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Lado B: La novedad autorreflejante retratista

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En Muchacho en la barra se masturba con rabia y osadía (Mil Nubes Cine - Instituto Mexicano de Cinematografía - DOCSDF - Ruta 66, 20 minutos, 2015), siguiente film enérgico de Julián Hernández, de nuevo con guion establecido por su heterónimo Emiliano Arenales Osorio, pero ahora en formato de cortometraje documental, el apuesto y superseguro bailarín sinaloense pelado casi al rape en el arranque de la cuarentena y prostituido desde siempre Cristhian Rodríguez (él mismo) despierta dentro de su cuchitril en penumbras, atiende una llamada en su número celular de call-boy muy dueño de su oficio aunque con nombre falso (“Me llamo Jonathan, mil quinientos pesos la hora, soy atlético de gimnasio, 20 centímetros de pito, para lo que quieras, lo que gustes y lo que mandes”) y, sentado a gusto en el rincón de un gym que se conecta por montaje con otros lugares, platica a cámara, regido por el aplomo y dando todo género de pormenores, su trayectoria vital, cual si fuera un predestinado en vuelo dispuesto con cien escalas hacia su situación presente, desde que era un jotito originario de un pueblaco cercano a Mazatlán a quien por ser un amanerado sin tapujos los demás muchachos le hacían bullying y los adultos lo escarnecían (“Pero por la noche ya se las estaba mamando”), hasta que, decidido a romper con su inercia y progresar (“Yo tengo que ser diferente a la persona que era en mi pueblo”), emigró a la gran ciudad o al puerto más cercano y, sorprendido por el comportamiento relacional de los jóvenes como él (“Se besaban y se agarraban las pompis”), resolvió abandonar su actitud pasiva ante el sexo entre iguales (“Me decía: no soy lesbiano”), lanzándose de lleno al disfrute de sus afinidades carnales (“En Mazatlán cambió mi ideología de las relaciones de pareja”), pero asimismo a su afición, y a su enorme facilidad y talento, para la danza, haciendo pronto sus propias coreografías para show de hoteles, dejándose tentar por el apoyo de la afamada coreógrafa Claudia Lavista para ingresar a su compañía de danza contemporánea Delfos, para después intentar fortuna en la capital del país (“Cuando llegué al DF me di de topes contra la pared, me dije ‘No mames, me falta un chingo’”), someterse a duras disciplinas para elevar su rango, ganarse un puesto en la ultraexigente compañía de danza profesional gay La Cebra de José Rivera (“La Cebra estaba en un boom, con bailarines increíbles, se les ve que tienen horas de ensayo, de rigor militar, de llegar temprano, de tomar las clases, de entrenamiento fuerte que te chinga y te mata, hasta que saca lo mejor de ti”), proseguir por media nación (como Puerto Vallarta) y medio mundo (estilo Miami) su errabundia compulsiva (“Ya tengo años de andar de pata de perro”), sin preocuparse por deber laborar en antros de striptease masculino o tener que ejercer la prostitución para sobrevivir, antes, durante y después de sus éxitos (“Dejas puestos y, cuando regresas, ya no están, porque siempre hay una bola de gente atrás de ti”).

La novedad autorreflejante retratista determina que nada de lo que se relata va a ser ilustrado, pero aun así va delineándose la semblanza, más oblicua que directa en términos visuales, de un individuo que crea su propio retrato discordante al conversar y pisar fuerte, al haber debido pisar con energía, para afirmarse como un técnico experto en danzas de todo género y de manera irónica pero sin resquemores como un técnico en prostitución masculina de cualquier tipo con cualquier tipo al mismo nivel (“Lo que es lubricante y todo, yo lo llevo”), ya que “Danza y prostitución en el cuerpo de Cristhian juegan el mismo papel; virtuosismo, deseo, técnica y sexo se entremezclan para dar coherencia a una fuerza vital que es muchas respuestas a preguntas. Hilo conductor que une opuestos y contradicciones”, según reza la presentación de los autoconscientes productores del film en los catálogos de los festivales para guiar su mejor éxito, en efecto alcanzado, sobre todo en los de naturaleza lésbico-gay-transexual y con imágenes memorables no exclusivamente para la comunidad LGBTTTI; un hombre admirable que, a partir de cierta divertida perplejidad inicial (“¿Profesional?, ¿contemporáneo?, ¿qué es eso?”) y a base de esfuerzo, ha logrado dominar las más difíciles y profesionales técnicas de la danza contemporánea; una criatura que deja de ser anónima y caótica al reflejarse a sí misma con una doble técnica, un técnico impar entre dos polos, con una personalidad desdoblada, y así, gracias a esa metafísica del alter ego (que incluso practica el propio cineasta a través de su juego de heterónimos) y no demasiado distinta de la paradoja del comediante Cristhian que es y no es el actor en silla de ruedas de un videoclip erótico explícitamente gay (ese Never as Deep de Jonathan & Akran, 2013, producido por Aimcomin Films, dirigido por el ubicuo Emiliano Arenales Osorio e insertado en su totalidad hasta la descomunal cogida final), sólo entonces consigue rechazar cualesquiera otras opciones (“No me voy a meter de cajero de Aurrerá, ni de cajero de Starbucks, amo lo que hago y no sé dedicarme a otra cosa”), superando frustraciones (“He tenido también mis proyectos personales, mis compañías, en colaboración con otras personas; los proyectos son difíciles, son independientes, tú los tienes que costear”), y logra definirse como persona, impulsado en ambos casos por el gozo, el goce dancístico, el placer sexual, sin culpas ni lamentos, ni autopatetismos ni quejumbres ni cinismo alguno, cabalmente asumido (“Tampoco es que sea un sacrificio para mí, vender mi cuerpo, ponerme disponible por dinero para la gente, la neta no, porque finalmente es sexo, y el sexo me atrapa, me envuelve, y me vale madre”), pero ante todo, sin tampoco renunciar a sus particularísimos sueños (“A mis 40 años, qué quisiera yo: un superestudio padrísimo, de artes escénicas y demás ¿no?, a lo mejor ese estudio primero va a ser una tortillería, y una lavandería, y a ver qué sale ¿no?”).

La novedad autorreflejante retratista se propone como una larga confesión que se sitúa y se estructura en diversos sitios, delegando a la edición del propio realizador (semioculto bajo la advocación de su obvio heterónimo Emiliano Arenales Osorio) la tarea de romper con la sensación inamovible de estar ante una sola y única cabeza parlante, pues de lo que se trata ante todo es de crear por lo menos cinco sensaciones sustitutivas y alternantes distintas: una sensación de ubicuidad, que pasa en continuum, sin transición y unificadoramente merced a la fluida edición de Adriana Martínez, del interior casero a la ducha promiscua de los baños públicos, a la cervecería para ligue de parejas contoneantes, a la fotogenia de los hoteles de paso a las solarizaciones de la barra con argollas en la intemperie del jardín público, a la procaz atmósfera rojiza del promiscuo Salón Marrakech, a las gradas de mosaico en blanco / negro de un vacante foro al aire libre, a ese show personalizado desde la salida del minicuarto de baño para el reticente chavo anteojudo de barbita nerd (Saúl Sánchez) que se refleja en el espejo de su habitación reflexiva; una sensación de fugacidad, de inestabilidad concreta e inconcreta, visual y también acústica, en virtud del diseño sonoro de Omar Juárez Espino, con oquedades que se oyen, reforzadas por esa amalgama de música tropicalosa de la Sonora Santanera y el Chino Flores o Lupita D’Alessio, con sonidos ambientales en el estudio y exteriores); una sensación de disfrute fundamental del espacio, de todos los espacios, gracias a la fotografía sofisticada sin afeites del excuequero de reciente egreso Jerónimo Rodríguez García, emblematizable por esa sintetizadora construcción en abismo del ambiente de los erotizados baños públicos con personaje en frontground y varias profundidades de campo e incluso un espejo al fondo; una sensación de autenticidad sincera y honesta a rajatabla, y sin embargo taimada, tan taimada como la vieja Ramona (2014) de Giovanna Zacarías (la avezada discípula más avanzada del clan Hernández-Fiesco), porque se permite guiar por la análoga palabra coloquial del presunto Jonathan (de nuestro Cristhian ismo), con extenuante fronda imparable de bazooka oral (“¿Qué quieres ver, qué quieres tocar, por dónde quieres empezar? No tengo problema con nada, no me pidas nada que yo no quiera hacer, tú mandas”) o utilizando un rasero lacónicamente sugestivo e inteligente (“Ya estoy instalado, Hotel Caribe, cuarto 402” / “Dame unos 30 minutos”); más una sensación general de vértigo suave, que es asimismo una suavidad vertiginosa, que es concepción simultaneísta, que es encadenamiento implacable, que es tenaz volatilidad, que es inmadurez fundida, que es minuciosa interdependencia de todos los elementos de la realidad, que da forma a su realidad.

La novedad autorreflejante retratista concentra sus baterías en la intensificación tranquila del retrato de un muchacho estancado Cristhian que ejecuta perfeccionistas rutinas gimnásticas, en muchos modos alter ego del propio cineasta apenas dos años mayor, porque semeja ser hijo y estar sujeto a un desencanto amable y beneficiarse de un seguro amor por la tolerancia, el respeto señorial hacia la dignidad de seres de comportamiento vulgar sólo secretamente excepcionales que caracteriza y determina las mejores cualidades expresivas y humanísticas de la obra fílmica de Hernández, de diez maneras emparentadas con las del transexualizado Coral el exniñito prodigio vuelto entrenador coreográfico de íntimos festejos danzarines de 15 años y prostituto esquinero bajo los pasos a desnivel en el Quebranto (2012) de Roberto Fiesco (¿o era del sublime Giroberto Fiescobaldi?), el imprescindible productor de todas las cintas del mismo Hernández; he aquí, pues, el retrato de un fulgurante bailarín-prostituido por teléfono y en el antro de chippendale, elaborado con refinamiento cultural que se alcanza a duras penas pero nunca se ostenta, indulgente epicureismo, ironía escéptica, desinhibición total, multidimensionalidad por yuxtaposición, búsqueda en pasillos, soberbia elegancia que se esconde: como una respuesta grabada sobre la frente por fin en imposible silencio, inmediata, espontánea, férrea, elocuente en su concreción misma, con una desenvoltura ahora majestuosa.

La novedad autorreflejante retratista demuestra tácitamente que “La masturbación es tener sexo con nuestra persona más querida”, que “Enamorarse de uno mismo es el comienzo de un largo romance” y que “La vida no imita al arte, imita a la televisión, por eso es tan cursi”, en involuntario homenaje a los cálidos sarcasmos de las “Buhederas” del capsulista Guillermo Farber, aparte de que el héroe hipernarciso Cristhian parece estar pensando desafiantemente a cada momento: “Amo a las personas que me siguen queriendo a pesar de todo lo que saben de mí”.

Y la novedad autorreflejante retratista termina cambiando de tono, del valemadrismo a un principio de gravedad innombrable (tal como también lo estipulaba la presentación de los autoconscientes productores del film en los catálogos de los festivales: “Respuestas, dolorosas a veces, como todas las verdades”), al crear conclusivamente en el remate del corto y en corto una leve impresión de vacío, de mucho ruido para nada (“Picas aquí, picas allá, pero no siembras nada en ningún lado”), de microgeografía intransferible de la nada que verbaliza sin pathos alguno el propio personaje (“No tengo marido, no tengo padrino, tengo que rascarme con mis propias uñas y a ver hasta cuándo tengo mi negocio”), caminando, caminando, caminando en medium shot por una plaza con iluminación nocturna, abalanzándose sin motivo específico hacia una sostenida e inacabable cámara retrocediente, como una carrera infinitesimal en pos de la soledad, mientras las trompetas pueblerinas de la Banda Pedregal con “La barca de Guaymas” suenan coruscantes sobre un epígrafe en fondo negro (“Siempre estamos solos, más solos de lo que podemos imaginar... es la soledad auténtica: Rojo”), o sea a la busca y el encuentro, o quizá a la conquista de una soledad no sólo auténtica sino absoluta, esencial y desazonante.

La novedad del cine mexicano

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