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3 LAS HUELLAS DE ROMA (129 a.C.-409 d.C.)

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La abundancia me hace pobre.

OVIDIO

Conviene recordar que somos herederos del mundo romano, aunque formar parte de él haya sido el resultado de una cruenta ocupación militar. Un número importante de ciudades españolas fueron en sus inicios campamentos romanos o colonias donde solían retirarse los veteranos después del largo servicio militar. Las huellas artísticas del mundo romano son tan evidentes que nadie pretende negarlas; lo que sí se ha cuestionado es la fe ciega en un destino manifiesto. Américo Castro, sin ir más lejos, señaló la fabulosa españolidad de los romanos nacidos en Hispania. Personajes tan diversos como Trajano, Séneca o Marcial, cuyas poses señoreaban una galería ideal de españoles ilustres, pero en cuya forma de pensar y de ser no encontraba el sabio filólogo ningún rastro de la hechura vital española. He estudiado la vida de estos hombres insignes en más de una ocasión, sobre todo en la adolescencia, cuando debía responder a programas escolares asentados en los ideales de la Restauración. Miraba las fotos de sus bustos de cabeza amplia y romana mientras en casa escuchaba que el abuelo tenía una actitud senequista ante la vida. Me sentaba a ratos con mis propias dudas leyendo a escondidas los poemas subidos de tono de Marcial y buscaba en Plutarco una explicación a la diferencia de esos «españoles» con respecto a sus coetáneos nacidos en Siria, Dalmacia o el Danubio, puntos lejanos de la geografía del Imperio romano que a duras penas retenía en la memoria al no coincidir el nombre moderno con el que tuvo entonces. ¿No hay nada nuevo bajo el sol? Me lo preguntaba cada vez que escuchaba el argumento de que aquellos españoles habían aportado un punto de distinción, y en algunos casos incluso de excelencia. Con respecto a eso no había que fiarse de lo que esos manuales me indicaban, porque hasta ese momento solo me había traído terribles pesares. La situación se agravó cuando, en la primera adolescencia, me precipité sobre la novela Fabiola de Nicolás Patricio Esteban Wiseman, un sevillano del siglo XIX que llegó a ser arzobispo de Westminster. Los llantos de las catacumbas se sobreponían al majestuoso arte romano. Me pareció el quejido de unos seres humanos contra la injusticia de una civilización que había condenado a millones de personas a la esclavitud. Decidí comprobarlo con los medios que tenía a mi alcance, que por entonces se limitaban a monografías de inspiración marxista que hablaban crudamente de Espartaco y las rebeliones sociales. La película de Stanley Kubrick llenó de imaginación manierista ese modo de ver aquella época. Estaba a punto de entender algo que no fuera un ajuste en el conocimiento de las condiciones sociales de los colonos rurales. De pronto Pierre Dockès habló de la liberación medieval para el proceso de demolición del sistema esclavista. Pero todo eso parecía demasiado fácil. Había algo que no cuadraba.

En este capítulo indago en algunas de las características más generales y beneficiosas del legado clásico en la construcción de la historia de España. Con esta finalidad empleo una serie de comparaciones procedentes de la antropología interpretativa: la cultura frente a las costumbres y la cultura contra la superstición; los vínculos gentilicios y las redes sociales de carácter impersonal que sustentan un respeto a la ley y al derecho fijado en un texto; la latinización frente a las resistencias étnicas; el hogar tradicional ibérico frente al hogar forjado en la revolución antonina que propone la monogamia entre esposos y el afecto como fundamento del indisoluble vínculo matrimonial. Tal vez los principales puntos de este capítulo pueden parecer tópicos de un diorama de la cultura clásica en España, pero eso es olvidar que la presencia de esos monumentos constituye lugares de la memoria de un mundo que hemos perdido para siempre y que sin embargo está presente en cada gesto, palabra o acción realizadas incluso hoy en día cuando los valores clásicos son censurados por la corrección política.

España, una nueva historia

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