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RECORDAD NUMANCIA

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El regreso a Roma le deparó sorpresas. La más preocupante para él era que los iberos se habían rebelado de nuevo. Se propuso su reelección como cónsul, algo completamente irregular, con la misión de sofocar la rebelión. Emiliano veía el mundo de forma muy diferente al Senado: el final de una campaña era una puerta que conducía a la fase o la batalla siguiente. Lo que le importaba no era lograr solo una victoria, sino cómo quedaba él para iniciar la siguiente ronda. Vivía en el filo de la navaja, y lo sabía. ¿Qué hubiera sido de él si no lo hubieran nombrado cónsul en 147 a. C.? Habría sido un contratiempo devastador para su sueño de emular a Escipión el Africano. Si después de la elección se hubiera regodeado en su momento de gloria habría sembrado las semillas del fracaso para las siguientes etapas. Habría decepcionado a sus seguidores y habría estimulado a sus enemigos. Así pues, destruyó Cartago como ahora se disponía a destruir Numancia. Delante de las ruinas de esta vieja ciudad ibérica, situada en el cerro de Garray, cerca de la ciudad de Soria, nos llegan los ecos del asedio y de los sueños de libertad de sus habitantes. Ecos del viejo elogio del historiador Apiano, origen de la leyenda: «Era tan grande el amor de la libertad y del valor en esta ciudad bárbara y pequeña que desafiaron con inusitado arrojo al último general que les había puesto cerco con setenta mil hombres». ¿Qué pasó?

La campaña en Hispania del 133 a. C. se hizo manteniendo la vista en el futuro y en el tipo de éxito que le permitiría proseguir avanzando (al menos esa es la opinión del historiador Apiano, que sin duda seguía de cerca las descripciones de Polibio y de otros testigos oculares). Emiliano utilizó el mismo plan que en Cartago en sus esfuerzos para doblegar el espíritu de los numantinos. En lugar de intentar convencer a la gente para que aceptara la «fe romana», promoviendo la clemencia como había hecho el Africano con la población de Cartagena, se centró en el sentimiento de terror que su fama provocaba. Sabía que el asedio a una ciudad amurallada era un proceso de emociones: ordenó rodear la ciudad con un foso y una empalizada y la dejó perecer de hambre y de sed. La vista se le entorpeció entonces. Polibio le aconsejaba una postura más fluida y estratégica ante la vida. Nada termina nunca realmente; si decidía acabar para siempre con esa ciudad y con la cultura ibérica, la memoria de su sacrificio influiría e incluso determinaría su futuro personal. Algunas victorias son negativas, pues no llevan a ninguna parte, y algunas derrotas son positivas, pues funcionan como una llamada de advertencia o una lección. Ese tipo de pensamiento debería haber influido en Emiliano a poner mayor énfasis estratégico en el final. Le hubiera hecho observar a los iberos y decidir si era mejor ser generoso con ellos al final, dando un paso atrás y transformándolos en aliados, aprovechando el temor que todo asedio provoca. No lo hizo así, y decidió acabar con Numancia.

Ante Emiliano se desarrolló la «otra» manera de hacer la guerra, precisamente cuando se dio cuenta del inmenso error que significaba el perverso deseo de convertir la ciudad en cenizas. Emiliano nunca hubiera sido aprobado por Carl von Clausewitz, que postuló la necesidad de encontrar el momento adecuado para concluir una guerra. Al no hacerlo, Emiliano proporcionó a los numantinos la oportunidad de practicar el uso de la memoria en contra de su codicia y la vanidad de sus ilusiones de grandeza. Al considerar inevitable la derrota, optaron por la forma de caer con dignidad y brío. En la batalla de Numancia del año 133 a. C. murieron casi todos los iberos que combatían contra el ejército romano, pero lo hicieron heroicamente, negándose a rendirse y, como dice Apiano, «se dieron muerte a sí mismos, cada uno de forma diferente».

Los pocos supervivientes de Numancia ofrecieron una imagen terrible del vencido, «los cuerpos sucios y llenos de pelos, uñas y mugre, y despedían un hedor insoportable, y también era mugrienta la ropa que les cubría y no menos fétida»; e incluso en algunos se veían «la expresión de la cólera, del dolor, del esfuerzo y la conciencia de haberse devorado mutuamente». En otras palabras, Apiano le hace explícito a la sociedad romana, a la que iba dirigido su relato, la diversidad de la cultura ibérica, reveladora de una actitud ante la vida que no dejó de sorprender desde entonces hasta hoy. No estará solo en ese esfuerzo por tratar de comprender lo que allí sucedió: ni por otros historiadores de Roma como Floro u Orosio, ni por un gran número de intérpretes de esa gesta como Diego de Valera, Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales o el padre Juan de Mariana. Apiano no alude a los componentes «españoles» de la gesta: Miguel de Cervantes o Francisco de Rojas Zorrilla se encargarán de eso. En La destrucción de Numancia, escrita entre 1581 y 1585, Cervantes se echa a cuestas la totalidad de la memoria social del trágico suceso a fin de demostrar, no sé si a pesar de sí mismo, el destino manifiesto en la historia España que conduce directamente de los numantinos muertos en la hoguera por la libertad al imperio de Felipe II. Pero aun cuando Cervantes no se refiera a un aspecto concreto de eso que él llamaba la eterna forma de ser española, en todo momento nos ofrece los instrumentos escénicos para pensar en ella. Qué lastima que esas aspiraciones patrióticas rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración del dramaturgo Francisco de Rojas Zorrilla, «todos recordarán Numancia, pocos se acordarán de Escipión», sobre la que descansarán los dos dramas escritos hacia 1630, Numancia cercada y Numancia destruida. Décadas más tarde, enigmática y desesperadamente la defensa de los numantinos de su ciudad vuelve a aparecer como un reclamo a la conciencia patriótica en La Numantina: tragedia en cinco actos, de José Cadalso, cuyo estreno coincidió con el estallido de las guerras napoleónicas. En el imaginario español siempre habrá una Numancia en tiempos de penuria: valentía con un toque de intransigencia.

Esta actitud ante la heroica resistencia numantina tiene otro lado; lo que se suele llamar a menudo la suerte de Roma: negación de sus valores fundacionales (violencia, popularidad aristocrática, evergesía), rescate de todas las tradiciones que negó o destruyó, como las ibéricas, creación de una nueva moral sobre la cual construir en el futuro una salida del imperio, pero también interés por la revolución social de los esclavos que identifica la libertad con el orgullo de no ser romanos y que, ante el estupor de hombres como Emiliano, proponen regresar a sus países de origen.

España, una nueva historia

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