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—¿Quieres escuchar una antigua historia, Lobías Rumin? —preguntó Nu.

—Sin duda que sí —dijo Lobías.

Y Nu contó a Lobías Rumin la historia de la ruta de las abejas y el Árbol de Homa.

—Mucho más allá de la niebla que no abandona el mar —dijo Nu—, incluso mucho más allá de las islas, existe un continente de unos que han aprendido a vivir en la oscuridad, pero que antes vivían en la luz del día y eran nuestros vecinos. Su país, cuyo nombre se ha perdido, al igual que sus ciudades y su historia, se hallaba en lo que hoy es conocido como el Valle de las Nieblas. Se dice que era un pueblo lleno de riquezas, pero había algo en el corazón de esas gentes que no era bueno, una curiosidad malsana que los hacía acercarse a la noche más que al día. Hubo un mago, cuyo nombre era Mahut, quien, por alguna razón desconocida, envenenó la voluntad del rey de aquel pueblo con mentiras terribles sobre futuros ataques por parte de los monarcas vecinos. Mahut era conocido por una extraña habilidad: contemplar el futuro al sumergir la cabeza en una pila de agua. Predijo así muchas cosas. Cada año, desde que era un niño pequeño, sabía cuál era el día de la llegada del invierno, o si las cosechas serían buenas, o si una mujer encinta tendría un varón o una niña. Se contaba que era infalible. Por ello, cuando le dijo a su rey que serían atacados, el buen hombre tuvo que creerle. Confundido, pidió consejo a los magos más ancianos sobre qué hacer, si ir a la guerra o esperar, y los magos, que confiaban en el joven Mahut, dijeron que debían luchar. Los mismos magos, todos ellos pertenecientes a la orden de Agraz, forjaron espadas con hierro traído de las montañas de Labaarat Azum, al norte de la región que hoy conocemos como el Valle de las Nieblas. Aquel pueblo se preparó para la batalla. Y se cuenta, además, que había en las montañas unas cuevas enormes, y que en éstas se escondían estatuas gigantescas de pájaros parecidos a murciélagos, que habían sido elaboradas por un pueblo del cual nadie tenía conocimiento, y que, con magia antigua y oscura, los magos despertaron a estas aves, las cuales se convirtieron en emisarios del terror. Las enviaban a los pueblos vecinos y no había uno, por valiente que fuera, que no se llenara de angustia. Soldados, granjeros o príncipes, nadie podía escapar del miedo que infundían estas aves sombrías, las cuales representaban algo venido de otro mundo, tan terrible como jamás se conoció antes. Nadie comprendía bien a qué se enfrentaban y les parecía que Mahut era un Rey Mago tan poderoso que nadie podía combatir contra él. Y esto sucedió hace cientos de años, Lobías Rumin, tantos que el mundo era joven entonces. Pero las historias permanecen. No todas las historias, pero sí algunas, tal vez las más extrañas y valiosas.

—¿Y qué más cuenta la historia que conoces? ¿Logró Mahut someter a los pueblos?

—A la mayoría de ellos —dijo Nu—. Los pueblos de granjeros no oponían resistencia, pues no estaban preparados para la guerra. Pero todavía quedaba el pueblo del Árbol, y, más allá, la nación de Naan, los domadores de tornados.

—¿Los domadores?

—Los mismos —dijo Nu—. Se dice que los naan son los habitantes más antiguos del mundo, un pueblo distinto a todos los demás, capaces de crear grandes prodigios.

—En la casa de Ur Ba Than, en nuestro país —dijo Lóriga—, hay pinturas de los domadores de tornados.

Lobías pensó si era el momento de contar su historia con el domador. Él no había visto una pintura sino uno en persona, había notado su piel curtida por el viento, percibido un olor extraño que parecía nacido de flores marchitas, escuchado su voz y presenciado el poder de su látigo y de la oración pronunciada en su antigua lengua. Había sido testigo de cosas que jamás podría mostrar una pintura, pero nunca había sido considerado alguien excepcional, al contrario, sus vecinos lo habían tratado con dureza por contar esa historia, y aunque Lóriga y Nu parecían personas dispuestas a creer en lo extraordinario, nada podía asegurarle a Lobías que no lo considerarían un mentiroso o algo incluso peor. De algún modo comprendió que la sensación de duda sobre lo que estaba haciendo en aquel lugar había pasado. Supo que no quería estar en ningún otro sitio, sabía que algo estaba a punto de acontecer, una aventura real, que, quizá, lo llevaría hasta el Árbol de Homa, donde volvería a encontrarse con un naan, con uno de esos domadores de tornados.

—¿Cómo es el Árbol? —preguntó Lobías.

—El Gran Árbol es el Árbol de Homa —dijo Lóriga—. Se dice que es extraordinario, y que posee en su interior un libro, un libro con todas las respuestas.

—Debe ser muy extenso —apuntó Lobías.

—En realidad, no lo es —replicó Lóriga—, al menos no lo es según las historias que sabemos. Sólo hay que hacer la pregunta indicada y encontrarás una respuesta.

—Eso suena bien —dijo Lobías—. Es fascinante que sea el primer árbol de todos. Y no es increíble. Es lógico pensar que tuvo que haber un primer árbol y una primera piedra y un primer cerdo y un primer hongo y una primera hojita de buganvilla. Pero ¿qué pasó después? ¿Qué sucedió durante la guerra con esta gente del Árbol y con esos señores de la nación de Naan?

—Dieron batalla —contó Lóriga—, y tras muchos días con sus noches, lograron vencer a los guerreros de Mahut. Magia contra magia, señor Rumin. Magos oscuros contra domadores de tornados.

—¡Vaya historia! —exclamó Lobías.

—Y el Rey Mago Mahut y los suyos, al verse perdidos, huyeron más allá de las islas, a un continente desolado, y no se les vio más desde entonces. Por esa época, que era la época de lluvia, se dice que la región donde habían vivido se llenó de niebla, pero que nadie supuso nada extraordinario. La niebla y la estación lluviosa suelen ser hermanas gemelas. Pero hubo algunos cronistas que dieron cuenta de un hecho asombroso, y es que la niebla no se extendió por los campos y los valles debido a la lluvia, fue un domador quien la dominó, uno de los naan fue quien hechizó la niebla y la extendió sobre toda la región del antiguo reino maligno, como un mantel sobre la mesa de un rey. Y, desde entonces, la niebla habita allí como un recuerdo macabro de lo que fue ese pueblo.

—Por eso la niebla no se va de este lugar, porque está hechizada, Lobías.

—¡Vaya… vaya… vaya! ¡Así que ésa es la historia! —exclamó Lobías.

—Ésa misma —dijo Lóriga.

—Es una pena que no conozcamos el nombre de ese pueblo tan extraño.

—Hay cosas que es mejor no saber —continuó Lóriga—. Además, se dice que los cronistas que escribieron los antiguos libros prefirieron olvidarlo, pues mencionar el nombre de ese pueblo es una invocación.

—¿Una invocación? —exclamó Lobías.

—Una invocación —le explicó Lóriga— es lo que emplean los magos oscuros cuando quieren llamar al mal. Son palabras que tienen poder para eso.

—Entiendo, entiendo —dijo Lobías, pensativo.

—Y ahora llegamos a la parte de las abejas —dijo Nu.

—Las abejas, sí —exclamó Lobías.

—Las abejas migran con el invierno y con la primavera. Y esta clase de abejas, las Morneas, se dice que siempre ha migrado cada primavera hasta el Árbol de Homa, y está claro que, quien quiere llegar hasta esa región y conocer el primer árbol, debe seguir la ruta de las abejas. Incluso a través de la niebla. Y se dice que muchos sabios en la antigüedad lo hicieron. Y hay un poema, del que se conservan apenas siete versos, escrito por el sabio Emás Lúarar, que habla sobre ello.

Lóriga se aclaró la voz y dijo:

En ruta hacia el Gran Árbol

van las Morneas abejas.

Su rastro es como el rastro

de un astro por la niebla.

Al Gran Árbol de Homa

vuelven en primavera.

Por el bosque sombrío…

No hay más —dijo Nu.

—Ni una sola palabra más —dijo Lóriga.

—Es una bonita historia —dijo Lobías—, pero ¿en verdad confían en un viejo poema? Nada sabemos sobre lo que pueda rondar en lugares como estos. Los magos malignos podrían haber vuelto, o sus descendientes no haberse marchado nunca. Se me eriza la piel sólo de pensarlo. Según cuentan algunos de nuestros marinos, en ocasiones han viajado tan lejos que han visto fuego, fogatas, en medio de la niebla. Debe ser ese continente al que huyeron, el país sin nombre, ¿no creen?

—He oído historias parecidas —dijo Nu—. Pero son sólo historias y no hay ninguna prueba de ellas, ni siquiera los restos de un naufragio.

—Han pasado cientos de años desde que nuestro mundo quedó separado por la región de las nieblas —dijo Lóriga—. Cientos de años desde que se escribieron esas crónicas. Siglos desde que algún miembro de tu pueblo o del mío se atreviera a caminar entre la niebla. Hasta hoy…

—O mañana —dijo Lobías—, si es que esas abejas se mueven.

—Lo harán —dijo Nu—. Sólo hay que esperar a que lo hagan. Es simple.

—Parece simple, pero hay que tener valor o demencia para internarse en esa oscuridad.

—Puede ser, pero queremos ver el Árbol —dijo Lóriga—. Además, necesitamos hacerle una pregunta al libro.

—¿Qué pregunta?

—Una pregunta, señor Rumin —dijo Nu—. Una sola y secreta pregunta.

—¿Tan secreta como para no revelármela?

—Precisamente —confirmó Nu.

—Está bien —dijo Lobías—. Todos en Eldin Menor dicen que ustedes, los ralicias, son gente extraña, pero no creía que tanto. Internarse en las nieblas para buscar un árbol, y un libro dentro de un árbol, y hacerle una pregunta… es lo más extraño que escuché en toda mi corta vida.

—Es extraño, ciertamente —admitió Lóriga—, pero ahora dime, buen muchacho, ¿qué prefieres hacer mañana, regresar a tu casa, a tus vacas, a tu leche, a tu vida de todos los días, o vivir una aventura extraordinaria, que luego será recordada por las rimas de los hacedores de historias?

En ese momento, se escuchó un estallido lejano. Los tres miraron al cielo, hacia Eldin Menor, la cual estaba iluminada por hermosos fuegos artificiales. Lobías pensó que los flautistas de la corte de Hazed estarían tocando sus ruidosas melodías, que seguro Maara y su tío Doménico, y el resto, bailarían en la plaza central de la ciudad, que habría tarimas con poetas repitiendo sus rimas, y que nadie pensaría que él no estaba allí. ¿Quién preguntaría por Lobías Rumin? Era sólo un chico flaco y sin herencia, venido de las islas, con una reputación no demasiado limpia. Y con todo eso en su mente, y una desolación enorme y oscura como el mismo Valle de las Nieblas, Lobías respondió a Lóriga:

—Algo extraordinario —dijo Lobías Rumin—. Necesito vivir algo extraordinario.

—¿Y si todo sale mal? —preguntó Nu.

—En mi vida ya todo ha salido mal muchas veces —dijo Lobías—. ¿Qué podría perder?

—¿La vida? —cuestionó Lóriga, con timidez.

—Puede haber peligros inimaginables —subrayó Nu.

—¿Alguna vez han sentido que es el momento? —preguntó Lobías—. ¿El momento de cambiarlo todo, que ha llegado lo que esperaban?

—Éste es precisamente ese momento para nosotros —dijo Nu.

—Y para mí —sentenció Lobías—. No quiero ser un repartidor de leche el resto de la vida, sé que hay algo más en el viento, que tengo que moverme, que tengo que levantarme y salir de casa, no para perder la vida, sino para encontrarla. Mañana, o pasado mañana, o cuando sea que esas abejas holgazanas sigan su viaje, marcharé con ustedes, y llegaremos al final de la niebla y encontraremos el Gran Árbol. Y todo dejará de ser un viejo mito para volverse una verdad.

Poco después, los estallidos cesaron, también la conversación, y los tres comprendieron que lo habían dicho todo. Al día siguiente, les esperaba lo inimaginable.

Ruta de las abejas

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