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VIRIATO, EL VALOR DE LA INSURGENCIA

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Más que las campañas de las guerras púnicas, escenario de una renovable ordalía en nombre de la civilización, es la guerra contra la cultura ibérica el secreto todavía no del todo descifrado de Roma, la prefiguración de la conducta militar del pueblo que con el paso de los siglos mostrará su rostro en el sitio de Alesia contra Vercingétorix, en el saqueo de Alejandría o en la destrucción del templo de Jerusalén. La guerra de Roma contra los iberos es la primera manifestación de la insurgencia contra un poder imperial. Polibio, sorprendido por su peculiaridad, escribió que «si alguien imaginara una guerra de fuego no pensaría en otra que en esa». Los oscuros pastores lusitanos, los montañeses de Sierra Morena, desangraron las legiones romanas, luchando como guerrilleros contra un ejército regular imbuido del derecho de gentes, de la «buena fe» romana. (La palabra «guerrilla» es española y se acuñó muchos siglos después, entre 1808 y 1814, en la guerra contra Napoleón.)

Viriato (180 a. C.-139 a. C.) anticipa una figura heroica y al mismo tiempo terrible, cuyo rostro cambiará a lo largo de los siglos pero cuya razón de ser permanecerá inalterable: se trata de la revuelta de la etnia, el rechazo del helenismo en lo que significa de una civilización que se superpone a las culturas indígenas y las ahoga. Eso provocó la contenida admiración de los historiadores Diodoro y Apiano, que le describen como un hombre frugal, austero y disciplinado, además de generoso y sutil en sus comentarios a través de aforismos o cuentos morales. A intervalos cada vez más próximos, a un lado y a otro del Mediterráneo, el gesto de Viriato contra el poder de Roma adquiere un tono a veces religioso, pero siempre altivo y memorable: es el gesto de Judas Macabeo y sus hermanos, es el gesto de los zelotes en tiempos de Cristo, es el gesto de los bagaudas, en suma, el gesto de los desheredados de la tierra que se levantan en armas por lo que ellos creen la justicia del pueblo. Esa revuelta lusitana es una furiosa respuesta al proyecto del círculo de los Escipiones de civilizar el mundo aunque fuera en contra de su voluntad. La cultura romana quiere extirpar la entidad de los indígenas, a los que consideran bárbaros, es decir, iletrados sin formación latina. En su forma más radical pretende incluso que sea un pueblo indígena quien extirpe a otro. Así, parece que las carnicerías más abundantes se produjeron en los momentos de conflicto entre pueblos ibéricos con el decidido apoyo de los romanos.

La batalla de Beja, en el actual Alentejo portugués, en el 145 a. C. fue terrible para los romanos. Tras varios minutos de mortíferas descargas que habían segado varias oleadas de guerreros lusitanos, el grueso de la legión del general Fabio Emiliano, compuesta por infantes y tropas auxiliares de caballería de las tribus iberas amigas, quedó rodeada. Por desgracia para Emiliano, los legionarios no habían formado en cuadro, sino que se habían dispersado a lo largo de los riscos en una delgada línea y lanzaban sus jabalinas sin atender a las órdenes. El altivo general, como todos los comandantes romanos, había subestimado gravemente el tamaño de las tropas lusitanas. Pagó con su vida y la de sus tropas aquella estupidez táctica. Decenas de lusitanos, en efecto, rompieron con facilidad sus líneas, acuchillaron a sus hombres o los pusieron en fuga, y pronto estuvieron entre los carromatos y sin ninguna posibilidad de replegarse para un ulterior despliegue. Tras la humillante derrota de Beja, Roma por fin captó el significado militar del «guerrillero» Viriato, pero se negó a reconocer la potencia que se anunciaba en el mestizaje entre el desheredado y el insurgente. Y a este motivo se debió el desastroso curso de la campaña emprendida por el general Serviliano Cepión, que cayó con sus hombres en una emboscada en Sierra Morena. El general se salvó de la muerte en un gesto de Viriato difícil de entender, a no ser que se tenga en cuenta el deseo de alcanzar un acuerdo duradero con la potencia invasora.

Los guerreros lusitanos ganaban batalla tras batalla pero iban perdiendo hombres irreemplazables, mientras que los romanos conseguían en poco tiempo nuevas legiones para seguir la lucha. Era una situación desigual. Con el paso del tiempo Viriato fue consciente de que cualquier victoria suya traía consigo la llegada de otra oleada de legionarios que, con el pretexto de una revancha, consolidaban los cimientos de una ulterior conquista. Los sacrificios humanos, las decapitaciones, el asesinato de prisioneros, la idolatría, la poligamia y la ausencia de leyes escritas eran citados de forma asidua por los generales romanos en el Senado para obtener nuevos recursos y nuevas tropas. El resultado de ese cambio de actitud fue la conversión de Viriato en «amigo de Roma», es decir, en un hombre capaz de aceptar la civilización que se le proponía. El Senado rechazó la idea de un pacto con el indígena, el «guerrillero». Planeó su muerte por medio de la intriga, elemento imprescindible de la política, que diría Aristóteles. Marco Pompilio Lenas se acercó a tres hombres de confianza de Viriato, llamados Áudax, Ditalco y Minurus, y los sobornó: ellos constituyen la imagen más duradera de la traición y por lo tanto de la más hedionda moral, convertidos en los asesinos de Viriato, el héroe de la insurgencia, el comandante guerrillero. Al ir en busca de su recompensa, Pompilio dijo la famosa frase: «Roma no paga a traidores».

No la muerte, sino la añoranza del héroe, encuentra su resonancia más trágica en las Guerras ibéricas de Apiano. En ellas, asistimos a la descripción de un hombre singular, «el que más dotes de mando había tenido entre los bárbaros», y a la imagen de un guerrero valiente, justo en el reparto del botín, entusiasta de la independencia de su pueblo. Una leyenda.

España, una nueva historia

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