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La novedad esperpéntica

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En la coproducción con España La calle de la amargura (Productora 35 - Foprocine / Imcine - Wanda Visión - Equipment & Film Design - Alebrije Cine y Video - Cinema Máquina, 99 minutos, 2015), neopóstumo opus ficcional 28 del persistente veterano sobreviviente del priismo echeverrista de 73 años Arturo Ripstein (desde el prometedor Tiempo de morir, 1965, hasta los infumables El carnaval de Sodoma, 2006, y Las razones del corazón, 2011), con impertérrito guion más dominante que nunca de su esposa-colaboradora habitual Paz Alicia Garciadiego basado en un hecho verídico de la nota roja chilanga (donde perdieron la vida los luchadores profesionales Espectrito y La Parkita en un hotel de paso de la Delegación Cuauhtémoc) ahora adornada con sendos harapos literarios, la famélica prostituta sexagenaria que al envejecer ajadísima se ha visto despojada hasta del sitio preferencial donde ejercía su oficio hoy ocupado por sexoservidoras chamacas Adela (Patricia Reyes Spíndola) sobrevive explotando a una anciana mendiga anónima y baldada (Leticia Gómez Rivera) a la que aloja en su cuchitril para arrastrarla por las mañanas hacia lugares estratégicos donde ejercer su lucrativa actividad, pero un mal día se le ocurre entrar en complicidad con su vecina también prostituta jodida con marido travesti a escondidas Dora (Nora Velázquez) para narcotizar y esquilmar de sus billetes, al salir de una pelea nocturna en la arena deportiva, a los gemelos luchadores enmascarados enanos Alejandro La Muerte Chiquita (Juan Francisco Longoria) y Alberto El Akita (Guillermo López), ambos tiránicos madreadores de sus esposas de estatura normal y ambos edipizados por su madre Doña Epi (Sylvia Pasquel), pero con tan mala fortuna para las güilas asaltantes que, ya saciados uno y otro en el hotel de paso Laredo, la dosis de gotas para los ojos utilizadas como narcótico resulta excesiva debido a su tamaño, por lo que, cuando esos artistas del pancracio amanecen difuntos, las turbulentas parcas involuntarias huyen despavoridas y se refugian en sus respectivos cuchitriles, al lado de sus seres amorodiados, sólo para ser denunciadas por algunas frustradas hembras testigos de sus fechorías ante el Comandante investigador entregado a profundas cogitaciones taradas (Eligio Meléndez) y su servil ayudante narciso Juanes (Alberto Estrella), quienes lograrán aprehenderlas paralizadas por el miedo y el entredevoramiento moral entre ellas.

La novedad esperpéntica recurre y saquea por fin abiertamente al esperpento, esa dramatúrgica degradación sistemática de la realidad hasta lo grotesco y lo grandilocuente en función y la pesadilla vivida que funde al ser humano con su más íntima condición bestial y que encontró en el poeta-ensayista gallego Ramón María del Valle Inclán (1866-1936) sus mejores momentos teórico-prácticos y su máxima expresión retórica en virtud de sus piezas Luces de bohemia y Divinas palabras (ambas estrenadas en 1920), y es precisamente de esta última obra de donde flagrante y plagiariamente proviene el personaje de la anciana mendiga vencida y atada a un carrito de ruedas hoy inverosímil para llevarla por las calles rumbo al inmostrable punto en el que debería y podría ejercer su oficio a sus anchas, para abuso monetario siempre insatisfactorio de la cruel Adela, la cual, sin embargo, en un rasgo quasi dignificante, al ser detenida por la fuerza pública y ante la obligación de abandonar a la vieja, se apiadará de ella y le aplicará una misericordiosa eutanasia con las sobrantes gotas oculares exterminaenanos que se había guardado por costosas, para evitarle el sufrimiento y el desolador desamparo sin ella, pues el ácido-biliar humor negro misantrópico va a prevalecer y encresparse a consecuencia de los retorcimientos del esperpento, ese esperpento que sirve de tapadera y excusa de los despectivos delirios miserabilistas y el abierto refocilamiento en las ideas aberrantes de Garciadiego-Ripstein, o mero esperpento-velo deforme y retorcido, esperpento-violento simulacro de eyaculación precoz de la amargura impotente, esperpento-narcisismo viéndose la idealizada fealdad del ombligo impune, esperpento-amorfo arte insano sin posibilidad de estilización realista ni de grandeza crítica, esperpento-extravagancia hueca en andrajos autosuficientes, esperpento-desaliño y pésima traza, esperpento-coartada plural para abaratar el tríptico conceptual posbuñueliano humor subrepticio-muerte irónica-ternura al revés.

La novedad esperpéntica pronto se descubre sumida e inasumida como vil esperpento-pretexto para insertar, amontonar y percudir las pomposas e impronunciables frases seudopopulares que acostumbran ser la marca de fábrica de la casa auspiciadora y de la gongorina fiera que la habita, gracias a las cuales los repugnantes personajes existencialmente hundidos “se limitan a recitar diálogos insulsos, falsos, absurdos y pretenciosos que resultan ajenos a la manera de expresarse de los habitantes de los barrios bajos marginales de la capital mexicana”, asegura la aguda cinecrítica Julia Elena Melche (en el blog 432 Magazine, 18 de marzo de 2016) y se pregunta “¿Qué prostituta de La Merced, de Tepito o de la Candelaria de los Patos, o sus alrededores, dice: ‘Huelo el engaño, me lo huelo de lejos’, o ‘Los años pasan pero el cariño arraiga’, o ‘No es hora de andar en la comedia’, o ‘Todas las noches hay trasiego’, o bien ‘Si la cosa física no te funciona’, cuando Dora se refiere al pene de su adiposo marido?”, en suma la cinta cede a una intemperancia verborrágica, que preside y ahoga la narración, antes de “naufragar en lo meramente anecdótico”(Melche dixit) y aborrascarse en su resolución policial intuida como un simple “Ya me cayó el veinte”.

La novedad esperpéntica se solaza, entonces, en multiplicar figuras demandantes de paciencia inhumana en actitudes y situaciones de nunca acabar y peor oír, tales como la figura alevosa de la madrota Márgara (Emoé de la Parra) muy perra que regentea el puterío barrial merced a la fuerza que le da un séquito de obsequiosos maleantes homosexuales que se la pasan acariciándola y anticipándose a sus deseos atrabiliarios, la figura conmiserativa de la inerme anciana mendiga sin razón ni voz a la que debe amarrársele un trapo sobre el rostro para que no espante el contiguo sueño ajeno y sólo alcanza a canturrear cuando por equivocación se siente apapachada o agradece las gotas letales que Adela le da a beber, la figura despreciable y autocasticagada / autocagada del compulsivo travesti irónicamente autominimizado Máximo Max Max (Alejandro Suárez) cuya bisexualidad clandestina o abierta de todos modos su esposa la tolera por el poder de su falo omniamparador aunque por él mal asistida después de malagasajarse con la clientela, la figura matapasiones de la patética Adela confesionalmente tatuada en los muslos que muestra cual pordiosera de Viridiana (Luis Buñuel, 1961) al bailotear muestra calzones blancos a requerimiento de los enanos para hacerse dignos de rodearla después como a una Inmaculada Virgen María o Pietà supraevangélica dejando que sus Niños se acerquen a Ella, y rizando el rizo de ojetez vital, la figura bicéfala misma de los enanos intercambiables que nunca se quitan la máscara como si se ocultaran detrás de ellas cual si kierkegaardianamente sintieran culpa por ser como son, la figura medrosa de la recepcionista del hotelucho-boca de lobo sádica con los clientes de capacidades diferentes pero masoquistamente agachona ante los policías interrogadores chafonamente detectivescos y abusivos, la figura delatora por noble impulso visceral juvenil de la roñosa dependienta farmacéutica con bata blancuzca y espontánea servidumbre policial tras un premonitorio enrejado carcelario (“Son ésas”), la figura repelente de la ultraedipizante madre ruin de los gemelos enanos de los que explícitamente se avergüenza en todo momento de haberlos engendrado pero aun así los oprime y estafa cual estereotipada progenitora arquetípica mexicana tan sobreprotectora y chantajista cuan posesiva y castrante cuanto tu chingada madre, la figura ejemplar de la esposa escurrida tan guanga como su camisón usado a perpetuidad Zema (Arcelia Ramírez) a quien su marido enano acostumbra agarrar a merecidos putazos sin motivo en cada ocasión y encuentro cual punching bag disputado por el relato, y la figura infaltable-insigne-intachable de la hijita púber de Dora (Greta Cervantes) no erotizada sino ya erizada y efervescente en la putería al iniciarse tras los tinacos porque ése es el mejor sino de los destinos posibles para bien del trasnochado machismo prevaleciente e irrefutable para la pareja Rip, todo ello sórdidamente atendido como en caprichoso bazar hediondo por la derrumbada dirección de arte de Marisa Pecanins, el vestuario en jirones de Laura García de la Mora, los maquillajes remarcados de Carlos Sánchez y los peinados modelo sierpes de Medusa de Guadalupe Ramírez.

La novedad esperpéntica logra así, por esa vía, dar rienda suelta, desenfrenar y encabritar sin reservas ni miramientos la misoginia habitual de las ficciones de la pareja Garciadiego-Ripstein, como si quisiera demostrar con la mayor contundencia que las películas más misóginas de la Historia del cine nacional son las concebidas, escritas por mujeres y vueltas sin piedad ni tregua migraña fílmica (para redondear la tendencia habría que añadir las viejas películas de la realizadora interruptus hoy secretaria vitalicia del sindicato de trabajadores cinematográficos nacionales Marcela Fernández Violante), pero además, y esto tampoco es novedad, alcanzar paradisiacos infiernos de menosprecio y odio a la diferencia (“Dios los castigó: por eso nacieron disminuidos”) y, algo inesperado, en contraste con el clásico antihomofóbico El lugar sin límites de José Donoso filmado por Rip en 1978 (con guion sin firma de Manuel Puig): el nuevo ingrediente de una rampante homofobia como hemofílica dimensión fundamental de la trama garciadieguista-ripsteiniana, la retrogradante homofobia vehiculada por la insinuación incestuosa de la relación entre los enanos gemelos, por los sicarios efebos de la proxeneta barrial y, sobre todo, por un personaje clave cuya presencia y cuyo acercamiento lo muestran despreciable per se, el compulsivo lilo travesti vergonzante-feo-viejo Max que para fajar con un chamaquito tras una cortina mingitorial viste las mejores galas (brasieres, minifaldas) destinadas por su sexoservidora mujer para salir a talonear y que por esa razón estalla agraviada numerosas veces en obsedente y sagrada furia.

La novedad esperpéntica usurpa en beneficio casi gratuito la fotogenia en blanco / negro del viejo cine expresionista alemán de los años veinte y el cine realista callejero que lo parasitó arrinconado bajo el fatalismo tremebundo de cualquier Escalera de servicio (Leopold Jessner y Paul Leni, 1921), ya vuelto una ociosa colección de gastados recursos bastardos y decrépitos efectos visuales, sólo para un muscular lucimiento pulsional del formidable camarógrafo excuequero Alejandro Cantú, mucho más inspirado en las cintas realmente avanzadas del triunvirato milnuboso conformado por Julián Hernández-Roberto Fiesco-Giovanna Zacarías, e incluso en las cintas estilísticamente muy diversificadas (en la comedia musical rural-juangabrielesca ¿Qué le dijiste a Dios? de Teresa Suárez, 2013; en la sátira rucorroquera Eddie Reynolds y Los Ángeles de Acero de Gustavo Moheno, 2014; en la antidiscriminadora fantasía melódico-feminista El Alien y yo de Jesús Magaña Vázquez, 2016), pero de cualquier manera ahí están para llenar el ojito compensatorio, y crear el embozado esbozo de la perfección plástica a base de efectos de claroscuro y steadicam desalmados, el ritual del caos de un verdadero laberinto-ejercicio pesadillesco, los interiores cochambrosos, las escaleras precipitadas, los atrapantes pasillos, la red de sombras amenazadoras, los muros corroídos, las famélicas esquinas punzocortantes, las ventanas chuecas, los duplicadores espejos inoportunos, las filas sonámbulas de los fregaderos ayunos de lavanderas, el alumbrado cenital para que la amantísima madre escancie la bendición a sus hijos minúsculos a ambos lados de la mesa del comedor, el ascenso al ring entre neblinas encandiladoras, las luces emergentes desde el cuadriculado suelo-tragaluz de la interminable recepción del hotel, aunque también se encuentran presentes, gracias al mismo talentoso Cantú desatado y dejado a su propio ímpetu visionario si bien un mucho en el vacío, el supermedido ritmo interior de cada plano, la danza macabra de las figuras en el seno de todo encuadre deliberadamente (que no propositivamente) corroído, los fantasmagóricos retrocesos de la cámara en las escenografías reales o inventadas mas siempre reventando de improbables y desplomándose de artificiales, los top shots penumbrosos del cuadrilátero y el invariable sigilo impasible ante las hileras de butacas numeradas de la arena sin gente, y last but not least los paulatinos oscurecimientos (bien valorados y urdidos sin problemas por la morosa edición del director y Carlos Puente) al maniático final jamás tajante de la mayoría de las secuencias.

La novedad esperpéntica sólo consistía quizá en su capacidad de caer en todo aquello “que el genio de Buñuel supo evitar en Los olvidados”: el “desfile de abyecciones”, un “apéndice inflamado y grotesco de lo que ya consigna la prensa sensacionalista”, “algo voyerista y ocioso”, y “la complacencia” que en realidad es autocomplacencia (Carlos Bonfil en La Jornada, 18 de marzo de 2016), además de apenas conseguir y consignar el despliegue sin involucramiento ni convicción de un mundo siniestro e inverosímil que se extiende contra el deporte de la lucha libre a base de lúbricos enanos sempiternamente eliminables con gotas oftálmicas por angélicas putas exterminadoras cuya malignidad lumpenhirsuta empalidece a fin de cuentas ante la de cualquier capítulo desprendible de la serie Capadocia o cualquier episódico lance castrante de Las Aparicio (más la telenovela que la cinta en ella basada y dirigida hacia 2015 por Moisés Ortiz Urquidi con desviado guion femiactivista engañoso de la penetrante radical Lucía Carreras), un mundo como de costumbre en Garciadiego-Ripstein de sinuosos planos secuencia sin necesidad alguna y grandilocuentes verborreas archimelodramáticas-truculentas-impronunciables como de costumbre en Garciadiego, un mundo ya ofrecido gratis en la plataforma digital oficial filminlatino.mx coincidiendo con la exhibición del film durante su desairado paso por la Mostra de Venecia en 2015 y alcanzando tan sólo 2300 visitas aunque el producto fuera inmejorable como Tratamiento Ludovico de Naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971) en irredimible versión carroñera.

Y la novedad esperpéntica concluye sorpresiva y arbitrariamente con una canción francesa muy cincuentas en voz del panhispánico tenor populachero Luis Mariano (tomada del film Le chanteur de Mexico de Richard Pottier, 1958), envidiando la presentida gracia exotista de una opereta-kitsch que nunca alumbró ni se vislumbró siquiera en el relato, en ese femiesperpento-escarnio propio vuelto del revés, en ese femiesperpento-vehículo atropellado de valores negativos posnaturalistas, en ese femiesperpento-guiñol poblado de rejas dispuestas para las embotadas asesinas monstruosas (“Siempre hemos andado por la calle de la amargura”) que finalmente se perderán por un pasadizo sembrado de rejas (“Tengo miedo, mucho miedo”), en ese femiesperpento-ámpulas grises que se despliegan como abortadas semifantasías de albañal, en ese femiesperpento-excipiente inane y tieso cual anticipo del rigor mortis de antemano putrefacto.

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