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Después del desayuno, Lobías se tendió en su cama y se quedó dormido. Despertó a primera hora de la tarde y estuvo un buen rato pensando en Maara. La había conocido cuando eran unos niños, en el río, pero nunca había cruzado con ella ni una palabra, salvo cuando la ayudó a bajar una cometa de un árbol. Aquel día Maara estaba acompañada de su amiga Li, quien había tratado a Lobías de una manera tan amable que incluso le pidió que le contara cómo era un domador de tornados. Aún con la sospecha de que podía burlarse de él, Lobías contó su historia lo mejor que pudo, pero no consiguió entusiasmar a Maara, que escuchó el relato en silencio. Y, sin embargo, Li se entusiasmó tanto, que desde entonces llamaba a Lobías con el apodo de Domador.

Cuando se levantó de la cama, se lavó la cara y salió rumbo al mercado en busca de algo de pescado para prepararse una sopa. Como era día de fiesta, su tía lo había invitado a almorzar, pero era seguro que sus primos estarían en la casa y no quería cruzar una palabra con ellos. Tenía dos primos: Doménico, que se llamaba como su padre, y Ratú. No habían sido precisamente amigables con él, jamás lo invitaban a salir a cazar con ellos, ni a cabalgar, ni a cortar frutas, ni iban juntos a las fiestas. Doménico ni siquiera lo había invitado a su boda. Cuando se encontraban en casa de sus tíos, apenas le dirigían la palabra, y si lo hacían, era para compadecerse de él o criticarlo: “A ver, Lobías, si vas pensando en hacerte un hombre y casarte y tener hijos. A ver si dejas de andar inventándote historias estúpidas. A ver si aprendes un oficio de verdad y te ganas la vida más allá de las cabras. A ver si dejas de parecer un campesino”. A ver esto y lo otro, y Lobías había discutido tanto y en tan malos términos con ellos, que prefería evitarlos.

Cuando salió de casa era media tarde. Al llegar al mercado no quedaba nadie que pudiera ofrecerle nada para cocinar o comer. Regresó sobre sus pasos y cuando alcanzó la plaza, observó a Maara y a Li sentadas en un banco. Ambas parecían estar vestidas para la fiesta, aunque aún era temprano. Lobías pensó que bien podía acercarse y preguntarles cualquier tontería o contarles lo que el viejo Leónidas le había dicho por la mañana. En eso estaba, entre el sí y el no, cuando alguien se acercó a las chicas. Se trataba de Emú. De un momento a otro, Maara y Emú caminaron hacia un lado de la plaza y Li hacia el otro, en dirección a Lobías. Cuando Li estuvo cerca, Rumin simuló mirarse las uñas.

—Domador —lo saludó Li—, ¿no vas a vestirte para la fiesta?

—Hola, Li —dijo Lobías—. La fiesta, pues no sé si valga la pena esa fiesta.

—Todas las fiestas valen la pena, no seas perezoso.

—No sé por qué tienen que valer la pena.

—Ahora dime —dijo Li—, ¿por qué alguien preferiría no venir a una fiesta? ¿O crees que es mejor quedarse en casa sin hacer nada mientras todos están bailando o cantando o brindando o comiendo pasteles? No seas un anciano, Lobías. Ven a la fiesta y te dejaré bailar conmigo una vez… Tal vez dos. O incluso tres. Pero no más de tres. Hay una larga lista de chicos que quieren bailar conmigo.

—¿Y quién dijo que quiero estar en esa lista?

—Eres un grosero, Domador —se quejó Li.

—Lo siento, Li.

Li, molesta, se alejó, y Lobías se quedó en pie, en el polvo, sintiéndose un verdadero idiota.

Pasado un rato, caminó hasta su casa. Subió hasta el diminuto desván, buscó en una de las cajas apiladas y sacó su vieja espada. Como le había dicho el viejo Leónidas, aunque por distintos motivos, tomó una piedra y empezó a afilarla.

Ruta de las abejas

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