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ANTECEDENTES. CARTAGINESES CONTRA ROMANOS

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Otoño de 272 a. C. en las puertas de Argos, de la misma manera que el anciano Jerónimo de Cardia se despojaba de los prejuicios helenísticos hacia el mundo romano, el azar aparecía de repente en forma de una teja lanzada por la madre de un soldado argivo contra la cabeza del rey Pirro de Epiro, que cayó fulminado al instante. Más que cualquier otro rey del siglo III a. C., entre los sucesores de Alejandro Magno destacó Pirro, el cual, al salir de Sicilia tras su victoria en Ásculo, encontró la frase adecuada a lo que habría de suceder en el futuro, cuando afirmó que esa isla se convertiría en poco tiempo en la arena de combate entre Cartago y Roma. Pirro se hizo eco así de los insistentes rumores sobre la inminencia de un largo conflicto entre dos sistemas rivales en el Mediterráneo: el sistema propugnado por los comerciantes de Cartago, al que la familia de los Bárcidas prestaba todo su apoyo militar, y el sistema creado por la aristocracia senatorial de Roma, que se sustentaba por entonces en el círculo de los Escipiones (un abigarrado grupo de patricios romanos educados en el helenismo y decididamente partidarios de la ampliación del territorio de la República). Los historiadores han calificado el conflicto de guerras púnicas. La primera comenzó en el 264 a. C. cuando Amílcar Barca se opuso a la entrada ilegal de Roma en Mesina, Siracusa y otras ciudades sicilianas, y terminó en 241 a. C. tras una aplastante victoria naval de los romanos frente a las islas Egadas.

El abandono de Sicilia provocó una crisis política en Cartago, cuyos opulentos nobles se vieron obligados a combatir a los mercenarios que durante años habían utilizado en sus guerras por el Mediterráneo. Millares de ellos vivían en la ciudad y se levantaron contra las autoridades. Ese es el telón de fondo elegido por Flaubert para Salambó. En respuesta a la rebelión de los mercenarios, Amílcar Barca, el miembro más rico e influyente de la dinastía, decidió convertir la península Ibérica en una colonia cartaginesa. Los sacerdotes apoyaron su decisión y la transformaron en un gesto sagrado. Hicieron venir al mayor de sus tres hijos varones, un niño de nueve años llamado Aníbal: fue en ese momento cuando el padre le hizo jurar odio eterno a los romanos. Nunca rompió ese juramento, pese a que llegó a tener mil motivos para hacerlo. Pero el pueblo congregado en la plaza no acertó a ver que el gesto de ese niño sería el principal motivo del fin de Cartago. Como en otros muchos casos, el odio es la ruina de la civilización.

El primer acto que correspondía a un nuevo conquistador era decidir la zona de influencia cartaginesa mientras el general Amílcar Barca ocupaba las tierras entre Elche y Elda. Durante el tiempo que le quedó de vida (murió en el invierno de 229-228 a. C. en circunstancias poco claras), se hizo construir una leyenda, aunque también tuvo la desagradable visita de los legados de Roma indicándole que nunca atravesara la línea del Iber: en la actualidad no estamos seguros a qué río se referían, si al Ebro, el que nace en Fontibre y desemboca en Amposta; o a uno que entonces se llamaba así y que pudiera ser el actual Júcar. Cuando Amílcar escuchó esa advertencia no se preocupó lo más mínimo porque sus objetivos no iban más allá de Alicante en la costa y de Elda en el interior. Se eligió a un nuevo jefe. Este era el marido de una de sus hijas, de nombre Asdrúbal. Durante su mandato se fundó la capital del territorio cartaginés en la península Ibérica con el nombre de Qart Hadasht (Ciudad Nueva), la actual Cartagena, un puerto natural de excelente clima, flanqueado por cinco colinas y una laguna al noreste. Con esa decisión, Roma advirtió el peligro de que los cartagineses dominaran las riquezas de la Península. Una noche del año 221 a. C. fue asesinado en su tienda. Nunca se conoció la identidad del homicida. Las tropas llamaron a Aníbal, el hijo mayor de Amílcar, el del juramento, un joven despierto e inteligente, aunque demasiado ardoroso.

Aníbal llegó a Cartagena. Y desde el primer momento tuvo claro que no resultaba honorable aceptar la intimidación romana. No lo dudó y se dirigió contra Arse, la actual Sagunto. La ciudad resistió algunos meses tras sus poderosas murallas; pero el desinterés del Senado romano, poco atento al peligro que suponía la expedición de Aníbal, terminó con la toma de una ciudad desolada, pues sus habitantes prefirieron inmolarse en la hoguera antes de rendirse al general púnico. Luego, Aníbal se dirigió a los Alpes con la intención de llegar desde la Galia Cisalpina a Italia. Una campaña que culminó en Cannas, donde el general cartaginés derrotó a las legiones romanas en una de las batallas más cruentas de la historia: junto a los cónsules del año 216 a. C. Lucio Emilio Paulo y Terencio Varrón, dejaron la vida en aquella llanura sin árboles unos setenta mil soldados al caer la tarde del 2 de agosto. La memoria de ese matadero a orillas del río Ofanto tardaría en borrarse. De hecho, no se borró nunca. Muchos creen que se trata del acontecimiento más demoledor de la historia del mundo clásico. Polibio contribuyó a mantener vivo el recuerdo que con el paso de los años le permitiría redactar su célebre Historia, y el Senado romano apoyó la estrategia de cortar las raíces al enemigo, comenzando así el ataque contra los iberos que habían ayudado a Aníbal en la campaña. Por mi parte, estoy convencido de que el desastre de Cannas es el origen de la historia de España.

España, una nueva historia

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