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—Ha sucedido algo extraño con ese chico —dijo Lóriga—. Era como si ya lo conociera de antes, de hace mucho.

—¿Crees que es a quien has visto en sueños?

—Sabes que no puedo saberlo, pero tuve una sensación muy extraña, como cuando encuentras algo que has buscado largo tiempo y de pronto está ahí.

En el último año, Lóriga había soñado muchas veces con un guía, alguien a quien debían seguir a través del Valle de las Nieblas para llegar hasta el Árbol de Homa. En su sueño, éste caminaba siempre delante, así que sólo podía ver su espalda, una capa con capucha. Una sola ocasión este guía había girado el cuello y Lóriga pudo observar la silueta de su perfil. En todo su viaje había buscado alguien con esas características, pero sin suerte. Cuando Nu le había preguntado cómo era, ella no había podido decirle mucho, salvo que era alguien joven y extraño, no un ralicia sino alguien quizá del país de Trunaibat, aunque ni siquiera podía estar segura de ello.

Lóriga había tenido visiones desde niña. Había visto la ola gigantesca que un verano había cubierto el puerto de Maunesí, donde murieron docenas de personas. Predijo la sequía que durante dos años azotó la región norte del país de los ralicias. A sus diez años, le dijo a su madre que se despidiera de su hermana, pues moriría antes de que acabara el invierno, lo que sucedió como había dicho. En una ocasión, había conversado toda una noche con su abuelo, un hombre llamado Enú Ham, un poeta estudioso de los viejos mitos, quien había sido conocido en vida como Ham el Rimador. Lóriga les contó que el viejo Enú le había asegurado que las viejas rimas decían la verdad, que él mismo había cantado en susurros sus rimas frente al Árbol de Homa. Durante toda su vida, Lóriga había vivido este tipo de acontecimientos tan extraños como extraordinarios, y Nu la conocía de siempre, así que confiaba en ella plenamente. Si creía que podían atravesar el Valle de las Nieblas era porque ella le había dicho que era posible.

Cuando Lóriga empezó a soñar, confiaron que, llegado el momento, se encontrarían con un guía, un elegido, un domador o un vidente que los llevara hasta el Árbol. Según las antiguas leyendas, nadie más que los domadores o los videntes podían atravesar la niebla, pues sólo ellos sabían dónde se encontraba el Árbol y podían andar hasta allá incluso con los ojos cerrados, pues todos los caminos se hallaban en su interior, como tatuados en su espíritu. Tanto Nu como Lóriga estaban convencidos de que aquello contado en las antiguas rimas no era mitología sino historias acontecidas en otra época del mundo. Creían en la raza de los domadores, aunque no se había visto ninguno por esas tierras en siglos. Y creían en el Gran Árbol, como muchos maestros del pequeño país de los ralicias. Cuando Lóriga observó a Lobías Rumin, se llevó una impresión distinta a la de Nu, pues no observó a un simple chico vendedor de leche fresca, sino a alguien más, alguien a quien quizás había visto en sueños.

—Era sólo un granjero —dijo Nu—. Es evidente.

—Lo sé —dijo Lóriga—, pero ¿qué aspecto querías que tuviera? ¿Acaso esperabas que bajara de un caballo vestido como un rey o acaso esperabas encontrar a alguien como lo muestran las pinturas? No creo que eso exista. O no de esa manera.

—No quise decir nada malo sobre el chico —dijo Nu—, es sólo que no me pareció que fuera a quien has visto.

—Si lo es —dijo Lóriga, con decisión—, de alguna manera se unirá a nosotros. Y si no lo es, no lo veremos más. Es así. Y así será. ¿Confías en ello, buen Nu?

—Confío en ello. Sin duda, si debe ser, será.

Ruta de las abejas

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