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—Lobías Rumin —dijo Lóriga.

—Tenemos que salir de aquí antes de que regresen —dijo Lobías; su voz era un susurro alterado.

Lobías cortó las cuerdas que ataban a Lóriga con su cuchillo.

—No creo que vuelvan —dijo Nu—. Saben ya que no tenemos ningún tesoro, ¿para qué van a volver?

—No creo que quieran enfrentarse al espectro venido de la niebla —dijo Lóriga, que ayudaba a Lobías a liberar a Nu.

—Menos en la oscuridad de la noche —dijo Nu.

—Lo mejor es recoger todo y marcharnos lo más lejos posible de aquí.

—No podemos —dijo Nu, debemos esperar a las abejas.

—¿Las abejas? ¿Quieren esperar a las abejas? —se quejó Lobías—. Es una locura. ¿Acaso no han visto el tamaño de ese gigante?

—He visto el tamaño de su terror —dijo Lóriga—. Han visto un espectro venir de la niebla, no volverán a enfrentarlo. Han huido como niños.

—No me arriesgaría —dijo Lobías.

—Muy bien, señor Rumin —dijo Nu—. Podemos levantar el campamento y caminar hacia los arbustos, donde se encuentran las abejas. Podemos hacer eso y escondernos allí, entre los árboles. Será una noche fría, pero la oscuridad nos protegerá. ¿Estás de acuerdo con eso?

—Lo estoy —dijo Lobías.

Los tres recogieron sus cosas con la mayor rapidez posible, apagaron la fogata y se marcharon de allí.

Caminaron hasta un pequeño bosque de arbustos donde se encontraban las abejas. Los matorrales se extendían formando una especie de muro, como una primera advertencia para no ir más allá. Cuando eras pequeño, tus padres o los más viejos te hacían saber que nunca debías ir más allá de los arbustos, y menos internarte en el bosque, y jamás, en ninguna circunstancia, acercarte a la niebla, pues de allí podía salir cualquier cosa y arrastrarte a la oscuridad. Los tres se protegieron en ese lugar, sentándose en un pequeño círculo que formaban tres de los arbustos. Las abejas, que habían cesado su murmullo, parecían dormir. Ellos hablaron en voz baja.

—Aquí estaremos bien —dijo Lobías.

—Seguro que sí —dijo Lóriga.

Nu colocó en medio de los tres la olla con el estofado aún caliente que no habían comido los ladrones.

—Hay suficiente como para no pasar hambre esta noche —dijo Nu, mientras entregaba una cuchara a cada uno.

—Qué descuidados hemos sido —dijo Lóriga—. No hemos dado las gracias a nuestro ingenioso salvador. ¿Cómo te has atrevido a enfrentarlos?

—Es cierto —dijo Nu—. Muchas gracias, señor Rumin. Eres un valiente.

—No, no lo soy —dijo Lobías—. Sabía lo que sucedería, hay demasiadas historias que hablan acerca de espectros en la niebla. No me temían a mí, sino a las historias que se cuentan de este lugar.

—Has caminado a través de la niebla —dijo Lóriga, con solemnidad—. Eso has hecho. Eres un valiente.

—He ido muy a la orilla —dijo Lobías.

—No te quites mérito —reviró Nu—. Has sido un valiente.

—Quizás un poco —dijo Lobías, disimulando su orgullo.

—Dinos, Lobías —pidió Nu—, ¿has decidido acompañarnos en nuestra aventura?

—No he decidido acompañarlos —dijo Lobías—. Sólo he venido a pasar la noche con ustedes, detesto el pueblo en días como éste.

—¿Acaso no hay una fiesta? —preguntó Lóriga.

—Precisamente por eso. Nunca había detestado tanto una fiesta como la de esta noche. Pero no deseo hablar de eso. Además, ni siquiera sé por qué he decidido venir. Era como si simplemente tuviera que hacerlo.

—Quizás es parte de tu destino y no lo sabes —dijo Nu.

Desde hacía mucho tiempo, nadie del país de Trunaibat había pasado una noche en aquellos sitios desolados. Una luna llena y redonda como una moneda hacía menos sombría la estancia, y, sin embargo, Lobías no podía dejar de mirar hacia la niebla. Muchos decían haber visto siluetas de hombres gigantescos caminar por la oscuridad neblinosa, y, sin duda, cualquiera en Eldin Menor sería de la opinión de que no era prudente hacer un fuego en ese lugar, y menos en una noche como aquélla.

—Cuando era niño me gustaba venir con mis amigos a las colinas —dijo Lobías—.Subíamos a los árboles para tratar de distinguir algo al otro lado. Pero, como saben, era imposible, la niebla no parece tener un final.

—Eso parece —dijo Nu—, pero no es así.

—Y se contaban historias —siguió Lobías—, sobre unos viajeros que decían haber venido de la oscuridad. No conocí nunca a ninguno de ellos, tampoco mi tío Doménico, ni nadie que él o yo conociéramos, pues vinieron mucho antes. Se dice que eran seres diminutos, no más altos que un arbusto.

—¿Eran malignos, señor Rumin? —quiso saber Nu.

—Nadie lo supo en realidad, pero se decía que sí. Según los antiguos, éstos vivían bajo tierra o en cuevas cuya entrada no era visible para las gentes comunes, y era sabido que gustaban de secuestrar niños para hacerlos sus esclavos. Tenían un rey que dormía durante meses y despertaba con la primera tormenta de nieve. Entonces se alimentaba, según se decía, sólo de leche y animales que vivían en la oscuridad: murciélagos o topos o serpientes de piel transparente. Sus bostezos retumbaban como relámpagos y si mirabas fijamente a sus ojos, podías distinguir un acantilado a través de ellos. Todo eso sucedió hasta que alguien descubrió que temían a los perros salvajes de las colinas, entonces éstos fueron domesticados para ahuyentar a los diminutos.

—¿Y tienes miedo de ellos? —preguntó Nu.

—No, pero es cierto que nadie sabe quiénes habitan dentro de la niebla. No han sido pocas las ocasiones que escuché a los granjeros decir que habían visto siluetas, seres de una altura distinta a la de cualquiera de nosotros, o animales monstruosos que surgían del río.

—Te he visto antes, buen muchacho —dijo, de pronto, Lóriga.

—¿A qué te refieres? —preguntó Lobías—. ¿Te refieres a que me has visto antes en el pueblo?

—Sabes que no, Lobías Rumin —dijo Lóriga—. Sabes que estás aquí porque tu destino no se encuentra en las calles de Eldin Menor. Como nosotros, has venido porque buscas algo más allá de todo lo conocido.

—No sé por qué estoy aquí, pero es cierto que no creo que mi destino se encuentre en Eldin Menor. Estoy aburrido de esa vida que llevo.

—¿Quién eres, muchacho? —preguntó Lóriga—. ¿Eres un vidente o un domador?

—¿De qué hablas? —preguntó Lobías, desconcertado por tan extraña pregunta.

—¿Quién eres? ¿De dónde viniste y desde cuándo? ¿Cuál es tu verdadero nombre, ese que el viento del norte susurra al inicio de la primavera y al final del invierno?

—Soy Lobías y no entiendo nada de lo que me preguntas. Soy Lobías, vendo leche cada mañana, y vine de la isla de Férula, más allá del Faro de Édasen. Y no hay más. He hecho lo mismo toda mi vida. ¿Sucede algo?

Lóriga miraba a Lobías con fijeza y Nu miraba a Lóriga, sabía a lo que se refería, sabía que creía haber encontrado a alguien que antes había contemplado en sueños, y que aquel chico, en apariencia insignificante, era alguien distinto, uno como quizá no se había visto en siglos por aquellas tierras, y, por tanto, parte del destino de su viaje.

Ruta de las abejas

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