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El viento frío llenaba todo el valle. Lobías Rumin caminaba a través de un sendero de tierra seca flanqueado por pinos y trataba de decidir qué haría esa noche, cuando se celebraba la llegada del solsticio. Días atrás, había decidido que la fiesta sería la ocasión perfecta para acercarse a Maara. Lo tenía todo preparado. La invitaría a un vaso de sidra, bailaría con ella, le hablaría de los zorros que habían visto cerca del lado sur del bosque, por el puente de Mor; ella se asustaría, le confesaría que su casa estaba más allá del puente, y entonces él se ofrecería para acompañarla hasta allí. Pero todos esos pensamientos, que habían endulzado sus noches durante el último mes, se echaron a perder el día que su tío Doménico Rumin le dijo: “Éste es un país de locos, Lobías, acabo de ver a la Maara esa de la mano de un energúmeno desgraciado como Emú. ¿Qué piensan estos jóvenes? Si ése es un bueno para nada”.

Desde entonces, Lobías se sentía tan desanimado y sombrío que no hacía más que considerar la posibilidad de quedarse en casa y beber una jarra de infusión de hojas de lumbra, lo que sería suficiente para dormir durante días. Lobías sabía que el viejo Emulás, un carpintero vecino suyo, había dormido una semana entera después de beber una jarra de aquel té, y cuando despertó, según dijo, había soñado con un viaje hasta un bosque de grandes árboles donde vivían unas hadas tan amables como buenas cocineras. Para sorpresa de todos, a pesar de que el viejo Emulás había dormido todo ese tiempo, había engordado notablemente, para lo cual nadie poseía una explicación.

Al dejar el sendero de pinos, Lobías Rumin llegó a la propiedad de su tío Doménico y caminó hasta el establo de las vacas. Si hubiera estado menos distraído se habría percatado mucho antes de la lámpara encendida en el lugar, lo cual era inusual a esa hora de la madrugada, cuando todos debían estar dormidos. Se encontraba demasiado cerca cuando descubrió la tenue luz amarilla que salía de allí. Se detuvo súbitamente. Incluso retrocedió un paso o dos, sin hacer ruido. Recordó que en el pueblo había escuchado que los caminos hacia las montañas se habían vuelto peligrosos en los últimos días. En todo Eldin Menor se contaba que muchos viajeros habían sido atacados por ladrones que se escondían entre las frondas de los árboles, a la vera de los caminos. Era sabido que cuatro hermanos que se dirigían a Porthos Embilea habían sido asesinados. Como siempre que sucedían esa clase de eventos terribles, muchos culparon a los ralicias, esa gente tan seria y poco amable del país vecino, escondida tras su enorme muro rojo, que había sido construido en el último siglo y se extendía a través de valles, marismas y montañas, separando los dos países.

Aunque todo era una especulación, pues nadie podía asegurar quiénes eran los asesinos.

Lobías Rumin tomó un trozo de madera que creyó manejable y caminó con sigilo hasta el establo. Un sonido de voces susurrantes vino de adentro y Lobías se preguntó si sería capaz de enfrentarse a unos ladrones. Un instante pensó que lo mejor sería ir en busca de su tío y al otro que quizá los indeseables visitantes podrían marcharse mientras él caminaba hasta la casa en busca del señor Doménico, y era seguro que, si eso sucedía, su tío, su tía y sus primos, lo tildarían de cobarde para luego censurarlo en cada taberna, y así su reputación quedaría manchada en todo Eldin Menor. No habría quien no lo señalara, como había sucedido ya, cuando siendo niño contó a todos que había visto un domador de tornados en una colina. Primero, lo escucharon, luego, se burlaron de él, pero ese año, cuando las cosechas sufrieron debido a una tormenta de escarcha que arrasó con varias hectáreas de trigo, se acordaron del niño Lobías y lo acusaron de portador de malos presagios. Si era cierto que había tenido una visión de un espectro del pasado, el chico Rumin sólo podía ser considerado un Malavista, como se denominaba a los que observan muertos; alguien indeseable y, sin duda, peligroso. Casi nadie creyó que su visión había sido de un domador vivo y no de un espectro. Por años, Lobías sufrió cuando sus vecinos lo miraban con cierto recelo, incluso con temor. Le había costado más de una década que se olvidaran de lo sucedido, por lo que detestaba la idea de volver a ser víctima de habladurías injustas.

Lobías Rumin llegó hasta una pared lateral. Caminó frotándose, casi aferrándose a la pared como si se arrastrara por el suelo. Cuando se asomó para mirar a través de la puerta abierta, alguien volvió la vista de inmediato. Era como si hubiera sentido su presencia. Lobías retrocedió, tropezó con un cuenco vacío, cayó al suelo y se levantó de un salto aferrando el leño con ambas manos, listo para enfrentar a quien fuera que saliera por la puerta. Un viento frío trajo de atrás un olor fétido, y Lobías estuvo a punto de girar la cabeza, pero en ese momento una sombra atravesó el umbral y se detuvo antes de que la persona de quien provenía ese hedor se hiciera visible.

—¿Quién anda ahí? —exclamó Lobías. Sus palabras le sonaron patéticas y débiles, así que lo intentó otra vez—. ¿Qué buscan aquí, sean quienes sean?

El rostro de antes alcanzó a la sombra que había proyectado y se asomó por la puerta. Era una mujer. Tenía el pelo rojo como el otoño, amarrado en un moño en la coronilla.

—Buscamos al señor Lobías Rumin —dijo la mujer.

Ruta de las abejas

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