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A MODO DE PRÓLOGO
ОглавлениеNi la poesía ni el amor son asuntos explicables. «Poesía eres tú», dijo Gustavo Adolfo Bécquer. De acuerdo, pero tú, ¿quién eres? La poesía es arena entre los dedos de la razón y lo que amamos –al decir del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón– es un enigma a punto de ser descifrado. Quizá en ese «a punto de» esté la clave del merodeo de una frustrada cacería; inminencia y atisbo; vislumbre de un dibujo en la arena «a punto de» ser borrado por la ola.
Por todo esto, el intentar en La Pasión de los Poetas narrar la historia que palpita detrás de cada poema de amor duplica el misterio. El desafío tiene que ver con completar los espacios en blanco de una trama que late bajo la textura de los versos sin pretensión ninguna de explicar, aclarar, dilucidar nada respecto del hecho creativo. Cada poema habla por su cuenta y riesgo. Así, el relato acompaña, brinda una atmósfera, acerca un dato, una vivencia que coloca al lector junto a estas voces de carne y hueso.
La Pasión de los Poetas propone una especie de compañía que no sociedad, de vecindades que no consorcio; un diálogo entre instancias que comparten espacios mutables de ficción y realidad. Por un lado el reportaje de semblanza como mapa de cruces que intentan armar el perfil del personaje, siempre en el escarceo amoroso. Por otro lado, el poema como testimonio de una pasión; delirio que se desdoble en goce y soledad, locura y odio, deseo y nostalgia, celebración y lamento.
La historia de vida, que interpreta e informa a caballo entre la literatura y el periodismo, es un relato que se nutre de la investigación, el anecdotario, la crónica, las fotografías, las voces de terceros, la entrevista y el comentario crítico, tratando de capturar la respiración del personaje, sus gestos, su modo de vibrar en un aire íntimo de espontaneidad. Se trata de verlo desde un contexto histórico, cultural, social, que no excluye la perspectiva conjetural. El esbozo biográfico aparece, así, completándose con el poema de amor –piedra de toque ya de numerosas compilaciones sobre el tema en todo el continente– abierto a un combinado de voces, tonos enfundados en el ademán místico y la ironía. La devoción puede desembocar en arenga, la parquedad en rabia, la letanía en enumeración caótica. El registro es amplio y el torbellino desmadejado cruza por los paisajes oníricos del surrealismo, abreva en una poesía conceptual, pasa de la embriaguez al ensimismamiento. Aunque predomina en esta serie de sentimientos proclamados una marca confesional que es jadeo apegado a la oralidad. Así, este circuito dialogante lleva la marca de lo coloquial, en un monólogo conversado que muchas veces toma la forma de misiva, carta, esquela.
Los poetas inmersos en el tema amoroso cargan su ceguera. Miran, pero están imposibilitados de ver. Oyen, pero deambulan aturdidos por el sonido de su propia respiración: «Oigo la música de tu cuerpo en la yema de mis dedos», escribió el poeta peruano Xavier Abril. Y Julio Cortázar: «Fui una letra de tango/ para tu indiferente melodía».
Los versos circulan por el relato episódico, donde despuntan estilos diferentes que van desde la innovación vanguardista a la canción popular en un amasijo de modulaciones enlazadas a la celebración gozosa, pero también al sino trágico del suicidio y el asesinato, la libertad y la prisión, la soledad extrema y el donjuanismo, los amantes reales e imaginarios, las uniones ásperas o las pasiones plenas, el desencuentro de los viajeros y la escaramuza de las cartas donde las lenguas se atreven a todo.
En la cuerda de lo absoluto el amor instala un corazón dictador, insaciable y glotón, ávido y absorbente. Un pacto de muerte subyace entre aquel que está dispuesto a todo, pero a la vez le exige todo al amor: incondicionalidad, pureza, que sea ilimitado en el tiempo. La paradoja es que la devoción derive en temor: «Recibí un telegrama/ te quiero, dice. / ¿Y para qué será? Me digo tiritando», escribió el poeta chileno Jorge Montealegre. Para la construcción de estas historias sumé a los libros consultados y a las entrevistas con algunos de los personajes incluidos y sus biógrafos, el testimonio de sus familiares. Los versos circulan por el relato episódico y la historia cruza comentando los versos, aunque ni los versos tengan la pretensión de contar ni la historia insista más allá del anecdotario. Sino que, como quedó dicho, encuentran una manera de integrarse para introducir al lector en la calle donde resuenan las voces escritas. En el telón de fondo de estas historias relumbran los antecedentes de la pasión amorosa y el erotismo: El Cantar de los Cantares, la antigua poesía china, los cantos indígenas precolombinos, los textos del Siglo de Oro español. Y una línea transitada desde siempre por la lírica hispana que contiene densos rasgos de la versificación árabe y provenzal (los cantos de alborada o tagelieder, estudiados por Pound). Esa lírica provenzal que halló su más alta expresión a fines del siglo XII en el sur de Francia, aportando una emotividad y un decir no ajenos a la voz popular, y preparó el camino de Cavalcanti y Alighieri. Posteriormente, el Romanticismo y sus ecos tardíos –que aún perduran –plantearían una gama de incontables matices.
A nivel latinoamericano, la pasión de los poetas pasa por diversas etapas hasta desembocar en el Modernismo con Rubén Darío y Amado Nervo, como cabezas de una cosmogonía particular. Reconocer la importancia mayúscula de este movimiento, de esta visión alimentada desde las plumas de Julio Herrera y Reissig, José Martí y Leopoldo Lugones, no impide ver la hojarasca de sus muchos epígonos que vaciaron su arrebato en una madeja de reverencias; una escena de película muda armada con interjecciones, puntos suspensivos, signos de admiración y grandes ademanes. Fuera de los desbordes, la lírica de los afectos ha sido, desde entonces a la actualidad, una línea tan vigorosa como imaginativa.
Detrás de cada poeta existe un diálogo de voces –Bécquer, Quevedo, Santa Teresa– enunciando una efusividad que, paradójicamente, zozobra justo cuando hace pie. «Bien sé que es atrevimiento;/ pero el amor es testigo/ que no sé lo que me digo/ por saber lo que me siento», dice Sor Juana Inés de la Cruz; en el contrapunto le responde un guitarrero repentista con esta copla: «Los primeros amores/ no sé qué tienen/ se meten en el alma/ salir no pueden». Al tema lo abordan tanto los poetas de libro como los de guitarra, los sonetistas como los decimeros, coincide el trovador con el poeta experimental. Un poeta argentino de la canción, Homero Manzi, escribe en su «Poema Confesado»: «Hace tanto tiempo que te espero/ que me parece haberte hecho con la carne del presentimiento». Un trovador popular venezolano entona una línea: «Me pasa que, en todo el cuerpo, solo tengo corazón», imagen que aparece reformulada en un libro de Vicente Huidobro; entonces, ¿la poesía de amor por aquí y allá?, ¿en boca de quién? De aquí y de todos lados; en muchas bocas, en muchos besos, en muchos libros, sí, pero también en el graffiti, el piropo, el refrán, la epístola.
El amor está en esa pregunta que Enrique Santos Discépolo acerca con una envoltura metafísica: «¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?»; y también en aquello que Luis Alberto Spinetta susurra a los oídos de la noche: «una mujer transportada es un misterio/ donde rozan sus pies dialogan flores/ y aparecen sangres».
Ya para Apollinaire, referente obligado de las corrientes de ruptura del siglo XX, el tema era primordial. En el autor de Zona –acota Saúl Yurkievich– «el amor se convierte en la causa primera, en el impulsor del cosmos. Como principio que liga todas las cosas, es el sostén de todo conocimiento». Entonces, ¿originalidad? Por supuesto que sí. En el tratamiento; vale decir, en una gestualidad propia que reúne a un tiempo la temperatura emocional y el modo de expresarla. De esa frondosidad quedan en el mejor de los casos algunos libros, algunos poemas o algunos versos. Como aquella línea de John Donne, «la muerte es muerte porque nos separa», en la que el poeta inglés alude al amor sin necesidad de nombrarlo. Un solo un verso se alza como un poema, en apariencia, breve, pero abierto a una constelación de que arroja allí y acá: unidad de dos y separación, tránsito y partida, sentido de la existencia, paso del tiempo y deceso; y por supuesto, las múltiples lecturas que ofrece cada texto: Acerco una en espejo: «La vida es vida, porque nos reúne».
La pasión de los poetas es también una mesa de bar donde dialogan algunos vates. Borges: «Me duele una mujer en todo el tiempo»; Macedonio Fernández: «Amor se fue. / Mientras duró/ de todo hizo placer. / Cuando se fue/ nada dejó que no doliera»; el chileno Jorge Teillier: «Junto a ti he sido, quien debiera haber sido»; y el mexicano Eduardo Casar: «Quisiera estar a dos pasos de ti/ y que uno fuera mío y el otro fuera tuyo».
La reyerta del deseo late en la lengua del que interpela, ruega, reflexiona, alaba, advierte, recuerda, exalta, interroga y venera, determinado en parte, amén de sus razones y sinrazones de índole personal e intransferibles, por las condiciones de la época. En este principio de siglo, dominado por la soledad social y el debilitamiento de los vínculos afectivos, el individuo vive agobiado por su propio aislamiento. Pero el amor, al decir del chileno Gonzalo Rojas, es una utopía que se cumple inesperadamente.
Pasión, a veces galantería, a ratos imprecación; compañía y soledad de aquel que arriba a un temblor y cree haber llegado a tierra firme: esa otra orilla entrevista en medio de la tormenta interior y que es apenas una tregua de espuma en medio de la marejada. Oleaje tramado con todas las botellas arrojadas al mar que portan en su interior cartas que expresan promesas, deseos, ruegos y despedidas. Se vive oteando el horizonte en busca de esa otra ribera/ hoguera donde pueda por fin arder el anhelo del abrazo: abrasarse.
Una de esas botellas lleva un mensaje con una línea de Paul Eluard: «Si te abrazo es para continuarte».
Jorge Boccanera