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De algún lugar del occidente vino un aullido de lobos o perros salvajes. La brisa bajó a los pies de Lobías Rumin, pero éste no notó que el suelo se hacía más duro. El sonido del viento en la hierba llegó hasta sus oídos, lo mismo que el brillo de la lámpara dentro del establo.

—No soy ningún señor —dijo Lobías.

—Lo sabemos, eres sólo un muchacho.

—Que no sea un señor —dijo Lobías— no quiere decir que no sea una persona respetable.

—No he dicho eso, he dicho sólo que no eres un viejo, señor Rumin.

Lobías se sintió intimidado por la altura de la mujer, unos diez centímetros por encima de él, y lo disimuló lo mejor que pudo. Quería mostrarse fuerte. Evidentemente, la mujer era una ralicia, para quienes esa estatura era algo habitual, no como en las regiones del país de Trunaibat, menos aún en Eldin Menor.

—Buenos días, señor Rumin —dijo entonces un hombre que salió del establo. Lobías notó de inmediato que era un poco más bajo que la mujer—. Mi nombre es Alanu Atu Tamín, pero todos me dicen Nu, y esta mujer es mi esposa, Lóriga. Tu tío, el señor Doménico, nos dijo que podíamos venir en la madrugada, antes que el sol, y pedir al señor Lobías Rumin que nos vendiera algo de leche.

—¿Leche?

—Sí, señor, a eso hemos venido, a comprar leche. Somos viajeros, venimos de Tamín, un pequeño pueblo cercano, junto al mar.

—Así que leche…

—Sí, señor Rumin —dijo la mujer.

—Vaya —exclamó Lobías—. Leche. ¿Y tanto misterio para eso?

Lobías Rumin entró al establo y la pareja lo siguió. Fue mientras ordeñaba una vaca enorme y gris llamada Mua, que los viajeros hablaron por primera vez del lugar de las nieblas.

—Dime algo, señor Rumin —dijo Lóriga—, ¿es cierto lo que se cuenta acerca de las siluetas que pueden verse a la orilla de las nieblas? He oído decir que en los últimos años son bastante frecuentes.

—No son nada frecuentes —respondió Lobías—. Siempre hay un tonto que dice que ha visto algo, pero nunca ha podido comprobarse que haya nada en la niebla.

—¿Las has visto? —quiso saber Nu.

—Ni una sola. Aunque el tío Doménico asegura que, siendo un chico, observó una carreta salir y entrar de la niebla, y perderse dentro.

—¿Y quién manejaba la carreta?

—Nadie —aseguró Lobías—. No tenía conductor, la arrastraba un caballo enorme de patas peludas.

—¿Crees que sea peligroso, señor Rumin? —preguntó Nu.

—¿La niebla? No, si se mantienen alejados.

—¿Y si nuestra intención no es mantenernos alejados, sino caminar a través de ella? —preguntó Lóriga.

El rostro de Lobías se volvió una sombra. Dejó de ordeñar a la vaca y miró a los ralicias.

—Entonces diría que es tan peligroso como lanzarse por un acantilado. Sólo un demente se adentraría en ella.

—No somos unos dementes, pero es lo que pretendemos —repuso Nu.

—Acabo de decir que es como lanzarse del abismo de Elar en la isla de Férula. O peor aún. ¿Acaso no temen morir?

Lobías tomó el cuenco con la leche recién ordeñada, se levantó y lo dejó sobre un barril junto a la puerta.

—No será peligroso si se hace de la forma correcta —dijo Lóriga.

—¿Y qué manera es ésa? —quiso saber Lobías. Lóriga se acercó hasta la leche y la olisqueó.

—Huele bien —dijo la mujer.

—Es dulce y cremosa —admitió Lobías—. La mejor de todo Eldin Menor. ¿Quiere probar un poco?

—Sí. Sin duda que sí.

—Ahora mismo —dijo Lobías y se acercó hasta la pared, a una repisa donde se hallaban dos vasos de madera. Mientras lo hacía, volvió a preguntar cuál era la forma correcta de lanzarse por un abismo.

—No lo sé —dijo Nu—. No sé nada de abismos. Pero sí sé cómo encontrar un camino en la oscuridad de la niebla.

Ruta de las abejas

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