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EMILIANO, EL FINAL COMO COMIENZO

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La sabiduría consiste en saber cuándo acabar. Desde joven, el hijo de Lucio Emilio Paulo Macedónico, llamado Publio Emiliano, tenía un único sueño: ascender por la escala de la política y convertirse en un reputado general de la República. En su casa, con la ayuda de su esposa Sempronia, que era además su prima, acostumbraba reunir a lo mejor de la vida intelectual romana, al historiador Polibio, que le acompañaría en sus campañas, al poeta Lucilio o al filósofo Panecio de Rodas. Su actitud flemática ante la nueva crisis creada en Cartago le permitió causar buena impresión a la familia Escipión, cuyo miembro más relevante en aquellos años, Publio Cornelio, hijo del Africano, decidió adoptarle. Emiliano se convirtió así en Publio Escipión el Joven, un nombre que prometía excelentes conexiones políticas y un brillante porvenir en la República. Emiliano ansiaba alcanzar el cargo de cónsul; pero el Senado era extremadamente fiel a la tradición y nunca lo había concedido sin haber desempeñado antes una magistratura. Si no obtenía pronto el consulado, sería demasiado viejo para alcanzar el mando supremo de las legiones y le quemaba la ambición.

La primavera de 147 a. C. surgió por fin la oportunidad de su vida. Se difundió el rumor de que solo un Escipión podría acabar con Cartago. Doblegando la resistencia de los sectores más conservadores, se le propuso para el cargo de cónsul pese a no haber desempeñado antes ninguna magistratura. Esta no era la única dificultad, pese a que Emiliano disfrutaba del apoyo de su primo Tiberio Sempronio Graco, el artífice de la reforma agrícola, y podía contar con votos casi suficientes en el Senado para ganar la elección. Aun así, Emiliano se vio ante una situación terrible. Si entraba en la contienda por el cargo de cónsul tendría todas las posibilidades en contra: era joven —solo tenía treinta y ocho años— y la ley no estaba de su parte; además, sus valedores no eran quizás los más adecuados para sus objetivos. Si perdía se dañarían su reputación y la de su familia de adopción, los Escipiones, y quedaría fuera del camino para su meta a largo plazo. Si decidía no arriesgarse, por otra parte, tal vez tuviera que esperar diez años para que sugiera otra oportunidad y quizás por entonces la guerra con Cartago sería ya un recuerdo. Tras valorar el conjunto de circunstancias, abandonó toda cautela, entró en la carrera y ganó. Fue elegido cónsul.

El primer paso de Emiliano como nuevo cónsul fue llamar a su lado a las docenas de hombres jóvenes que le habían ayudado a lo largo de los años; y con ellos se marchó a África como había hecho en el pasado Publio Cornelio Escipión. Su estrategia de campaña contra Cartago era sencilla: aceptaría la postura de los senadores más radicales presentándose como el defensor más convencido de la necesaria destrucción de la ciudad. Era la estrategia de un hombre desesperado que reconocía que esa era su mejor y única posibilidad de victoria. Uno de sus seguidores fue Polibio. Juntos recorrieron Cartago legua a legua, siguiendo todos los caminos polvorientos y los senderos del ganado. Al llegar a una aldea, los legionarios quemaban las cosechas convencidos de que esa política de tierra quemada servía a los intereses de Roma. Emiliano tenía una memoria increíble para las citas de los clásicos (le gustaba recitar la Ilíada) y las utilizaba como ejemplos para sus acciones. Tenía el don de establecer analogías entre la leyenda y la historia. Así, tras el saqueo y el incendio de Cartago, exclamó ante la absorta mirada de Polibio, que se apresuró a anotar la frase para la posteridad: «Día vendrá en que perezca Ilión y el pueblo de Príamo, el de la buena lanza de fresno».

España, una nueva historia

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