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La novedad luciferina

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En la coproducción con Bélgica Lucifer (Mollywood - Películas Santa Clara - Mantarraya Producciones, 108 minutos, 2014), tan irritante cuan seductor tercer largometraje del esteta experimentalista flamenco de 29 años Gust van den Berghe como última parte de una trilogía fantástica (junto al Pequeño niño de Flandr, 2010, y el Pájaro azul, 2011, y antes del mediometraje Nacimiento azul, 2015), radical y erradicalmente basado en el hostil poema épico-trágico Lucifer del escéptico dramaturgo político-religioso Joost van den Vondel (1587-1679) del fundacional teatro neerlandés barroco del siglo XVII, el desencajado ángel ambivalente Lucifer (Gabino Rodríguez, quién más, tan ufano cual si se interpretara a sí mismo) ha rebotado, dentro de su viaje-caída del cielo al infierno, en el pueblito michoacano de Angahuan, perdido al pie del volcán Paricutín, para descubrirle a sus habitantes dedicados al pastoreo una escalera colgando del cielo (“Yo misma la vi”) al lado de la nueva iglesia en proceso de construcción por el exigente párroco cura ensimismado (Sergio Lázaro Acosta), asentarse por un momento en la humilde choza del taimado septuagenario por varios años tullido Emanuel (Jerónimo Soto Bravo), quien no tardará en ser sanado por el huésped, pues sólo se fungía paralizado para dedicarse a la bebida y al juego de azar, dejando la atención del rebaño al cuidado de su también añosa hermana Lupita (María Acosta) y de la nieta de ésta, la joven y bella aborigen María (Norma Pablo), quienes creen con fervor en esa mágica sanación que exacerba a otros enfermos y es celebrada por la pequeña comunidad con una gran fiesta, de bailongo callejero bajo guirnaldas de papel picado e inspiracional júbilo alcohólico por la múltiple ocasión bienhechora, pero el ángel pronto desaparece y sólo puede ser rescatado en sueños por sus anfitriones, o por la memoria viva de la ingenua María que ha quedado embarazada de él, antes de que el viejo parta un día hacia la cima del volcán para purgar sus pecados con un bajada al infierno tirándose desde el ventanal abierto en unas ruinas, mientras los pobladores deben conformarse con la gigantesca torre de la iglesia que edifica el cura y Lúpita y María, las santas mujeres deudas de Emanuel permanecen como crédulas viudas indefensas, a merced de un satánico alguacil judicial representante del gobierno (Fernando Silva) que, ávido de cobrar las impagables deudas monetarias del anciano, pronto las emplaza legalmente y las despoja de su morada, obligándolas a vivir errabundas por las laderas volcánicas, hasta que Lupita sea obligada a participar en una fatídica procesión penitenciaria con otras mujeres, sólo para ser acogida por un ángel blanco en la ribera de un río, rumbo al más allá, y María merezca el disfrute a solas del milagroso parto de un bebito.

La novedad luciferina debe ser proyectada en formato circular ya que ha sido filmada de acuerdo con el sistema Tondoscope creado sólo para este original proyecto por el director de fotografía Hans Bruch jr., cual si retomara el empleo único, constante, tenaz, invariable, monomaniático, de una sola mascarilla en forma circular de la Venus (2006) del fervoroso documentalista etnoantropológico Juan Álvarez (y más lejos del encarnizado carnaval de mascarillas del Ernst Lubitsch silente), para significar, al igual que él, una especie de largo tubo visual a través y desde donde no se mira ni observa la realidad social, sino sólo se le atisba, a la distancia y sin involucrarse con ella, en sus mutaciones inasibles, en su falta de fijeza y en sus imprevisibles derivas a simple vista arbitrarias, incompletas, inabordables en su esencia, a semejanza de las redondísimas lunas llenas pendientes del tenue firmamento azul absoluto o las visiones panorámicas totalizadoras, realidades circunscritas e inscritas, divisadas por un telescopio y un microscopio a la vez, atrapadas al interior de un círculo, un círculo que admite todas las fugas y las conformaciones, un encuadre renacentista para capturar sólo una ínfima parte de la realidad incluida (los pies vendados del viejo saliendo de la cama o sus brazos derrumbados en sus flancos) o el escape onírico a un mundo literalmente de cabeza o las siluetas de la procesión recortándose en la cumbre volcánica como una bergmaniana danza macabra cargando un ataúd al frente, o para abarcar la panorámica visión de totalidad del firmamento cintilante desde una toma a contrapicado con gran angular de 360 grados, o para transformar en mascarones hieráticos todos los rostros en big close up, aunque los instantes más memorables de la parábola serán quizá ese contundente esbozo de accionamiento de la cuerda del campanario desde un pastizal de la montaña, esa delicada caricia inconclusa de María a los pies del falso tullido esperpéntico, ese colorido tumulto de hembras enrebozadas espontáneamente de rodillas en el terraplén con los brazos en cruz, esa media lengua del baldado con muletas solicitando el presunto beneficio angélico a la puerta de la choza (“¿Es cierto que se requiere un ángel que me pueda curar?”), o esa amenazante rotura de una botella de leche dentro de una bolsa del mandado que resuena en medio de la vastísima nave de templo vacío.

La novedad luciferina lleva así la postura simbolista-esteticista-experimentalista-seudonaturalista de la trilogía de Van den Berghe (ahora vuelta tríptico parapictórico o un retablo) hasta sus consecuencias últimas y extremas, dándole a la pobreza rural michoacana un tratamiento análogo al que recibió la miseria africana en Pájaro azul o la propia depauperación flamenca en Pequeño niño de Flandr, fotogénicamente bella intervenida-residual a rabiar, mentirosamente capaz de exasperar y hasta de sublevar al enfocársele desde una constreñida y limitada perspectiva social o quasi ideológica abstinente u omisa, muy bien servida por los tres episodios o actos en que se divide la acción poema-dramática antimiltoniana (“Paraíso”, “Pecado”, “Milagro”), por la edición de David Verdurme laxa a desesperar aunque multidimensional en sus notaciones y hasta en sus intempestivas anécdotas colaterales, por diseño de producción y dirección de arte y vestuario de la infalible milusos Natalia Treviño (con el auxilio de Pablo Garza Sepúlveda), por la lujuria antisolemne-coloquial de sus soliloquios rollerísimos en off que resultan multívocos como en carrera de relevos (“La gente en la antigüedad alcanzó la cumbre de su conocimiento, después vinieron los que eran conscientes de la existencia de las cosas, no podían diferenciar, y después llegaron los que diferenciaron, pero todavía no en términos del bien y el mal, la creciente toma de conciencia de lo que está bien y lo que está mal, y la razón por la cual el camino declinaba...”) o de sus diálogos parabíblicos en in (“¿Quién eres en realidad” / “Soy un ángel” / / “Quiero emitirles luz e iluminar al mundo” / “Yo soy el camino y soy la caída”) o de sus simples proferimientos sacerdotales a cámara (“Voy a establecer el vínculo del cielo con la tierra”), por la música perpetuamente ceremonial que alía sin cesar el monumental órgano clasicista con una suerte de incontenible zumbar de vuvuzelas imparables o con una elementalísima música de banda autóctona con dominante percutiva o metálica, y last but not least por la recurrencia casi ritual de imágenes persistentes como las blancas nebulosas de un mundo aún en formación o como las bocinas que desde las alturas difunden mensajes comunitarios dictados / delatados en micrófonos manuales (“Su atención por favor, hay un ángel en mi casa, mañana le haremos una fiesta”), o bien imágenes insólitas como los penitentes con negro capuchón cónico abarrotando un par de camiones de redilas.

La novedad luciferina plantea una curiosa, extraña y hasta insólita colindancia o coincidencia con las tan encantadoras cuan olvidadas cintas alegóricas naïves de Rafael Corkidi (Puebla, 1930-2013), en especial los inspirados por humorosos textos-pies de estampitas de su coguionista-poeta guatemalteco Carlos Illescas (Auandar Anapu, 1974, asimismo filmada en Michoacán, y Pafnucio Santo, 1976): igual utilización de mínimos elementos, análoga participación de toda una comunidad en la escenificación voluntaria del film, parejo uso de la fotogenia pueblerina y los nimios incidentes de la exigua vida comunal para sugerir la inminencia de lo visionario delirante más que del delirio y de lo visionario en sí, con base en una imaginería levemente blasfema pero rotunda y acerbamente anticlerical-antifanática, al tiempo que el relato bordea en trama y sustancia temas ya tratados más intensa, más humana y menos simbólicamente por San Roberto Rossellini en el segundo cuento (“El milagro”) de su portentoso díptico en México epocalmente prohibido El amor (1948), donde la ignorante mendiga beatidiota del pueblo (Anna Magnani) era preñada por un peregrino (Federico Fellini) al que confundía con San José en persona y consumaba heroicamente el Milagro en la Tierra de procrear un bebé abandonada por todos para acabar pariendo a solas, y ante la víctima de un semental sobrenatura, a semejanza del Lucifer y la María de Van den Berghe (ese irreverente Lucifer-desgarriate crístico que realiza falsos / verdaderos milagros y embaraza a una pueblerina como únicas dimensiones blasfemas), identifica Prodigio con ironía y Milagro con procreación cósmico-telúrico-terrena para la natural continuidad de la especie, creyendo y descreyendo de la ilusión, o desterritorializando y reterritorializando el prodigio, diríase en términos deleuzianos, sin dejar por ello de admirar las inéditas posibilidades de esta fábula simplista y la materialidad de los alucines conceptuales (“Todo juicio es inútil, siempre”) que vehicula su imagen-pensamiento.

Y la novedad luciferina recrea a su caprichosa y exotista manera heterodoxa el mito del Ángel Caído o la Estrella de la Mañana en la figura denodadamente carismática de un diablito que no trae consigo la mala suerte, ni acarrea la desgracia eterna, ni propicia la ansiada expiación de las culpas colectivas, sino que funge con estoicismo para iluminar el entendimiento de la diferencia entre el bien y el mal en un edén, un paraíso terrenal de antipastorela y antiPastorela sangronaza (Emilio Portes Castro, 2011), una autosuficiente comunidad-universo cerrado donde no existían ni el uno ni el otro, arrasando primero con la fe de María inmaculada y luego convirtiéndola en sacra continuadora de la especie humana, y colorín colorado, esta fábula en el fondo tan cruel como la destrucción o el derrumbe de un mundo se ha acabado, cuando ya la lenta imagen cercana en exceso o demasiado distante renuncia al círculo espía con mascarilla, cruza ilesa por una pausa en negro, se amplía vistosa y recupera la cuadratura de la pantalla para rendir testimonio, ominoso por partida doble, del paso de la efigie del cura clamando ante los esqueléticos andamios de su egotista particular Torre de Babel, a la revulsiva manada cerdil de los pobladores michoacanos hacinándose y desperdigándose, al interior de un inmisericorde long-long-shot hiperrealista-callejero tipo la también belga Chantal Akerman, particularmente ebrios y trastabillantes al atardecer sin, salida y cercados por su propia cinemática lastrada.

La novedad del cine mexicano

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