Читать книгу España, una nueva historia - José Enrique Ruiz-Domènec - Страница 10

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Estas, Fabio ¡ay dolor!, que ves ahora

ruinas que esparció rústico arado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Itálica, colonia vencedora

de Escipión; por tierra derribado

yace el temido honor de la espantosa

muralla, y lastimosa

reliquia es solamente.

De su invencible gente

solas verás memorias funerales,

donde erraron ya sombras de alto ejemplo.

Cayó el soberbio alcázar, cayó el templo

de que confuso busco las señales.

De el gimnasio y las termas regaladas,

leves vuelan cenizas desdichadas.

Las torres que desprecio al aire fueron,

a mayor pesadumbre se rindieron.

RODRIGO CARO

El mundo clásico aquí considerado se extiende desde la llegada de Publio Cornelio Escipión en el 211 a. C. hasta la invasión árabe-bereber del 711 d. C., un largo período de la historia donde se mantuvo viva la memoria de los héroes que saquearon Troya, según el relato épico realizado por un hombre al que acostumbramos llamar Homero. En un Mediterráneo destrozado por las guerras entre imperios rivales, griegos y escitas, griegos y persas, atenienses y espartanos, macedonios y persas, cartagineses y romanos, la lengua griega dominó la parte oriental de este mar y las legiones romanas impusieron el latín primero por toda Italia, luego por todo el oeste y finalmente por todo el Mediterráneo, incluidas las ciudades de matrices fenicias o egipcias. Los reinos derrotados recobraron en ocasiones su papel en la historia, como le sucedió a los persas con la dinastía sasánida; en los mismos años que los nómadas de Arabia surgían como rivales del Imperio Romano de Oriente y de los reinos bárbaros creados en Occidente tras la masiva llegada de pueblos germánicos.

Fue un período de creación cultural y artística, también para los habitantes de la península Ibérica. Como bien saben los arqueólogos, durante años una de nuestras principales preocupaciones ha sido descubrir los efectos en la memoria social de las actividades de fenicios, griegos, cartagineses. La cultura de los pueblos mediterráneos en esos siglos era demasiado importante para no dejar huella en las formas de vida de la meseta y de las tierras atlánticas de Galicia, Asturias, Cantabria o Vizcaya. Puede incluso decirse que los ideales del Mediterráneo modificaron la naturaleza a favor de la cultura. Hacia el siglo VIII a. C., la península Ibérica se había convertido en el centro de la expansión comercial de las ciudades fenicias y griegas, defendiéndose de los influjos artísticos procedentes de las importantes metrópolis de Tiro o Tebas. Vivía entonces de la agricultura y el pastoreo. El capricho de la geografía configuró el espíritu de estas tierras y por consiguiente su propia historia. Las partes más accesibles a las talasocracias fenicias y griegas fueron los fértiles valles que miran al Mediterráneo, desde Rosas a Cádiz, lo que permitió la instalación de emporios comerciales a lo largo de la costa. Si las inaccesibles sierras estuviesen más cerca del mar es probable que muchos de esos pueblos marineros hubiesen pasado de largo, y la historia de España hubiera sido bien diferente. Razones había para ello.

La península Ibérica está sembrada de monumentos construidos en tiempos remotos. Cerca de Burgos aparecen las huellas de la cultura megalítica y en la costa malagueña la presencia de dólmenes indica la estrecha relación de estas tierras con el mundo atlántico. Estaba pues destinada a recibir los movimientos de los pueblos de los campos de urnas y tras ellos de ese conglomerado cultural que llamamos los celtas. El fondo indoeuropeo de los recién llegados se combinó con las tradiciones autóctonas precisamente en el momento en que llegaban a las costas mediterráneas fenicios y griegos.

Los monumentos de esta época remota se enraizan así con la diversidad de los pueblos que habitaban la península Ibérica en los siglos V al III a. C. Turdetanos, bastetanos, contestanos, oretanos, edetanos, vetones, lusitanos, vacceos, celtíberos, sedetanos, ilergetes, layetanos, ausetanos, vascones, cántabros, astures o galaicos eran unos nombres que les decían bien poco a los mercaderes fenicios, esos pueblos de la púrpura como los califica Isabel Rodá, interesados en las riquezas mineras ibéricas desde sus emplazamientos en Almuñécar o Cádiz; como tampoco le dijeron nada a los griegos, más preocupados en la fundación de emporios comerciales que en comprender a unos pueblos que, como escribió Polibio, «su mención desnuda equivale a la pronunciación de palabras sin significado, que penetran en el oído, pero no hallan soporte en la mente: no se puede relacionar lo dicho (sobre ellos) con algo conocido, y la exposición resulta confusa e incomprensible». La máxima de Heródoto «nosotros, los griegos, contra ellos, los bárbaros» se apoyaba en diferencias culturales y lingüísticas más que biológicas. Ello respondía en parte a viejas tradiciones alimentarias e indumentarias, a los usos en el arte de la guerra o en el comportamiento familiar.

Tres corrientes culturales actuaban en esos años en su territorio. Una primera de tipo atlántico, vinculada a la tradición megalítica con una población de carácter indoeuropeo dedicada al comercio de los metales desde la época del Bronce que permitió el descubrimiento de la minería como una forma de valor, para decirlo como Karl Marx. Una segunda ligada al desarrollo de los campos de urnas que iba hasta el valle del Ebro desde los Pirineos con asentamientos bien definidos, asociada a menudo con los pueblos celtas. La tercera: la cultura ibérica propiamente dicha, que se extendía en el arco geográfico desde la desembocadura del río Segura hasta la bahía de Cádiz, espacio privilegiado de la llegada de los fenicios y de los griegos. La influencia griega en las expresiones artísticas contrasta con la manera de entender la religión. No existe ninguna huella del rechazo de la religión maligna entre los pueblos ibéricos, sino más bien la aceptación de la hechicería y la nigromancia a pesar del uso de formas griegas para dar cabida a esas creencias.

El icono por excelencia de esta época es la Dama de Elche, una obra de marcada influencia helenística. Desde su descubrimiento en el año 1897 en el yacimiento ibérico de la Alcudia, cerca de Elche, fue tema de controversia. Para unos se trataba abiertamente de una escultura realizada por griegos residentes en la Península; para otros mostraba a las claras la personificación del alma femenina española, que la enlazaba con la Carmen de Merimée. Fue colosal el escándalo suscitado por el investigador estadounidense John Moffit, que la consideró un «falso» elaborado en el siglo XIX. Aunque la tesis de Moffit no se sostiene, todavía quedan lagunas referentes a la época en que se hizo (¿la segunda mitad del siglo V a. C. o la primera mitad del siglo IV a. C.?) y a la identidad del personaje (¿una diosa de los muertos, tipo Perséfone griega, protectora de las almas y señora del más allá, una mujer mortal de elevada posición, una sacerdotisa?).

La Dama de Baza refuerza la idea de la originalidad y la autenticidad de estas esculturas y de su significado en la historia. Por eso es importante saber si España tiene algo que ver con esa época. Antonio García Bellido no lo dudó ni un momento, y la mayor parte de su extensísima obra (muy influyente hace unos años) se orientaba a demostrarlo; mientras que Américo Castro lo negó con sobrados argumentos, algunos historiadores modernos se resisten a esa idea, sugiriendo que es quizás demasiado radical.

El lector deberá tener en cuenta que esta parte es un procedimiento propedéutico, posible gracias al principio narrativo que crea un gran relato de lo que aconteció para que luego se pueda dirimir si esto tiene algo que ver con el tono y el carácter españoles.

Antes de pronunciarnos, veamos los rasgos principales.

España, una nueva historia

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