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La novedad expedicionaria
ОглавлениеEn Epitafio (Malacosa Cine - Varios Lobos - Una Comunión - Pimienta Films - Zoología Fantástica - Zamora Films - Eficine 226 / 189, 82 minutos, 2015), intenso largometraje de intonsa época épica realizado al alimón por la pareja que integran los muy disparejos autores totales egresados del CCC de 36 y 32 años respectivamente Rubén Ímaz Castro (Familia tortuga, 2006; Cefalópodo, 2009) y Yulene Olaizola (Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo, 2008; Paraísos artificiales, 2011; Fogo, 2012), con guion de ambos inspirado y parcialmente basado en un episodio (en realidad sólo dos párrafos) de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España del cronista otrora soldado conquistador Bernal Díaz del Castillo (empezada a escribir a sus 84 años), en combinación con las Cartas de relación de Hernán Cortés y la correspondencia de su propio protagonista, aparte de trozos escogidos de un opúsculo intitulado Requerimiento de autor anónimo que ofrecía razones sagradas y divinas tanto a la apropiación de tierras ignotas como a la conversión religiosa de los naturales naturalmente infieles, el curtido Capitán del ejército imperial español Diego de Ordaz (Xavier Coronado) emprende hacia 1519, en compañía del bisoño soldado Pedro (Carlos Treviño) y de su veterano lugarteniente Gonzalo de Monóvar (Martín Román) que también le sirve como secretario-testigo para la eternidad, una expedición hacia la cima a 5,400 metros del volcán Popocatépetl por petición expresa del Gran Capitán Cortés, en estratégica búsqueda de una nueva vía para llegar a la capital México-Tenochtitlan del poderoso imperio azteca y así poder consumar su Conquista, arrancando por el villorrio poblano de Huejotzingo, hasta donde los sumisos cargadores nativos tlaxcaltecas, encabezados por el anciano más sabio de la dócil tribu (Roque Galicia), los guían, retrocediendo de manera supersticiosa ante el respetado Popocatépetl al que consideran vivo, inviolable e inescapablemente vengativo (“Allá irán a morir”), aunque mostrando a los extranjeros una ruta que consideran la más expedita para facilitar el difícil ascenso (lo que ahora se denomina Paso de Cortés entre el Popocatépetl y el contiguo volcán Iztaccíhuatl), cosa que Don Diego juzga sospechosamente medrosa e intenta hallar una más directa e inédita, acarreando hatos y arcabuces e incluso leña para las chisporroteantes fogatas nocturnas, pero ese atajo pronto se torna infrecuentable, ni siquiera se franquea vadeando las rocas aun en las faldas del promontorio, y los derrota ante imponentes cortinas de piedra, obligándolos a comenzar de nuevo, jadeando durante largas jornadas con sus noches, a punto de perder aliento y esperanza en cualquier tramo, abandonando en un presunto resguardo sin neblina cerrada ni nieve ni hielo pero a la intemperie al infeliz Pedro con los pies semicongelados, llegando a las alturas donde la respiración se agota y el infierno blanco se agita, usando las espadas como piolets primitivos, flaqueando Don Gonzalo al recordar las matanzas salvajes de los indígenas y lamentar no haberse quedado en Huejotzingo para construir una idílica hacienda, y sacando Don Diego sobrehumanas fuerzas gracias a su voluntad férrea y extrayendo de su obstinada debilidad palabras inflamadas por la fe en Dios y en su lealtad al emperador Carlos V, hasta que ya en las inmediaciones del cráter principal, habiéndose quedado el extenuado Gonzalo a prudente distancia, el ahora conquistador de las alturas chupe con sus labios rígidos un trozo de amarillo azufre en alguna de sus formas alotrópicas, cual si fuera un delicioso manjar o una trastornante pepita de oro, para encomendar ese excelso descubrimiento a la gloria de sus altezas y de sí mismo.
La novedad expedicionaria no sólo incluye de entrada indígenas formaditos en valla para despedir supersticiosamente a los gachupines al darle debido inicio al relato, ni sólo inserta en término central y rango quasi omnipresente a un mordido intérprete enjuto de pomposa importación intelectual-literaria para presumir su autoconsciente jeta señera y su estoica prestancia atribulada al encarnar de áspera manera iluminada a un Diego de Ordaz sin antipática bocaza de Diego de Díaz Ordaz, ni únicamente exigen allí existencia las inflamadas declamaciones hacia la cámara de textos históricos de Díaz del Castillo por la voz en vilo de esos conquistadores a veces fantasmales y a veces fantasmones mientras siguen ascendiendo, ni algo se atora rumbo al cráter de un volcán armado con las faldas del auténtico Popo más las áreas intermedias y la cima del Pico de Orizaba (sin que eso nadie lo advierta o le preocupe, pues el Don Goyo resultante sólo importa como lanzador de bocanadas de bruma, ceniza, paisajes sin sol, terremotos y exhalaciones corales), ni esto significa apenas un remedo de las soberbias cintas sobre alpinismo a pies descalzos que protagonizaba y / o filmaba la gigantesca Leni Riefensthal (de La montaña sagrada del insigne Herr Doktor montañista Arnold Fanck, 1926, a La luz azul de ella misma, 1932) al inicio de lo que sería una maltrecha carrera políticamente miserable, ni todo se torna farragoso en su verbosidad pese a la parquedad de sus parrafadas dialogales, ni mucho menos eso es sólo una pálida divagación masturbatoria, ni es apenas un vergonzoso desvío ante el desamparo majestuoso hoy por hoy y como desde entonces de los aborígenes superexplotados al pie del volcán (como en el soberbio film guatemalteco Ixcanul de Jayro Bustamante, 2015); a nada de eso puede reducirse la carga de Epitafio porque consiguen asomarse por ahí, por doquier y por suerte, un soberbio discurso visual (con sostenido estilo aunque sin humor), un amplio discurso dramático (en contraposición con el minimalismo del proyecto), un rico discurso conceptual (más allá de la dimensión alpinista bajo presión y ¡con armaduras, no mames!) y un propositivo heterodoxo discurso histórico-político, alegórica y sustitutivamente en torno a la Conquista de México, como sigue.
La novedad expedicionaria escancia con apretada consistencia el asombro de numerosas imágenes que permanecen en la retina y en la emoción óptica, imágenes de la amenazante negrura en las faldas volcánicas, imágenes del conquistador transportado en silla sobre las espaldas cobrizas, imágenes jadeadas y proclives al estatismo de una perenne fatiga contagiosa, imágenes sobrantes del espléndido ejercicio plástico en gélida desolación invernal / infernal de Fogo, imágenes donde se privilegian los movimientos internos del encuadre (jamás hierático pese a la solemnidad dominante) y escasean los movimientos de cámara pero de una precisión impertérrita (cierto travelling de recorrido lateral sobre un plano inclinado al llegar a la región de la nieve más compacta, el encuentro por turno con los atónitos rostros de los expedicionarios al confrontarse con una altura escarpada cada vez más distante), imágenes de la adversidad y la penuria múltiple y polimorfa, imágenes sobrecargadas con la figura desencantada de un imponente Don Diego interpretado con sobriedad protodeclamatoria por el escritor asturiano Xavier Coronado debutando como notable actor (en las antípodas del simpático payasito que resultó el provocador poeta-novelista francés Michel Houellebecq) pero cuyo tipo que “parece pintado por Velázquez” al confrontarse “borracho de azufre y gloria” con el Popo “como una bestia temperamental, cubierta de neblina; fría, implacable y gris” “sólo sabe hablar del rey y de Dios porque su vida entera es lealtad y fervor” y por ello “mira como actor de cine y habla como actor de infomercial” en una interpretación “extrañamente rasa, como si estuviese dictando una lección de historia” (según Daniel Krauze en El Financiero Bloomberg, 19 de agosto de 2016), imágenes adscritas de pronto por excepción a una subjetividad móvil (al percibirse monstruosos grumos de nieve) y registran el desplome de Gonzalo o rinden cuenta del resonante yelmo recogido por Pedro ya decorado por hielos coagulados y se remontan a la visión imaginaria de una flecha clavada en el abdomen manando sangre, imágenes insertas en un riguroso y sereno proceso visual casi severo e in crescendo, imágenes de espectros y siluetas y sombras lejanas que avanzan sin tregua pero en concierto concertante, imágenes en cromática progresión táctica hasta culminar en la cerrada blancura nebulosa ¿numinosa? A veces absoluta, imágenes del esfuerzo corporal como signo y sinónimo de la grandeza individual triunfando sobre la adversidad imágenes logradas mediante un esmerado trabajo óptico bordeando lo pictórico del fotógrafo-alpinista excececiano Emiliano Fernández cual relevo en su misma tesitura a medios tonos del Daniel López de Fogo (cedido al genio tailandés Apichatpong Weerasethakul para su espectral Cementerio de esplendor, 2015) y como lento observador de lo taciturno-introspectivo-meditabundo per se de toda ascensión, imágenes del diálogo sucedáneo en silencio ritmado / rimado entre un personaje-montaña y tres hombres ebrios de hazaña, imágenes que se atiborrarían de oquedades sin el concurso de una música inextricablemente mezclada de Pascual Reyes y Alejandro Otaola en un estruendoso aunque dosificado extremo del colosalismo metálico-metalero y la rebuscada elocuencia de la grandiosidad ambiental sin límite de tiempo (aún sigue sonando en este momento al término de la trama y los interminables créditos), e imágenes que final y crucialmente recurren a un diseño sonoro con tantos tintes protagónicos como la música al fundarse tanto sobre la corporización del soplar constante de la ventisca y el destartalado tintineo de los cacharros cuanto confundido con los ruidos de la inaccesible montaña rugiente a temperaturas congeladoras que prácticamente se sienten y apabullan.
La novedad expedicionaria ha logrado abordar abiertamente y con inmensa libertad al aire libre, pero de hábil manera casi oblicua, el tema siempre soslayado de la Conquista de México, ya no como pretexto para magnificar el proceso de evangelización por la Cruz y la Espada, como pareció imponerse de modo excluyente en el cine nacional desde la beata recreación de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac aún silente de Carlos E. González / José Manuel Ramos / Fernando Sáyago, 1917, hasta cualquier enésima versión del presunto milagro de La Virgen que forjó una patria (Julio Bracho con guion en apariencia patriótico independentista del exideólogo cristero René Capistrán Garza, 1942), o su temeraria desmitificación a gritos tipo Nuevo Mundo de Gabriel Retes (1976), ni tampoco como incentivo místico para estimular egregias mitologías personales, al estilo de las formidables fantasías Cabeza de Vaca del documentalista Nicolás Echevarría (1980) y La otra Conquista como flor de un día de Salvador Carrasco (1999) o Eréndira Ikikunari del indigenista cosmogónico Juan Mora Catlett (2006), o sea, ahí está la Conquista, una metáfora prolongada donde se conquista la montaña como luego se conquista México, una alegoría por excepción y en sensacional clave minimalista insólita, nuclear y tangencial, poco brillante y no obstante heterodoxa en un contexto internacional más amplio puesto que “alejados de la tentación de dotar al proyecto de un frenético ritmo de cine de aventuras y de la grandilocuencia, a lo Herzog, de un titánico enfrentamiento entre la irracionalidad alucinada del conquistador y el espanto de los indígenas, lo que los cineastas capturan es el ánimo de los tres españoles convencidos de que más que lo que mueve a sus acciones no es el ánimo de lucro, sino la convicción de una anhelada trascendencia histórica, el deseo de convertir su gesta individual en valiosa contribución a la grandeza de la Iglesia y la Corona, imagen muy opuesta a la representación del conquistador como un ambicioso aventurero sanguinario” (Carlos Bonfil en La Jornada, 20 de julio de 2016): cualquier cosa, entonces, menos un émulo sólo en apariencia equilibrada de la cruenta heterogeneidad rubicunda en pos de El Dorado del histérico parahistórico Aguirre, la ira de Dios (Werner Herzog, 1973), ahora relevado y sustituido con creces de posmodernidad expresiva minimalista-hiperrealista de una especie de Ordaz, la templanza de Dios, aunque sea en las antípodas sermoneadoras del padre Antonio Vieira (Lima Duarte en el rol del causante involuntario de las desgracias teológicas de nuestra Sor Juana Inés de la Cruz) ya en el 1663 de Palabra y utopía del portugués Manoel de Oliveira (2000), más bien una suerte de Epitafio o Don Diego, la imbatible reverente revulsiva palabra ígnea de Dios, la crónica de un ascenso al Popo sin espectáculo ni énfasis ni encono dramático, pero necesariamente fotogénico y en éxtasis, más allá del colectivo “mal de montaña” y en la total desnudez de la Aventura, por así decirlo.
La novedad expedicionaria deliberadamente prescinde, pues, de cualquier descripción a profundidad del mundo precolombino y sobre todo precortesiano, para hacer el abordaje indirecto de una Conquista aludida, más que descrita, con fastuoso ingenio aunque con genio forzado, vuelta simbólica e inefable, jamás alejada de la epopeya si bien evocando colateralmente los temas de la sabiduría aborigen (tlaxcalteca, de Huejotzingo) y de su sometimiento a quienes consideraban seres extraterrestres, una Conquista menos física y cruelmente diezmadora (aunque se habla de ello) que espiritual e inmaterial, para decirlo en términos calcados del certero lenguaje verbal de la cinta, volcada hacia la portentosa hazaña individual y al descubrimiento de sendos yacimientos de azufre en la cima del volcán, el azufre fundamental como principio activo de la mezcla inflamable y explosiva de la pólvora necesaria para acometer, varios meses después, la Conquista de la urbe más grande y monumental hasta entonces conocida, aunque aquí nunca mostrada, sólo vista y apreciada supuestamente en toda su magnitud, al ser divisada desde las alturas, a través de los ojos del conquistador Diego de Ordaz, fallecido en consecuencia durante la década siguiente, cuando intentaba hallar el mítico El Dorado remontando las corrientes colombianas del río Orinoco, ¿otro El Dorado como lo fue antes, de manera prominente, su México-Tenochtitlan?, ¿de ahí el enigmático título del film: Epitafio?
La novedad expedicionaria reivindica y reidealiza la figura del Conquistador Español como sólo historiadores de abierta derecha radical, o simplemente conservadores (José Vasconcelos, Antonio Junco), y retrocineastas hechos bolas crispodeclamatorias como el infrecuentable Felipe Cazals de El jardín de tía Isabel al gusto del tío Rodolfo (1971), habían osado acometer: ¡antiquas linguas salvemus!, menospreciando la existencia de un conflicto enconado entre conquistadores y conquistados que se resolvería de manera sangrienta y atroz.
Y la novedad expedicionaria se consuma entonces como un inusitado poema nacional del antiguo país, un librillo de anales realistas del que sólo simularían quedar fragmentos, una reescritura sulfurosa del henchido realismo-socialista legendario de Así se templó el acero (Nikolai Ostrovsky-Mark Donskoy, 1942) reconvertido en un autoexcitado individualista Así se templó el azufre aspirante a la leyenda imposible, un intenso relato de intonsa época épica, un gajo de innominada epopeya sólo formulable a través del cine, un éxodo existencial para conjurar todos los derrotismos apocalípticos presentes, una enconada batalla contra el Popocatépetl enemigo cuya fuerza simboliza la fuerza de la naturaleza americana y un espacio de reflexión, un pequeño capítulo de la lucha contra la naturaleza para poner de relieve la irreductible enormidad de la Naturaleza humana.