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Poco después, Lobías caminaba en medio, Lóriga, en la retaguardia, detrás de ella, los caballos, y al frente de todos, Nu, con la lámpara encendida. La niebla era irreal, oscura, y Lobías pensaba que era como andar en medio de una nube tormentosa.

Las abejas avanzaban más veloces de lo que podían suponer y no era fácil seguirles el paso. No podían verlas, pero sí escucharlas. La niebla era tan espesa que los pies no podían distinguirse, así que era difícil avanzar. Nu pidió a los otros que caminaran junto a él, en lugar de atrás, uno a cada lado, para que aprovecharan también la luz de la lámpara; lo hicieron y avanzaron con mayor rapidez. Llegaron a una extensión fangosa. El fango no era profundo, pese a ello, Lobías no dejaba de pensar que quizá se encontraban a la orilla de un pantano, y que, en cualquier momento, podría hundirse, él o los otros o todos juntos. Lo peor era que, a medida que avanzaban, parecían descender un poco más. Cuando el fango llegó a sus rodillas, ya no pudieron ignorarlo.

—¿Podemos seguir por aquí? —preguntó Lóriga, pero su pregunta no poseía respuesta, dado que ni Lobías ni Nu podían darla.

—No tenemos opción —dijo Nu.

—Podemos volver —dijo Lobías.

Ruta de las abejas

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