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ОглавлениеCuando llegó a casa, Lobías Rumin preparó algo de té, tomó un pedazo de pan, como hacía siempre, salió y se sentó bajo el marco de la puerta. Masticaba su último bocado, cuando el señor Leónidas Blumge se acercó.
El señor Blumge era un anciano insoportable, su estado de ánimo permanente era el mal humor, tenía un aliento a tabaco tan fuerte que muchos contenían la respiración cuando pasaban a su lado, y no hacía más que repetir las mismas historias una y otra vez hasta el cansancio. Lo habitual era alejarse en cuanto aparecía, o hacerse el distraído. Pero sucedía que a una de las pocas personas a quien le daba gusto verlo era a Lobías Rumin, y eso tenía una razón poco piadosa: el señor Blumge era el bisabuelo de Maara.
Esa mañana, sin embargo, parecía que, por algún motivo, el viejo Blumge había recuperado algo de su antigua cordura.
—Muchacho —dijo a Rumin—, ¿has sentido el viento en la madrugada?
—Buenos días, señor Leónidas. Sí, era un viento frío.
—No era sólo un viento frío, muchacho —dijo el viejo Blumge. Hablaba con ansiedad, con urgencia, como si hubiera intentado decirle aquello a muchas personas y nadie lo hubiera escuchado—, era un extraño viento del norte, oscuro y lleno de magia, una magia maligna y antigua como un presagio. ¿No te das cuenta? ¿Es que nadie se da cuenta de que algo sucede?
—He tenido mucho que hacer —respondió Lobías, por decir cualquier cosa.
—Ése es el problema con todos, y más con los muchachos como tú, que nunca saben lo que deberían saber.
—¿Y qué debería saber? —preguntó Lobías.
—Que el viento es distinto y la luz también es distinta. Si tuviera veinte años menos, afilaría mi espada ahora mismo.
—Pero ¿qué dice, señor Leónidas?
—Cuando era un muchacho, había quien nos enseñaba esas cosas. Uno podía saber lo que traía el viento y presentir el miedo y la sangre, incluso la muerte. Pero no queda ya nada de eso, amigo Rumin.
Muchas veces, el señor Leónidas había hablado sobre la escuela de poetas de Porthos Embilea, donde se enseñaba poesía antigua, y los maestros eran videntes. En esas ocasiones, aseguraba haber conocido a un tal Ma Brumbio, un joven maestro que sabía leer en el viento noticias venidas de muy lejos, o presentir en la lluvia si la cosecha iba a ser buena, o si el invierno iba a adelantarse. También contaba cómo en una ocasión, durante la fiesta del solsticio, un poeta cuyo nombre no se reveló nunca y que escondía su rostro bajo la oscuridad de una capucha, había leído unas rimas terribles bajo un pino, el cual se secó por completo hasta volverse pálido en sus ramas y oscuro en su tronco. Además, el señor Leónidas solía decir que Brumbio y sus compañeros conocían unas artes que habían sido olvidadas por la mayoría, pero que eran tan generosos que siempre estaban dispuestos a compartirlas con quien tuviera un verdadero talento y un interés genuino, como él mismo había manifestado de joven. Solía presumir de que estas personas le habían enseñado a leer la lengua de los ríos, o el futuro en la palma de la mano o a saber qué anunciaba el viento del norte. Pero, a decir verdad, nadie solía tomarlo demasiado en serio. Ni siquiera Lobías.
—¿Y qué trae el viento esta mañana, señor Leónidas?
—Muerte —dijo el viejo Blumge.
—Vaya presagio —exclamó Lobías.
—Se acerca una batalla.
—No quisiera contradecirlo, pero hace mucho que no hay una batalla por aquí. Y según dicen los libros, si se acercara ese momento, la campana de Belar volvería a doblar.
—El sonido de la campana ya nos estaría estremeciendo si hubiera más personas que comprendieran el lenguaje del viento, el extraño y anciano viento del norte que se vuelve niño en cada invierno y envejece con el otoño.
—Espero se equivoque, señor Leónidas. Precisamente hoy es un mal día para empezar una guerra.
—¿Lo sientes? —dijo el anciano y se llevó el dedo índice a la boca, en señal de silencio. En ese momento, un viento frío vino de alguna parte y se percibió un cuchicheo en las ramas de los árboles cercanos.
—Una buena brisa fría, señor.
—No —dijo el viejo Blumge—. Es un ejército. El susurro de un ejército.