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La novedad intercambiadora

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En Rumbos paralelos, ostentando como subtítulo Amor de mamá (Balero Films - Chacharitas Studios - Eficine 226 / 189, 100 minutos, 2016), sentimentalón largometraje ficcional número 20 del otrora exitoso excuequero capitalino de 62 años Rafael Montero (El costo de la vida, 1988; Cilantro y perejil, 1998; Corazones rotos, 2001; Fachon Models, 2014), con guion original de la videoactriz Sharon Kleinburg (quien se reserva aquí un incidental papelito de enfermera amable), la treintona madre soltera con exóticos ojos azules y acomodada dueña de un magnífico espectáculo actoral combinado con títeres Gabriela Mendoza Gaby (Ludwika Paleta enfáticamente insóplida) se apoya sobre su nuevo galán barboncillo omnicomprensivo Francesco (Arturo Barba) para celebrar en grande y por sorpresa el décimo cumpleaños de su cariñoso hijito actor por herencia Fernando Fer (Julián Fidalgo), mientras en otro rumbo de la ciudad el sufrido matrimonio clasemediero compuesto por los comedidos padres Silvia (Iliana Fox) y el asimismo barbón Armando Saucedo (Michel Brown) presencia el desmayo de su encantador niño pianista aquejado de una crónica deficiencia renal terrible Diego (Santiago Torres) durante el soplado de velas de su decenal pastel onomástico, sin sospechar siquiera, ni una ni otra microfamilias, que los dos niños han nacido el mismo 22 de septiembre de 2005 en el mismo hospital y que, tal como ahora lo admite en medio de un alud de disculpas medio sinceras medio reparadoras en lo monetario su atribulado director (Juan Ignacio Aranda), fueron intercambiados por un involuntario error pedestre, un reconocimiento que al parecer llega demasiado tarde, pues la especialista nefróloga Zúñiga (Diana Lein ciertamente doctoral) ha dictaminado que Diego requiere de un urgente trasplante de riñón y que los donadores ideales son sus genuinos progenitores biológicos de acuerdo con los exámenes de ADN, es decir (“Ninguno de ustedes está biológicamente relacionado con el niño”), una Gaby de inmediato a la defensiva, pero que al calmarse se descubre inelegible para donar el órgano porque sufrió de una hepatitis sin darse cuenta, o el célebre actor soberbio de regia hacienda Ricardo (Mauricio Valle) que hace sin proponérselo el mal tercio en ese certamen de galanes barbudos y nada quiere saber de la mujer que rompió con él sin decirle que estaba embarazada, pero que a la muy larga acabará compadeciéndose de su hijito carnal.

La novedad intercambiadora logra que todo pueda suceder luego de que los niños Fer y Diego hayan hecho buenas migas de inmediato, luego de que fracasen todos los intentos en suspenso para conseguir un riñón alternativo, luego de que los decepcionados Silvia y Armando se aceleren recurriendo a una tosca abogada (Pilar Ixquic Mata) para demandar en los tribunales la custodia de su hijo genuino, luego de que una jueza (Pilar Boliver) aplique la Ley en toda su dura inhumanidad para dictaminar que los niños deben ser recuperados por sus verdaderos progenitores (“La ley protege a los padres biológicos” hasta lo indeseable), luego de que Diego sea internado a causa de una crisis bárbara acaso terminal y que al salir de ella desconecte sus aparatos quirúrgicos para suicidarse cuanto antes, después de que Fer demuestre ser un estupendo actorcito pero aún mejor goleador en un semiprofesional campo de futbol infantil, y así, creyendo llegar de esa anecdótica manera a la punta más inervada del superficialísimo organismo fílmico.

La novedad intercambiadora plagia, deriva, se basa, rehace, glosa, se inspira, recrea, remite, reinterpreta o refríe, de manera flagrante y descarada, la situación base del inopinado intercambio de bebés que sobrevenía en la excelente cinta De tal padre tal hijo del alígero nipón Hirokazu Kore-eda (2013) y de sus imprevistas consecuencias antifolletinescas pese a sobrevenir otros intercambios y reacomodos y reajustes sobre intercambios antifamiliaristas convencionales y sugerentes rearreglos heterodoxos jamás definitivos y al infinito, aunque no para competir con esa parábola fílmica en lozana ligereza etérea, ni en desternillante ingenio entrañable, ni en suave ironía respecto a las férreas diferencias de clase en Japón (los enajenadazos, los jodidos), sino para revisar, reducir al absurdo tranquilizador y reenfilar melladamente aquellas deliciosas consecuencias hacia el más basto, inculto, ordinario, chabacano y previsible melodrama mexicanito acomplejado de situaciones extremas, reciclables y reblandecidas de antemano (“Ahora me vas a decir cómo le explicamos a Diego que no es nuestro hijo”), en torno a una amenaza física a un niño y su sensiblera inminencia de agonía ya con suero hiperchantajista y urgentes diálisis para limpiar de toxinas su sangre envenenada, pero un melodrama que se cree exacto lo contrario: un sutil, culto, pulido, excepcional y sorpresivo drama intimista y depurado en torno a las emotivas situaciones cotidianas de un pudoroso intercambio de bebés ya irremediable.

La novedad intercambiadora tiene plena e ilusa confianza narrativo-discursiva en la fábula dulzona, pues para eso están ahí la sentimentalista complicidad igualadora de clases sociales, la dirección conformista de archiconvencionales actores de mera pose acartonada, la idea de la felicidad doméstica como apapachadora ñoñez exaltada hasta la euforia y el revolcón, la cegadora confianza ciega en los designios supremos (“A veces las cosas pasan para algo”) y esa supuesta postura ahondadora de emociones esquemáticas y seudohumanista (“Un papel no te va a decir quién eres”) del autobocabajeado director Montero, que no levanta, ni quiere ni puede levantar, por encima de una paratelenovelera e intercambiable factura correcta, con fotografía reacia tanto a inventivas como a estridencias visuales o a prodigiosos malabarismos virtuosísticos o a efectismos o a innovaciones tecnológicas o a cualquier búsqueda expresiva de Erwin Jaquez (el mismo camarógrafo del exquisito Sabrás qué hacer conmigo de Katina Medina Mora, 2016), edición de Óscar Figueroa con morosidad de espaldas a cualquier abuso rítmico sea subliminal o contemplativo, música sacarinosa de Diego Westendarp recurriendo a enmieladas baladitas vehiculares, aterciopelado diseño de arte calurosamente realista epidérmico de Xenia Besora Sala (también de importante colaboración en Sabrás qué hacer conmigo) y sonido chato de Mauricio López que se sueña tan perpetuamente ansiogénico y acezante como el intercambiado relato plasta en sí.

La novedad intercambiadora rompe con lo anodino de su ejecución en algunos momentos privilegiados, tales como el rollo de la luego diluida heroína Gaby durante una verosímil conferencia de prensa en la que hace una articulada defensa vehemente de los títeres como algo más que simples juguetes para enriquecer la imaginación y los valores artísticos del niño, los instantes de comunicación y frescura de los niños a solas mostrándose los tesoros de su alcoba, el póster de un thriller incipientemente violento de Valentín Trujillo para ambientar la condición de ídolo del padre hacendado, los dollies laterales de bienvenida o recorrido o de unión entre dos elementos distantes o de separación-excusión con que se acompaña elegantemente de repente a los personajes para pasar del exterior a un interior o en interiores, el desfile de rostros declarantes en un montaje seriado a punto de la subliminalidad, la puesta en irrisión de las maquinaciones abogansteriles para nada (“Conseguimos la custodia de Fernando, ¿no?”), esa voluntad de ridiculizar con delicadeza distanciante-extrañante ciertos grandes lugar comunes de los viejos culebrones del género “La verdadera familia está en la sangre” y barbaridades por el estilo, o esa engañosa y magnífica elipsis abierta desde el nosocomio que parece remitir a una falsa muerte del debilitado Diego hasta con panning conclusivo sobre un cielo listado.

Y la novedad intercambiadora culmina de manera tan parca cuan apoteótica con un final forzadamente esperanzador, permutable con el de cintas posmilitantes de izquierda como Seguir viviendo de Alejandra Sánchez (2014), aquí también por paradójico y forzado ablandamiento colectivo, tras ver conmovedoramente jugar futbol a los niños y alcanzar su impulso un remate unanimista, en la confluencia de los Rumbos Paralelos, para festejar el undécimo cumpleaños conjunto de los dos vástagos por fin juntos y aliados, al lado de un padre biológico-factótum que muestra la cicatriz de la extirpación de uno de sus riñones con admirable discreción todovinculadora.

La novedad del cine mexicano

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