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Lado A: La novedad autorreflejante ficcional

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En Yo soy la felicidad de este mundo (Mil Nubes Cine - Foprocine / Imcine / Ruta 66, 122 minutos, 2014), estremecido quinto largometraje del excuequero director gay mexicano por excelencia aunque desgraciadamente con producción cada vez más muy espaciada de 42 años Julián Hernández (Largas noches de insomnio, 1998; Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, 2002; El cielo dividido, 2006; Rabioso sol, rabioso cielo, 2009), con guion de Emiliano Arenales Osorio (el seudónimo del realizador, al tiempo que su heterónimo, cual homónimo del protagonista), Ulises Pérez Mancilla y Sergio Loo, el guapo cineasta treintón incontrolablemente aficionado a las drogas y a los muchachitos Emiliano Arenales Osorio (Hugo Catalán barboncillo) se siente atraído, durante el rodaje de un elaboradísimo documental sobre la sexagenaria maestra de danza medio reverenciada medio odiada Gloria Contreras (ella misma confesándose medio reverenciada medio odiada), por el joven bailarín en trance de recuperarse de cierto lamentable esguince en una pierna Octavio (Alan Ramírez de playerita roja), sostiene con él un instantáneo primer escarceo erótico, se hace invitar también por él a la fiesta donde canta blues con delgada voz sensualosa la bisexual Sunny (Andrea Portal) en pareja lésbica con la asimismo bisexual María (Rocío Reyes), lo lleva a pasar la noche en su depto-estudio y, muy poco después, lo busca por celular, vuelve a verlo y lo invita a quedarse a su lado de manera casi permanente, entusiasmando al chavo, que va cediendo con lentitud pero con firmeza, a las solicitaciones del flamante compañero mayor (“Nunca me dijiste por qué me llamaste” / “Menso, tú tampoco me lo dijiste”), pero no por ello Emiliano deja de tener otros ligues, con los que comparte estupefacientes, vagamente en busca de inspiración para “encontrar la belleza más allá de lo aparente”, por lo que inevitablemente empieza a dejar esperando al fiel Octavio en su refugio común, jamás concurre a verlo bailar, cesa de contestarle sus mensajes o de responder a sus llamadas, orillándolo a la impaciencia y el hartazgo, la fatiga y el desamor, dejándolo en manos de Sunny y María que prácticamente lo rescatan en una calle nocturna, le dan asilo en su depto y lo hacen participar en un intempestivo trío etílico-bisexual, logrando que, olvidándose de su traumática experiencia amorosa reciente, el chavo humillado y ofendido recupere ánimo suficiente para someterse a una ardua rehabilitación fisioterapéutica dentro de una diminuta piscina y luego postule de nuevo para un puesto como bailarín en el conjunto profesional de una selectiva coreógrafa madura (Giovanna Zacarías), en tanto que el cineasta, medio adicto medio masoquista libertario, se concentra en su obsesivo-compulsiva creatividad onanística y en sus ligues, espontáneos o mercenarios, cada vez más sórdidos, como Milton el tipejo vicioso (Iván Álvarez) que deja al drogado Emiliano resbalándose en el encierro de su propio cuarto de baño, y como ese chico con el que ahora comienza a relacionarse, en forma otra vez intolerablemente fija, aunque de plano insatisfactoria: el vulgar sexoservidor sin sesoservidor posible Jazen (Emilio von Sternerfels), conectado por celular, bonito pero ignorantazo insensible (“Te imaginaba más viejo, porque eres famoso, tu película la vio todo el mundo”) y de pronto en asombroso / autoasombrado retiro de su oficio, reproduciendo así Emiliano el mismo patrón de conducta que lo había unido al buen vulnerado Octavio en crisis, exasperándose, extrañando a ese bailarín al que comenzaba a amar y quien sin duda lo amaba, añorando los buenos momentos en que cantaban juntos una balada del joven José José sentaditos al filo de la sublime cama plenamente identificados en un instante supremo (“Dos”), yendo a buscarlo a la salida de una función dancística (“Nunca me habías visto bailar”), declarándole de sopetón su amor y su necesidad de compañía, siendo rechazado pese a todo (“Yo también te amo”), exponiéndose a sorprender al infeliz Jazen ensartado con su amigo cliente de emergencia Jonás (Gerardo del Razo), expulsando de su depto a ambos y quedándose a musitar y canturrear ante el monitor con cópula nostálgica su decepción / autodecepción amorosa una vez más (“Dos” vuelta obsedente), más solo que una bestia herida.

La novedad autorreflejante ficcional se estructura como un relato de emoción intensiva, pero nunca meramente lineal, ni segmentaria básica, claramente dividida por la mitad para transferir su enfoque protagónico tristón del melancólico Octavio sólo pelos-de-púa cuando festeja al decadente atormentado Emiliano sólo excitado-excitante cuando liga, un atisbado retrato incompleto de cierto puñado-estrato de criaturas parte huecas, parte palpitantes, parte desazonadas, que relevan a otra análoga parte ociosa, parte zombiesca, en una construcción convulsiva que es un work in progress, que es rompecabezas infinito que se va armando y se inventa (o se reinventa) a la vez.

La novedad autorreflejante ficcional narra ante todo las aventuras, peripecias y vicisitudes de la cámara virtuosística con maniáticos dollies del formidable fotógrafo excuequero Alejandro Cantú dando vueltas desatadas e imparables sobre sus personajes, cumpliendo funciones, siempre de unión y descubrimiento inesperado, envolventes, detectoras de miradas significativas o de complicidad coqueta en el fondo insospechado de backgrounds recién creados o de frontgrounds ídem, o las más de las veces creando un frenesí de visiones móviles que van del ensimismamiento sin autocomplacencia a la artificialidad sensorial y de ahí a la sensación de virtuosismo vuelto sistemático y asombro codificado, en giros y más giros, en giros de un ballet visual que parece duplicar el que añoran los impulsos de Octavio, en giros que se consuman plásticamente en los interiores con rieles para travellings circulares (caso del estudio de la extinta Gloria Contreras para sus extrañas calistenias) o bajo los nubarrones del Espacio Escultórico de la UNAM (caso del maestro de danza), en giros que también separan después de unir figuras, en giros para intercambiar el punto de vista y el eje situacional de referencia, en giros que replican el frenesí de las relaciones líquidas, en giros valoradores a contrario porque contrastan brutalmente con los planos fijos muy cerrados (ese arranque con Octavio inmóvil al ras de una plancha para revisión médica cual cadáver de morgue que de repente abre un ojo desmesurado, esos planos frontales de la alcoba de Emiliano con fondo de lúbrico monitor encendido, ese ejercicio ritual del bailarín recuperado dando la espalda a sus examinadores, ese enfoque todoabarcador de los azotes íntimos en el baño con tina estranguladora), en giros abigarrados entre desenfoques y reenfoques desmembrados o desmenuzados pero siempre inestables, en giros de una ronda erótica sin cesar recomenzada, en giros rebotando entre figuras-personaje que de súbito entran en trance pulsional-erótico-preorgásmico, en giros asumidos como impúdica escoria de arquetipos icónicamente homenajeables (la gigantesca foto promocional en blanco / negro obsequiada por Octavio, las enormes portadas de discos de Judy Garland y José José o las evanescentes parejitas sesenteras-setenteras a punto de perder de nuevo La otra virginidad del malogrado Juan Manuel Torres en 1974), en giros presurosos por pelar la cebolla de esbozados cuerpos sulfurosos sin núcleo, en giros que constituyen una metáfora evidente del remolino de la emotividad y de la vorágine de las pasiones (como se diría en la Época de Oro del cine nacional) y de los ligues en trance de estallar o deshacerse, en giros para descobijar en erizada flagrancia a las almas fatigadas bajo sus hirvientes o reverberantes envolturas carnales, en giros que rizan el rizo melancólico y mortecino, en giros parcialmente suspendidos por un uso persistente de los fondos oscuros y absolutamente cancelados por el close up terminal de un Emiliano por completo descompuesto.

La novedad autorreflejante ficcional incluye, cual influencia heterodoxa de las conjunciones a fuego lento entre líneas narrativas del polaco Krzysztof Kieslowski (El decálogo, 1988; La doble vida de Verónica, 1991) o del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Malestar tropical, 2004) por ejemplo, un film completo que supuestamente está revisando en su monitor doméstico el cineasta Emiliano Arenales Osorio exacto en el punto medio y de inflexión dramática del film, un cortometraje de su presunta autoría con duración integral de 30 minutos (intitulado Dos entre muchos: unos muchos que son o se vuelven tres multiplicados, elevados a la enésima potencia por ellos mismos), una verdadera película dentro de la película, una obra de transferencia metafísica que salta doblemente porque está interpretada por personajes muy secundarios del relato y porque se halla expresada con otro estilo por completo distinto (verborrágico, muy gráfico) al que hasta entonces se había estado desarrollando, a modo de intermezzo, contrapunto o gran collage inserto, para narrar no exactamente una orgía, sino un partousse azotado en forma de trío en el que suceden y se muestran todos los acercamientos probables e improbables, toda la combinatoria posible, entre los tres personajes, una linda chava con estampado vestidito solferino minúsculo (Andrea Portal en un segundo papel) y un par de chavos de antojadizas nalgas omnidispuestas que encabeza cabizbajo el actor hierático Andrés de antemano derrumbado (Gabino Rodríguez cual extraviado prófugo del cine repetitivo de Nicolás Pereda) y que emblematiza un fornido objetote masculino Milton a la largo de una noche y en un espacio cerrado por ateridos ecos resonantes (“Esto es una grabación, me escucho decir: por favor deje recado, aquí no hay nadie, si una voz dejara, no estoy, escucho pero no estoy, soy un hueco que se escucha a sí mismo, no decir nada, un balbuceo, un hueco, un cuerpo yo, desnudo como un santo atravesado por las flechas, olvidado en este nicho vacío, un santo vacío en un nicho, en un aparador de moda, en un congelador de supermercado, carne helada caducando, yo”), todos haciendo perturbadamente pero con notable precisión lo que no había hecho el personaje de Octavio con sus fantasiosas anfitrionas de una noche Sunny y María, una idéntica situación reconvertida en movimiento perpetuo y permitiendo hasta top shots de la Pietà intempestiva del protagonista Andrés ahorcado con su propio cinturón (“No tengo aire, que dé mi voz, ni siquiera un pequeño grito”), una fantasía alternativamente épica y lírica de cogidas que se mantienen en la tensión copulatoria entre Eros y Tánatos porque están reguladas / saboteadas / trascendidas por las incallables voces divagantes en off de los atribulados participantes presentes en el porno soft paralógico (“Soy otro, soy tú, ser otro en tu cuerpo” / “Aquí ya no hay nadie”), una serie coleccionable de traslaciones y trastrocamientos de personalidad a partir de sus dispuestos estados previos y propagables, la superposición de una historia efervescente con una no-historia febril sin conexión posible entre ambas al margen de todo orden lineal o racional, un colapso prolongado a través del cual parece estarse investigando sin proponérselo ese punto climático del cuerpo sin órganos deleuziano-guattariano en que el goce hedonista se encuentra desplazando a morir cualquier elección sexual previa.

Y la novedad autorreflejante ficcional opera los devenires, alzas y caídas del alter ego del realizador, con edición propia (bajo su advocación de Emiliano Arenales Osorio), música neopopulachera de Arturo Villela y abstraída dirección de arte de Jesús Torres Torres, para contemplar el derrumbe final, nervioso y desquiciado, de Emiliano atisbado de ligue en las escaleras de un obsedente puente peatonal, Emiliano embotado deslizándose por la pared de la calle en tinieblas, Emiliano desolado y en estado de yecto hacia otro espacio-tiempo cual viaje iniciático al revés, Emiliano presenciando una final cogida en el background como si apenas la imaginara o soñara, Emiliano rechazando compartir al amigo de su chichifo (“¿Quieres?” / “Dile que se vaya”), por una vez renunciante e indiferente al placer inmediato, pues no se necesitaron muchos años de amargura para que su vislumbrado amor muriera, como lo certifica un conclusivo envío-epitafio de los que acostumbraba el inmaduro cine juvenil de Hernández para resumir el sentido de la trama, hoy una trama nunca antes menos nebulosa, pese al lamentoso fondo negro ¿de luto por sí misma? (“Por este camino llegué a la desmesura. Mírame. Soy el mismo que gritaba. Rojo”).

La novedad del cine mexicano

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