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La novedad desaventurera

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En Paraíso perdido, antes La isla (Tigre Pictures - Filmadora Nacional - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 85 minutos, 2016), incisivamente genérico tercer largometraje del videoclipero-publicista además de exautor total de 36 años Humberto Hinojosa Ozcariz (Oveja negra, 2009; I Hate Love / Odio el amor, 2012), con guion suyo y de Antón Goenechea presunta aunque incomprobablemente basado en hechos verídicos, el fortachón hispano fanático del oneroso cuan peligroso deporte viril del velerismo pero financieramente atorado en un proyecto de bienes raíces parcialmente ilegal Mateo (Iván Sánchez con complejo de nuevo Maciste) navega viento en popa por edénicas aguas color azul turquesa del Caribe a bordo del ostentoso velero Guancho en el que ha invertido toda su fortuna y la de su bella pareja mexicana rubia artificial Sofía (Ana Claudia Talancón ausente en México desde Arráncame la vida de 2008 pero dilapidando en bronceadores su carisma residual), quien lo acompaña en esa y muchas otras maravillosas travesías opulento, aunque en esta ocasión al lado de su medroso cuñado comerciante próspero de gruesas gafas medio tembeleque asustadizo medio inútil hasta para lanzar el ancla Pedro (Andrés Almeida enarbolando una pasividad reactiva), al que ambos desean pedirle que se endrogue con el crédito de los 14 millones de pesos que necesitan para su nuevo negocio supuestamente infalible, pero rechazado de tajo por el hombre, exacto cuando los tres desembarcan eufóricos en la playa al parecer virgen de una isla denominada Camarones que no figura en los mapas de navegación, un verdadero Paraíso Perdido y Encontrado, sin sospechar que en él merodea un cruel personaje armado hasta los dientes y cubierto con ajada bolsa negra sobre la cabeza (con dos agujeros para los ojos) que se llama a sí mismo El Niño (Raúl Briones) que se dedica a perseguir y atrapar y someter a cualesquiera inopinados visitantes ipso facto convertidos en sus víctimas, como aquel humilde turista en estampida asustada (Héctor HHH) que acabaría pendiendo de los árboles junto con otros macabros colgajos de aparente magia negra en el prólogo, y tal como lo acabará haciendo con una inerme Sofía infeliz y gimoteante de tiempo completo, luego de que los tres supuestos aventureros (en realidad desaventureros) hayan encontrado oculta en un arroyo cierta bolsa amarilla repleta de dólares enrollados, se hayan aterrado con ese descubrimiento intocable, hayan intentado darse a la fuga en el velero que de repente muestra su timón averiado, hayan emitido una llamada de alerta que por desgracia va a tardar demasiado en ser atendida por la guardacostas al rescate, hayan debido regresar a la isla ahora siniestra, hayan tenido que pernoctar allí encendiendo una torpe fogata y turnándose para hacer ineptas guardias dormilonas, hayan sido despertados a merced del hostil hombre con mortífero rifle de alto poder y hayan advenido en presas fugitivas de la más inhumana de las cacerías humanas, primero ejercida por el dichoso Niño que le abrirá un sanguinolento boquete a Mateo en el cuerpo y habrá de metamorfosear en bestia furiosa al otrora tranquilísimo Pedro que gracias a ello acabará sometido al yugo de una vara con cinturón al cuello al mismísimo desalmado para llevárselo al lado del trío en su huida por junglas y pantanos, ahora escapando de los traficantes en busca del tesoro en billetes que ha desaparecido, hasta que Pedro sea acribillado sin piedad (¿pagando así su mezquindad tanto como su ominoso papel de indeseable mal tercio o chaperón anacrónico?), Mateo termine de tristemente desangrarse para ser abandonado sobre la blanquísima arena de la isla y, corriendo acosada por el pánico y hostigada por sus perseguidores implacables, termine bogando y deshidratándose a la deriva en una blanca lancha tipo overcraft, sólo propensa a ser rescatada por avezados pescadores.

La novedad desaventurera parece que tan sólo quisiera realizar y darle armonía disonante al objeto fílmico que, sin análogo cálculo ni equivalente conciencia formal, siempre soñaron lograr René Cardona y René Cardona hijo, con o sin Hugo Stiglitz (de Un nuevo mundo, 1956, a Robinson Crusoe, 1968, y ¡Tintorera!, 1976, o El triángulo diabólico de las Bermudas, 1977), y numerosos hijos de los productores-directores de la vieja guardia (los De Anda, los Galindo), planteado ahora a un nivel expresivo similar al que han alcanzado películas más ambiciosas tipo Filosofía natural del amor de Sebastián Hiriart (2013), y para ello la cinta toma toda su energía de la elocuente mudez, casi abstracta casi autónoma, y desprendible con el sforzato continuo de cierta bienvenida música efectista de Rodrigo Dávila cual amplificado diseño sonoro, que exudan imágenes tan impactantes en frío candente como los negros nubarrones acercándose a la isla desierta, los cuerpos desparramados sobre la cubierta abarcada por un top shot cenital, el regio meneo del trasero en bikini negro de la bella contoneante sin dar referencia de la procedencia de su marcha ni de su destino, la idílica foto submarina interrumpida por la esponjada caída blanca del nadador Mateo en trance de comprobar su impotencia, la rotura de un timón por debajo de la embarcación, el humo negro emergiendo del confín montañoso ante la ciénega desolada, el retroceso de cámara como por codificada transformación moral al ser contemplados los jirones de un cuerpo desparramado desde los árboles, el alborotado Pedro tapando su desorbitada nariz ante la vista hedionda de unos inmensos pies colgantes, la sedente fiera homicida contemplando el producto de su obra torturadora cual kurosawano samurai satisfecho y en merecido reposo de guerrero después de la batalla en la espesura, las series de piernas desnudas corriendo desatadas por el estanque natural, los cuerpos desplomándose sin cesar en el agobio de un ahogante chapoteo sobre una espuma autárquica, el enhiesto perfil del hombre tapándose la boca extenuada pero denunciado por su camisa ensangrentada, la mano enguantada como garra atrayendo hacia su regazo maléfico y hacia sus bíceps inflamados la cabeza enmelenada de su adversario, el incendio colosal y solitario en la playa de una salvadora tienda de campaña en forma de cápsula espacial o frágil bala translúcida iluminada a gajos por dentro, la fálica lancha erguida por la hermosa Sofía al enfilar cual cañón apuntado ingobernable y casi flotando contra el observador, los tumbos y retumbos sobre el fango salpicante jamás suplicante, la bella semidesnuda Sofía doblándose del dolor al avanzar jadeante sin conseguir acallar la contracción de su rostro, y alguna que otra coquetería genérica o de estilo más desaforada e inhabitual.

La novedad desaventurera reclama y se bota la excéntrica originalidad (¿o era la original excentricidad tautológica?) de administrar un aglomerado de todos los vesánicos clichés de películas sobre salvajes cacerías humanas que en el cine han sido (desde La isla de los tormentos / The Most Dangerous Game de Ernest B. Schoedsack, 1932, hasta Cacería humana de John Woo, 1993) y, sin superar ni física ni metafísicamente el nivel retórico de cualquier corto Tom y Jerry o el de algún episodio estándar de El coyote y el correcaminos, ponerse a resolver todas sus escenas de violencia en sistemáticos fueras de campo, todo lo importante fuera de campo, usando y abusando de la violencia en off como escasas veces había ocurrido en el cine de acción pura, en buena medida por considerársele un contrasentido y reservándosela a secuencias muy particulares e irónicas, como la madriza-ballet en off al intruso en el cuarto de hotel futurista del Alphaville de Jean-Luc Godard (1961) hasta ostentando musiquita dancística en contrapunto burlón, obteniéndose en la inusitada y enojosa peripecia de Hinojosa resultados tan contraproducentes o expresivos en su tozuda relectura de los géneros y subgéneros comerciales tradicionales como los siguientes: el enmascarado rudimentario sojuzgando en el espacio por debajo del encuadre al turista recién ensartado por una lanza para arrastrarlo también por la parte baja de la imagen a la vez oprimente y expulsora a través del páramo hasta el bosque, el musculoso Mateo será acribillado sin que pueda mediar ninguna causa explícita para su sacrificio, los apabullantes machetazos asestados al fondo contra la víctima inmostrable, y así todo se volverá elíptico en tiempo y espacio, y toda acción posterior dependerá de esas elipsis, según las adversidades supuestas por el buen mal gusto de un bodrio en off.

La novedad desaventurera coloca su resto en una apuesta estridente de antemano derrotada a lacónicos diálogos pedestres (“¿Qué pasa, cuñado?” / “Me siento de la verga, güey”) o de fórmula (“14 millones, ¡no mames!” / “Cállate, ¿no ves que estás espantando a tu hermana?” / “No te duermas por favor, amor, ya está cerca el relevo”), expeditivas actuaciones acartonadas (los conflictivos buenos en predicamento) o guiñolescas (los villanos desquiciados en el límite de lo grotesco), oscilación entre las más crispadas desaventuras marítimas extremas (“Repentinamente lo único que les vemos hacer es huir, sin que aquello que les movió a desembarcar en la boca del lobo termine influyendo”, ya que sólo “fue un pretexto para hacerlos llegar hasta allí”: Mauricio Torres, en un artículo intitulado “La inconsistencia en vacaciones”, aparecido el 13 de marzo de 2016 en la frívola sección “Hey” de Milenio Diario), sea en tempo de cine psicosociológico (a partir del clásico triángulo moderno de Cuchillo al agua de Roman Polanski, 1962), o sea en clave de estilizado thriller minimalista-naturista sin más (en la sucesión de Terror a bordo del australiano Phillp Noyce, 1989), y la crueldad de un horror gore maniaco-caníbal cercenador (encabezadas por el revulsivo Cara de Cuero de todas las Masacres en cadena que en el mundo han existido a partir de la original de Tobe Hooper de 1974) o de algo más cercano (el carnicero con machete de la xochimilca Isla de las Muñecas del episodio de Jorge Michel Grau en México bárbaro, 2014), deslizando su sobrecarga sobre la tenaz obviedad brutal de las escenas como si se tratara de una maltrecha y pulverulenta épica alucinada, cuyas figuras arquetípicas pudieran servir en la concepción de un estereotipado juego de video-persecución, rumbo a una recta final que suena como lección desencantada con base en demasiadas películas semejantes y desemejantes, para demostrar al hipotético unísono, entre otras ínfimas e infames cosas, que “el espíritu animal es más fuerte que el hombre en el hombre” y que “nada es más ilusorio que el consuelo de tener palabras para decirlo, y lágrimas para llorar” (según propone el guionista francés Olivier Demangel en su novela 111).

Y la novedad desaventurera no concluye con una carcajada de irrisión a lo John Huston sobre la dilapidadora conquista de una fortuna para nada, sino con la imagen vencida de la clamante eterna Sofía a bordo de la barca de los pescadores rescatistas y para siempre abrazando la bolsa amarilla con los ahora y siempre inútiles rollos de billetes, recuperada por quién sabe quién, pero coronando así la despojadora anatomía de su fracaso.

La novedad del cine mexicano

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