesta alguna, sobre todo cuando se halla trabajando fuera (“Estoy seguro de que está con alguien más”) o cambia de ciudad sin avisarle (“Ya no aguanto, es una hija de su puta madre, es una puta, le vale madres, la quiero matar, ¿entonces por qué cambió su contraseña?”), a sabiendas que él mismo, tarde o temprano, acabará por serle también infiel, en vista de su diferencia de edades, y dando eso como un inevitable hecho futuro por ambas partes, cosa que inquieta profundamente al doctor (“Cuando la ves a los ojos, ¿qué sientes?”), quien reiteradamente le recomienda al paciente asumir sus responsabilidades (“Estás dejando de ser tú”), pero que cederá a las demandas y caprichos neuróticos del atribulado Nicolás, cuando éste le pida que conozca en persona a la celada Laura (Lisa Owen carismática comme d’habitude), la reciba en su consultorio, aún bella y muy segura de sí misma, para constatar la evidencia de que se trata de una madre instintiva que renunció voluntariamente a tener hijos pero que sostiene una protectora relación maternal con su compañero (“Es un hijo crecido y hermoso”), imponiéndose ahora como corolario lógico agendar una reunión entre los tres, en la que Nicolás y Laura acabarán confesándose que se son infieles mutuamente y, para sorpresa del grupo, con el mismo tipo, un bisexual asiduo de gimnasio que lanza por delante sus tatuajes de espalda para hacer plática, hecho que saldrá a relucir cuando, en una siguiente sesión, únicamente se presente al consultorio del doctor Azúcar ese personaje (Emiliano Flores) y se le encuere de inmediato al facultativo sobre el diván y empiece a agasajarlo con su infalible Rito de seducción, consiguiendo en efecto socavar e inquietar al serio varón.

La novedad infiel se divide muy explícita y retadoramente en cuatro actos escénicos, cual descarada e inepta y contrahecha pieza teatral o arcaico ejercicio de teatro filmado, pero lo hace de una manera nada vergonzante, deliberadamente anacrónica, en las antípodas de aquellas sabrosas y popularísimas seudosesiones psicoanalíticas que ofrecían los 78 capítulos de la ingeniosilla TVserie gringa En terapia (2008) del fallidísimo cineasta Rodrigo García (acaso su único logro y obvia fuente de inspiración de InFielicidad con sus líos cruzados entre doctores y pacientes), pues en éstas sus nuevas mingitoriales Intimidades en un cuarto de baño psiquiátrico, Hermosillo se solaza traicionando las reglas que parecía haberse fijado, de vez en vez, cada que se le da la gana, cual guiño de ojo o distanciamiento / extrañamiento respecto a sus propios materiales, a modo de leves insinuaciones perversas o de plano epifanías, acumulando un poco sin ton ni son diversos procedimientos heterogéneos con respecto al planteamiento mismo de la obra, así se forma el título de la cinta con base en un juego de palabras que tan insinuante cuan obviota y esperpénticamente funde la palabra Infidelidad con Felicidad (pero implicando también Infelicidad y un poco más allá u oculta en su aliteración una Fidelidad vuelta aquí ausente por anticlimática o acaso subversivamente paradójica ¿o paradójicamente subversiva?), así se filma en plomizo blanco y negro la casi totalidad del metraje (pero de pronto la imagen cobra ¿o recobra? por un momento gloriosos colores al final del último tercio cuando los secretos burlonamente se han develado entre los personajes por una vez besándose y abrazándose amorososamente botados de resplandeciente risa nerviosa), así se arman mecánica y monótonamente las hiperdialogadas secuencias a base de masters shots con chaplinianas protecciones en paralelo sobre el eje hasta para la entrevista a Laura con cámara chueca (salvo en los casos de los reencuentros con la verdad o con el perturbador ligón de gimnasio), así se inserta un terceto de indiscretas frases clave escritas sobre pantalla entre paréntesis y puntos suspensivos cual globitos de historieta para traducir el pensamiento de los contendientes en la sesión al emerger por un instante de su caparazón gestual y revelar su auténtico sentir (...no me entiende, no sé para qué vengo..., reflexiona Nicolás; ...ambos ocultan algo..., colige el terapeuta; ...mejor hubiera seguido el consejo del bufón al rey Lear de cómo llegar a sabia en vez de a vieja..., regurgita Laura), así lo intelectual o culterano (“Un tema muy importante: el fantasma tiene cara” / “La risa libera” / “Tendremos que hablar de la desconfianza y otros temas”) codeándose con lo pedestre explicativo ( “Eso no es amor” / “Por lo menos nos dijimos la verdad”) o lo reprochoso improvisatorio telenovelero (“Tú lo propiciaste”) de muchos diálogos (“Ya no podrá tener hijos conmigo”) y con la pavorosa melaza musical de un cierto Patricio Orden (menos expresiva que el imperturbable diseño sonoro a base de claxonazos en off), así se sujeta y comprime la trama en planos adocenados y sin ambiente que sólo aportan cierta molicie (pero de pronto Nicolás espía a través de la persiana o el Psicoanalista escucha tras la puerta de su consultorio a la desasosegante sexcriatura-gag que entrará en dos ocasiones para desquiciar a todos los personajes supuestamente normales tanto como al relato en sí).

La novedad infiel confía en la delicia per se de las súbitas salidas del clóset, ahora, a estas alturas desinhibidas, demostrando de paso, por enésima vez, que Las apariencias engañan (Hermosillo, 1977) y situándose a contrario de esa defensa a brazo partido del clóset que era la exitosa en su sexoscurantista tiempo Doña Herlinda y su hijo (Hermosillo, 1984), disfrutando las posibilidades de un juego a las escondidas y fingimientos de la cuarteta compuesta por paciente masoquista de camisa floreada, mujer fálico-sádica de tentadora blusa blanca, curiosón psicoanalista-voyerista ambiguo, y ese cínico objetote sexual de todos y autoasumido como tal, por encima de un simple “¿Pretendes formalizar un trío?”, porque “Me gusta mi libertad”, con descaro suficiente para meter en crisis al conjunto y ponerse a psicoanalizar al mismísimo facultativo (“¿Tú eres casado?”).

La novedad infiel se asume como un objeto derivativo de cinefilia pura, anacrónica, vetusta, muy al gusto de la vieja generación-especie echeverrista en vías de extinción, pero vivazmente estacionada en los años sesenta para dar todavía inapreciables coletazos y zarpazos fuera de su época, cuando Laura invoca a La felicidad de Agnès Varda (1964) cual paradigma de la aceptación de la infidelidad ajena como algo natural y sin remordimientos, o cuando el violento final trágico de El rito (1969) de Ingmar Bergman (¿qué no era Birdman?) comparece para afirmar que la voz represora muere en un instante o de un infarto, porque “Woody Allen también admiraba a El Rito de Bergman”, o séase que, de la armoniosa utopía idílico-amorosa con dos chavas (la Felicidad según Varda) a la inarmónica negrura zozobrante del Rito psicologista que mata (la Infiernalidad según Bergman), y de ahí a la irresistible hegemonía de un nuevo amante-Teorema pasoliniano para la gimnasia de diván (la InFielicidad según Hermosillo), sólo hay un cortísimo trecho, hecho nudo digno de Ronald Laing para paliar la falta de sabiduría en un envejecimiento que se sueña shakespeariano, al interior de una cinefilia revalidada como estética de lo prestigioso ajeno, medio megalómana (“Varda, Bergman, Pasolini, Woody Alien y yo pensamos que...; híjoles qué club tan exclusivo”) y medio chafona estancada.

Y la novedad infiel demuestra al fin que ¡por fin! Hermosillo ha tenido el septuagenario valor de filmar un abierto chiste gay, un monumental chiste homosexual, como todos los suyos (principalmente los velados recién aludidos) a la búsqueda de cómplices y aliados incondicionales, un chiste al mismo nivel que el colosal pedo-imagen de lo divino con que culminaba aquella gigantesca irrisión irónica del camionero de Ruta Camus (Homero Gibrán Bazán, 2005), un chiste que se prepara y se traiciona en cada larga escena, un chiste que verbaliza hacia la cámara el psicoanalista de apellido polaco sacarinosamente traducido al castellano “¿Y ustedes en mi lugar, qué harían?”, un chiste de cara al falo ofrecido que aparece erecto en la pantalla dividida junto al rostro titubeante del socavado psicoanalista Azúcar en montón de glucosa desplomado, para cerrar enviando un hábil deseante escopetazo / escupitajo a quien le toque, o le alcance, en esta póstuma “creación colectiva”.

La novedad del cine mexicano

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