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—¿Estás bien? —susurró Lóriga.

—No lo escuché llegar —dijo Nu—. Hemos sido imprudentes.

Nu tosió un poco y escupió en el suelo. Hablaban en susurros.

—¿Te ha lastimado?

—Me he mordido la lengua, eso es todo. Ese idiota me ha caído encima. Estuve a punto de ahogarme, pero estoy bien. ¿Y tú?

—Me han atado, y poco más —dijo Lóriga, y entonces observó algo entre la niebla. Se encontraban muy cerca del inicio del Valle de las Nieblas, tan cerca como nunca. A lo lejos, escuchaban, apenas, el zumbido de las abejas. Para su suerte, seguían dormidas en unos arbustos cercanos.

—¿Qué haremos si las abejas se marchan? —dijo Nu.

—Juraría que he visto algo —dijo Lóriga.

—Viajar tanto para nada sería terrible —dijo Nu—. Tendríamos que esperar un año más.

Lóriga seguía con la vista clavada en la niebla. Le parecía haber visto una figura humana, pero había sido tan rápido que no estaba segura.

—Te juro que he visto algo —dijo Lóriga.

—¿Has visto algo? ¿Dónde? —preguntó Nu.

—Dentro de la niebla —susurró Lóriga.

Un viento frío llegó de atrás. La tarde declinaba. Los tres hombres se encontraban junto al fuego. Apenas hablaban. Se encontraban inquietos, pues nunca habían estado tan cerca de la niebla. Horas antes, cuando descubrieron a los ralicias, ni siquiera pensaron que era una mala idea avanzar tanto en esa dirección, pero en aquel instante, cuando era obvio que pasarían ahí la noche, cada uno de ellos padecía una inevitable inquietud.

—Quizá deberíamos irnos de aquí —dijo el de la capa roja. Los otros no respondieron. El hombre de la capa gris tomó uno de los pescados que había capturado Nu, lo ensartó en una rama y lo acercó al fuego.

—Hay historias —dijo el gigante.

—Historias que no queremos escuchar ahora —dijo el de la capa gris.

—Quizás estaría bien que esta noche vigiláramos por turnos —dijo el de la capa roja.

—No hay nadie en estas tierras —dijo el de la capa gris—. Así que no hay necesidad de pasar la noche en vela; pero si así lo quieres, puedes quedarte en vigilia toda la noche.

—Yo también puedo vigilar —dijo el gigante—. Hay muchas historias sobre lo que sucede por aquí, lo sabemos.

El de la capa gris dio un mordisco al pescado, que aún estaba crudo.

—Hay muchas historias, sí —dijo el de la capa roja.

El de la capa gris se rascó detrás de las orejas y bebió un poco del contenido de un bolso de cuero. Escupió al suelo, y dijo:

—Historias que no vamos a recordar esta noche.

—Sólo he recordado que todos sabemos lo que se dice. Y esta oscuridad es extraña, además, la niebla ha avanzado. ¿Os habéis dado cuenta?

—Patrañas —dijo el de la capa gris y miró hacia los ralicias—. ¿Qué tanto hablarán esos dos? No me gusta que se susurren cosas, habrá que taparles la boca antes de dormir.

Los otros miraron también a los ralicias.

Nu y Lóriga se encontraban atados a poca distancia la una del otro, justo frente a la niebla, así que pudieron observar al mismo tiempo cuando la silueta se hizo visible. No era tan alta, pero sus brazos parecían látigos antes que brazos, de lo largos que eran. No supieron si la cabeza tenía una cresta como la de los ciervos, o si llevaba una especie de corona. De los tres captores, quien primero la vio fue el gigante sin dientes. Se puso en pie y no dijo palabra alguna a sus compañeros, pues de inmediato se alejó corriendo en dirección contraria. Los otros, que estaban de espaldas a la niebla, giraron el cuello alertados por la reacción del gigante. El que llevaba la capa de color rojo retrocedió sobre sus pasos, cayó, se arrastró hasta donde estaban los bolsos de cuero, empuñó su espada, pero no esperó a que el visitante venido de la oscuridad siguiera avanzando, corrió en la misma dirección del gigante. El de la capa gris, tomó su espada y esperó. La silueta —porque aún era una silueta— agitó los brazos como un ave y los estrelló contra el piso, pero la niebla no se disipó.

—¿Qué quieres aquí? —preguntó el de la capa gris.

El visitante no respondió.

—Es un muerto —gritó Lóriga—. Un visitante de más allá de la vida.

—Déjanos ir —gritó Nu, parecía desesperado—. Déjanos ir, buen hombre.

—¿Qué quieres aquí? —volvió a decir el de la capa gris—. No queremos nada con los muertos.

—Suéltanos —gritó Nu—, no te vayas sin nosotros.

Los gritos desesperados de los ralicias pusieron tan nervioso al de la capa gris, que corrió en dirección a ellos, y su primera intención fue dejarlos libres, pero desistió casi de inmediato cuando escuchó gritos en un idioma desconocido que venían del visitante. Corrió como un desesperado, dejando a los ralicias atrás.

Cuando ya se había alejado, el visitante salió de la niebla. Llevaba una capucha y una corona y, en cada una de sus manos, una rama de pino, tan larga como delgada.

Ruta de las abejas

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