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Lobías Rumin recogió provisiones para un día y medio, que era lo que pensaba que estaría fuera: pan, un salchichón y un pedazo de queso. Lo metió en su viejo bolso de viaje, el mismo que había traído desde la isla de Férula cuando era un niño, y caminó en busca de los ralicias. A esa hora, casi todos se preparaban para la fiesta, así que las calles estaban vacías. Mientras andaba, pensó que lo mejor sería pasar por la casa de su tío y pedir prestado uno de los caballos. Nadie lo echaría en falta y eso le facilitaría las cosas.

Lobías caminó en medio de Eldin Menor, que parecía una ciudad abandonada, y fue en ese silencio cuando por primera vez escuchó el ronroneo lejano. Un susurro como el de la brisa entre los árboles, pero distinto. Iba y venía, y durante un rato fue así hasta que desapareció. Luego reanudó, y Lobías trató de seguirlo a través de las calles vacías. Pasó por la avenida de Bresno, luego atravesó el puente que separa los barrios de Alemanot y Alemanat, y se dirigió a través de una calle lateral por la parte trasera de la biblioteca hasta alcanzar el barrio de Lamarán, el último de la ciudad. Atravesó todo el barrio escuchando aquel murmullo que iba y venía, hasta que llegó a un puente pequeño y sin nombre que pasaba sobre un riachuelo, y que era justo lo que separaba las calles de piedra de la hierba verdísima que la brisa peinaba en las colinas. Fue extraño, pero lo que hasta entonces había sido un murmullo se convirtió en un zumbido. Lobías caminó un buen trecho para internarse en el bosque. Por alguna razón, no tuvo miedo. El miedo lo había abandonado. Ni siquiera se sintió agobiado cuando se dio cuenta de que se había desviado del camino hacia la granja de su tío, y tendría que caminar mucho si quería ir por uno de los caballos. No le importó, siguió adelante hasta que alcanzó un claro. Ahí el sonido se hizo más fuerte, pero no logró distinguir de qué se trataba hasta que llegó a una colina llena de arbustos redondos de hojitas diminutas y puntiagudas. Caminó hasta los arbustos, pues de aquel lugar provenía el sonido, y se sorprendió al descubrir que estaban repletos de abejas. No era la clase de abejas con rayas negras que él conocía, sino que eran totalmente amarillas y un poco más grandes. A Lobías le pareció no haber escuchado jamás un sonido como ése. Se preguntó cómo era posible que no supiera que las abejas zumbaran de esa manera, o quizá lo había confundido siempre con el murmullo de las hojas, y en esos pensamientos estaba sumido cuando una sombra apareció cubriendo todo a su alrededor. Un escalofrío le erizó el cuello. De inmediato, se volvió para mirar. Un hombre tan grande como no había visto nunca caminaba en dirección a la oscuridad de la niebla.

Ruta de las abejas

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