Читать книгу La pasión de los poetas - Jorge Boccanera - Страница 13
ESPOSO, AMANTE, ASESINO
ОглавлениеDelmira y Reyes se casan para toda la vida y la eternidad dura apenas unos días. El matrimonio se diluye en menos de dos meses; en enero de 1914 tramitan el divorcio y en marzo el juez decreta la separación. El remate está cerca. Los motivos de la desavenencia no están claros. Se dice que en aquella boda, la madre de la novia deslizó sugerencia a Reyes sobre métodos anticonceptivos que lo ofendieron. En forma imprevista Delmira llena una valija con sus pertenencias y regresa a la casa de sus padres; la señora de Reyes vuelve a ser esa «Nena» que tras un portazo se echa en brazos de sus progenitores: «Mamita, yo no he debido nunca dejarte (...) No puedo soportar más tanta vulgaridad». Así y todo, los esposos nunca dejan de verse; hay citas clandestinas, mensajes que ella envía en tubos de vidrio a ese ex marido-amante que ruega por un último encuentro antes de un supuesto viaje a Buenos Aires.
Esta crónica de un final anunciado estaba escrita en la carga agónica de algunos de sus versos, «y yo caigo sin fin en el sangriento abismo». También en una frase que solía repetir: «Yo siento que mi vida acabará en una tragedia». Se suma una carta de un Reyes agraviado por el abandono, con una advertencia que leída póstumamente suena con tono de amenaza: «Hasta mis oídos ha llegado la noticia de que tú quieres manchar mi nombre, que hoy es tuyo, pues también lo llevas, con una calumnia. Si tal cosa hicieras... yo sabría lavar la mancha arrojada sobre mi honor, con la sangre inocente de nuestras vidas... Yo sabré defenderme de esta calumnia infame».
Los encuentros secretos se suceden y la última cita se cumple en la habitación que Reyes alquila en la casa de su amigo, el periodista Juan Manuel González, en la calle Andes 1206, esquina Canelones. En el suelo yace Delmira, la mano izquierda en la cintura y la derecha extendida como si estuviese viva recitando sus textos. Su silueta es el espacio donde se dirimían –y a ratos convivían– los opuestos: la «Nena» y la mujer ardiente, la dócil y la transgresora, la que escribe cartas ridículas y la que polemiza con otros intelectuales, la que se divorcia, concluyente, pero se reencuentra con su ex marido en citas secretas. Esta polaridad se traslada a su poesía donde la antítesis funciona como motor, los contrarios se alimentan mutuamente: hay un infierno que es paraíso, un lecho en forma de tumba, un sosiego sobre los cojines de un despeñadero.
Pero ¿cuál fue su verdadera personalidad, la que inspiró un sinnúmero de novelas, biografías, obras de teatros y ensayos? Ella vivió todos los amores y ninguno, siéndole fiel únicamente a su amante espectral. Su amigo Giot de Badet la recuerda hermosa y distante, tanto que arriesga esta opinión: «Ella no amó a nadie». Por fin, la noche de la tragedia deja una estela de preguntas: ¿por qué esos padres recatados y cautos festejaban y alentaban los versos inflamados de su hija?, ¿nunca llegó el correcto y atildado Reyes a percatarse de que se casaba con la persona equivocada?, ¿no vio que Delmira era diametralmente opuesta al modelo de esposa dócil que buscaba?, y ¿qué consejos sobre el sexo susurró la madre de Delmira al oído de Reyes la noche de bodas? ¿Hay que caratular ese final como asesinato o se trató de un suicidio pactado de antemano?
La tarde del 6 de julio de 1914 es astillada por varios balazos. El reloj da las cuatro en punto de la tarde. La policía llega rauda, rompe la cerradura y encuentra a Delmira sin vida, boca abajo sobre la alfombra, cubierta apenas por una camisola de seda celeste. Todo hace suponer que al momento del disparo se estaba calzando. Reyes, mientras tanto, agoniza a su lado con los brazos cruzados sobre el pecho y un revólver Smith calibre 32 en la mano. En el espejo manchado de sangre el rostro moribundo del asesino repite el nombre de su esposa. Dos balas fueron a la cabeza de ella, una a la de Reyes –murió dos horas después en el Hospital Maciel– y el tiro restante hizo blanco en la pared, justo en una pintura con el retrato de la amada donde aparece –son palabras de Dulce María Loynaz– «lánguida y majestuosa, con un aire de reina en el exilio».
Delmira ya había descrito ese momento fatídico en «Lo inefable»: «Yo muero extrañamente... No me mata la Vida,/ No me mata la Muerte, no me mata el Amor;/ Muero de un pensamiento mudo como una herida». Versos enmarañados que su padre, siempre con letra delicada, se había encargado de pasar en limpio.
Ese mismo hombre, abatido por la noticia que acaba de recibir en el teléfono, tarda un siglo en comprender que ha sucedido una desgracia. Con trabajo logra llegar hasta la casa donde su hija continúa en el suelo como una fragancia derramada. Apenas la ve, escribe en una libreta con su caligrafía prolija estas pocas palabras: «Día fatal de la Nena».