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La novedad perdedora
ОглавлениеEn Qué pena tu vida (Bh5 - Balero Films - Sobras International Pictures - Eficine 226 / 189, 98 minutos, 2016), agitadamente avanzado cuarto largometraje del dramaturgo tapatío también telenovelero para Televisa reincidiendo en las andadas fílmicas a los 58 años Luis Eduardo Reyes (tras sus desairadas iniciales incursiones en Amor letra por letra, 2008, y Más allá del muro, 2009), con guion suyo en compañía de Ángel Pulido y Valentín Trujillo hijo basados en el argumento escrito por Guillermo Amoedo y Nicolás López para la exitosa película chilena homónima que dirigió este último en 2010 como parte de una trilogía que todavía incluiría Qué pena tu boda (2012) y Qué pena tu familia (2014) con los mismos protagonistas e intérpretes (Ariel Levy y Andrea Velasco), el inocente publicista de 29 años con pretensiones de director creativo Javier (José María de Tavira) se descubre inepto para aceptar el cortón sentimental que a menos de dos años de relación recibe de su adorada pareja también publicista Sofía (Ilse Salas que semeja duplicarle la edad) y, como de costumbre, se desahoga tan verbal cuan infructuosamente con la graciosa feúcha actricita fallida Andrea la Pinocho (Aislinn Derbez luciendo anacrónicos cabellos a la garçonne), la amiga y alma gemela de toda la vida que le cuestiona y compadece por no poder aguantarse sin ver a la ingrata (“¡Qué pena tu vida!”: esa original expresión chilena santiaguina tan alivianadamente mexicana actual) aunque ella misma vive extraviada en trabajos de botarga viviente y sumida en una recurrente relación denigrante con el promiscuo bruto corpulento al que su amigo apoda El Tigre Toño (Marcus Ornellas), por lo que, al darse cuenta de no poder sacar de su mente la obsesión por la desdeñosa Sofía, quien lo ha cortado al percatarse de que realmente nunca tomó en cuenta sus intereses y ni siquiera conocía el nombre del suegro con quien había convivido en varias ocasiones, el ensimismado Javi trata de llamar la atención de la bella desdeñosa rogándole y gritoneándole por su nombre ante la puerta cerrada de su domicilio (“Ábreme, carajo”) o haciéndose golpear por un irascible vecino (Valentín Trujillo hijo) a quien el mismo héroe le ha destrozado su camioneta al confundirla con la de ella, y luego, sin poder controlar su empecinamiento, comienza a clavarse en su trabajo y a tratar de ligar, o dejarse ligar, por otras mujeres, pero cada acometida habrá de salirle de mal en peor, sea la sexosa divorciada cuarentona Lorena (Fabiola Campomanes) que lo amarra para sexatormentarlo sobre la cama al demostrar acendrados arrestos espontáneos de cruel dominatrix si bien apenas quiere usarlo para darle celos a un exmarido opulento (Arturo Barba) que la repele una vez más al tiempo que limpiamente manda correr a Javier por un portero (Misael Rocha), sea la superbuenona excompañera de chamba Úrsula (Fernanda Castillo) a la que se le va la onda pero pretende hacerse preñar a causa de su rechazo a cualquier método anticonceptivo por juzgar nocivos a todos (“¿Tomas pastillas, verdad?” / “Ay no, hinchan”), sea la obesa examante juvenil a quien llamaban Mariana la Marrana (Adriana Llabrés) que ha sido vuelta a hallar con cuerpo de sílfide y furor uterino listos para tratar de endosarle al pobre varón la paternidad de un bebé ya gestándose en su vientre (“Podemos hacerlo sin condón”), o sea, cuando acompaña en su parranda al tosco Barman amargado (Cid Vela) que en el fondo lo desprecia profundamente (“Ay sí, ¿dónde está el pinche barman para que le cuenten sus penas?”), las violentas tipas de navaja en la liga que resultan las lanzadazas chavas reguetoneras de un antro para lúmpenes (Luz Aldana y Marisol Paredes) que parecían ansiosas de tirárselos, pero lo peor nunca habrá pasado, pues por intentar denigrar y desquitarse contra el nuevo novio de Sofía, un repugnante chavo ruco narcisista que explícitamente semeja “una mezcla de Hugh Grant y cierto güey de Fobia con una pizca de Juanes” aunque rebautizado como Paul Izquierdo (Leonardo de Lozanne en efecto el líder de la banda de rock mexicano Fobia), el rogón extremo Javier será expulsado de su empleo y, lleno de cuantiosas deudas bancarias (“¿En qué momento te gastaste este dinero?”), deberá devolver el flamante automóvil que recién había adquirido, así como ser lanzado a la calle de su depto alquilado, y para colmo, cayendo en la cárcel y egresando, cayendo y apenitas levantándose para poder volver a caer aún más abajo, no pudiendo refugiarse ni en un cuchitril sin llave del Barman que pretende vergonzantemente que la chupe, ni en la casa de su obsequiosa madre sexagenaria Patricia (Rosa María Bianchi) siempre más preocupada por cambiar de proyecto fundamental de vida o por andar de nalgapronta con el canoso comisario policial Rafael Pérez (Álvaro Guerrero), el triste obsexo, repudiado incluso por su celosa amigaza Andrea que aprovecha la ocasión para reconvenirlo por su egoísmo, Javier acabará tirado bajo el juego infantil de un parque público cuando sin trabajo ni auto ni depto ni cuchitril de refugio ni madre amparadora ni novia ni amiga ni nada lo único que le faltaba sería que le robaran la bici, y allí se la roban, logrando recuperarse apenas para ir a pedirle perdón por sus acosos a Sofía y, pasado el tiempo, reconociendo que en el fondo desde hace tiempo estaba enamoradote de su insignificante e incondicional examiga andrógina Andrea la Pinocho.
La novedad perdedora delinea el retrato de un perfecto perdedor mexicano actual, y se burla de él hasta el escarnio y el sadismo, un perdedor nato a lo Woody Allen, un inusitado antimacho alfa, un pobre tipo pavorosamente vulnerable e incapaz de recuperarse de una ruptura amorosa o siquiera de asumirla, un iluso insulso que se autoexcita para parecer optimista y positivo hasta de cara a la ciudad monstruosa que lo engulle y devora (“Odio a la gente que dice que la Ciudad de México es una mierda: tiene sus cosas padres”), un torpe insustancial que arrasa con su propio mundo a consecuencia de sus fallidos impulsos amatorios por recuperar lo que ha perdido, un infortunado ingenuo sin autocrítica del que en efecto da pena su vida, un cursi historietista frustrado que vive rodeado por los esbozos a gis de las mujeres ideales que irán siendo tachadas una a una (“Eso es una cursilería”), un masoquista intenso que no puede ver ni aceptar la cruda realidad (“Solamente quieres regresar con Sofía porque no la puedes tener, pero, para tu información, eso no es amor: es obsesión”) y que sólo puede comunicarse con su amiga malacopa (“¿Sofía?” / “No idiota, soy Andrea”), un infeliz chavo crecido que va a acabar pidiendo perdón hasta de lo que no ha hecho, un noctámbulo con llorosos ojos “enrojecidos de mariguana” en opinión de cualquier agente policiaco (Alex Ricco) que pueda encarcelarlo sin apelación ipso facto, un empecinado patético y fatal y autoirrisorio, un vástago jodido por una inestable madre adicta al aprendizaje que cambia de intereses en cada secuencia donde aparece (siempre tomando lecciones de algo nuevo porque ¿hay algo malo en eso?), una víctima ideal de la modernidad digitalizada, un fragilísimo Max Linder sin frac ni habilidad escapista alguna para extraviarse en el mundo milenial, un vivo sentimiento de pérdida y extrañeza y de inutilidad desplomada que encarna y acaso emblematiza todos los arruinados estados anímicos inherentes a su generación adolescente perpetuada o no.
La novedad perdedora comporta, exporta e importa un importante y malportado compendio de gags de comedia infratelevisa y un homenaje de nunca es tarde a cierta ferocidad sexual de la tradicional comedia sofisticada al uso de nuestros nuevos años treinta neohollywoodenses, idiosincrásicamente clasemediera novísima (aunque siempre llena de ideas mezquinas, diría Alberto Moravia), y para probarlo allí están las humillaciones salvajes que recibe tanto el feminizado héroe como su inverosímil amiguita increíble Pinocho (“¡No es que tenga la nariz tan grande, es que tengo la cara muy chiquita!”, clama en el colmo de la exasperación ante el desarticulador bullying generalizado en una fiesta) cual si ambos compitieran castradamente por ganarse con creces y sexo abierto la arcaica madriza a bofetadas y empujones y puntapiés que le propinaba a incipientes colores el periodista Fredric March a la impostora moribunda Carole Lombard en La divina embustera / Nothing Sacred (William Wellman, 1937), y para auxiliarlos en su abortado proyecto vital ahí está la plana resplandeciente fotografía de Edwin Jaquez sin imaginación ni atmósfera pero revelando todas las deficiencias y arrugas de las intérpretes, así como la escolar edición sin ritmo posible de Óscar Figueroa y la dirección de arte de Alfonso de Lope sin posibilidad de ambiente aunque haya una sagaz DJ en el bar sofisticado (Viviana Pérez) o un eufórico animador en el antro de reguetón (Adrián Carreón).
La novedad perdedora enarbola por primera vez en el cine nacional y en grande la ya aludida modernidad digitalizada y del predominio de los Twitter-Facebook-Instagram-WhatsApp y omnipresentes las fotos maniacas para subirlas a la red social (no hay secuencia pública en el film donde no aparezcan sujetos aprovechando cualquier circunstancia para tomarse la foto con smartphone mediante un selfie stick o sin él) por encima de la intimidad y la auténtica vida privada vuelto virtual reflejo arrasado (¿o favorecida o desviada por él?) en donde hasta los globitos de todo mensajeo visualizado de los personajes aparece acompañado del respectivo signo de “visto” (dos palomeadas azulosas) en el WhatsApp, ja-já, al servicio de una realización con rigor pero sin vigor, con extremado rigor pero sin demasiado vigor, con rigor esforzado pero sin el vigor indispensable, como la enorme ligereza y el gran carisma que el simpatical José María de Tavira pretende convocar por pura hipertrofia de actuación impostada aunque destemplada e inconvincentemente continúa careciendo de ellos, hélas.
La novedad perdedora se regodea sexistamente en una monstruoteca femenina que va de la cateadísima Sofía obligada a aparecer en videoclips que no le quedan, a una Lorena que sin fortuna se le aferra arrodillada e intenta sacársela al marido que la rechaza inmisericorde, y así sucesivamente, pero en cambio la ficción nunca es homofóbica, dándose incluso el lujo de presentar cínica y jocosamente a un contradictorio tipo de homosexual, muy nuevo en el timorato cine mexicano hipermachista: ese rudo Barman expresidiario sin nombre que histérica e impositivamente exige al aterrado Javier jugar con él a “Esconderlo en la boca”, pero que jamás aceptaría su verdadera orientación sexual (“Bájate los pantalones”), a la vez que se ostenta como mujeriego y homófobo golpeador (“No me toques, pendejo, pinche maricón”), transfiriéndole al otro sus deseos y titubeos profundos (“Se me hace que no está muy seguro de su sexualidad”) de manera en realidad hilarante.
La novedad perdedora se sostiene sobre todo por secuencias de comedia con frescura notable, como la de los testimonios a cámara que so pretexto de un documental realizado por la madre-comadreja Pati (algo que sólo se revela al final del relato) la película se narra coralmente mediante un colosal entramado de versiones dispares y efectos contrastantes (“Me rogó, me rogó y me rogó”) que hunden más al personaje (“¿Que cómo fue mi relación con Sofía? Yo sé que lo que hice estuvo mal, pero no, ¿por dónde empiezo?”) a modo de un gigantesco desmentido sistemático desde el catastrófico arranque disparejo de la relación (“Yo sé que sólo llevamos dos semanas saliendo, pero te amo” / “Gracias, de verdad ya me tengo que ir”), como la historia de los cuatro condones para batir el récord de añoradas supercogidas que de inmediato es desmentido por imágenes de la acelerada torpeza genital de Javier (tres rotos en la tentativa atacadora) por añadidura sospechoso a coro de ser un pésimo amante a la mera hora (“Javier en la cama hacía unos ruidos: iii yiiii, yua-iiy”) tal como la invasora música animadamente juvenil de a huevo embutida del grupo Paté de Fuá, como el entrometimiento quemantísimo a la mañana siguiente (“Me topé con la señora de la limpieza” / “En la madre, es mi mamá” / “¿Vives con tu mamá?”) de la madre feliz de que su hijo por fin tenga una nueva novia, como esos constantes encuentros casuales con Sofía que ésta aprovechará nefastamente para leerle la cartilla al exnovio sumido en la soledad desesperada y espetarle lo que él quisiera decirle a ella (“Ojalá que encuentres a alguien que te quiera como yo”), como la compra de un majestuoso automóvil azul marino sólo porque hace juego con la camisa del héroe y su contenciosa devolución de emergencia sólo para ser transado por el vendedor de una agencia (Alejandro Cueva) que lo readquiere por menos de la mitad de su precio y todavía le recita su propia frase publicitaria al desesperado por dinero, como la reiteración del eterno apodo de Caqui entrañablemente ganado por el niño Javier en la primaria por haberse una vez hecho desastroso popó en los pantalones, como el desternillante remedo pantomímico seudofemenino que compulsivamente hace nuestro vengativo héroe absurdo de los aspavientos glamorosos ejecutados por su ya inalcanzable Sofía en el videoclip promocional por ella dirigido y actuado y posado para un enseñante cartel sin mucho que enseñar (para el disco Destellos de la autoría de Izquierdo / Lozanne), como la monumental boda telenovelera ecuménica entre la corrugadísima progenitora y el oficial de blanquísimo bigote cual pregrandioso finale.
Y la novedad perdedora culmina con una declaración amorosa del roto Javier a la descosida Andrea mediante un mensaje por celular que irrita, sorprende y encanta a la chica, cayendo en la cuenta de que el discurso de la amistad esconde indefectiblemente un amor y un entendimiento esenciales, porque acaso los jóvenes rusos del cine soviético brejneviano tenían razón al pensar que la pasión puede experimentarse por cualquiera pero el matrimonio sólo puede y debe realizarse duraderamente entre amigos (tipo Enamorado por decisión propia de Serguéi Mikaelián, 1982, y cintas análogas), ya que nada hay como el potente lazo asexuado, y por ende mutable al infinito, entre una amiga considerada por él como un güey pero sin chichis y un amigo asumido por ella como un chava con algo que le cuelga (“¿Si sabes que la que va a terminar recogiendo tus pedacitos cuando estés llorando soy yo?”), para conseguir de pronto hacer otra vez el consabido por Reyes Amor lepra por lepra.