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EL VALOR DEL NOMBRE

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Al regresar de un largo viaje de inspección junto al prefecto Aelio Gallo, Estrabón describe desde Alejandría las principales características de Egipto, que acababa de convertirse en una provincia romana. Para un hombre de ciencia educado en el helenismo, ver es leer, saber es corregir. La biblioteca le ofrece un magnífico material para afrontar el ambicioso proyecto de escribir una geografía del mundo conocido a mayor gloria del emperador Tiberio. Los mitos son una forma de expresión de la verdad ancestral, no una ficción para entretener a la gente. Por eso reclama la autoridad de Homero tanto como la de Polibio: sus dos grandes referentes a la hora de construir ese «estado de la situación del mundo conocido» abierto a las redes comerciales del océano Índico y presidido por la paz romana. ¿Qué habría de encontrarse al viajar por las más remotas tierras un griego de principios del siglo I obligado a aceptar el juego de Roma?

La cercanía de las palabras Urbs y Orbis, una referida claramente a la ciudad de Roma, la capital de ese inmenso imperio que no preveía ninguna posibilidad, aunque fuese lejana, de desaparecer, y la otra al universo conocido, le permite legitimar la expresión de Ovidio dirigida al dios Terminus: Romanae spatium est urbis et orbis idem. No fue el primero en hacerlo ni sería el último; el proceso lo comenzaron Polibio y Dionisio de Halicarnaso, lo seguiría Aelio Arístides, y Estrabón contribuyó decisivamente a la invención de una Roma decidida a civilizar a los pueblos bárbaros de su entorno. Estaba asombrado por lo que oía, más que por lo que veía. Probablemente, ningún sabio antes que él había sido tan consciente de la importancia de fijar en un escrito las tradiciones de unos pueblos que, al cabo, estaban a punto de desaparecer para siempre. Si la historia es un juego de poder, Roma era su centro neurálgico. Aceptó la situación de superioridad de la cultura latina convencido de que el resto del mundo comprendería sus motivos. Solo con tal convencimiento, sus descripciones geográficas tenían interés para él mismo y para los demás. Una y otra vez, tras largos viajes de exploración desde el Cáucaso a Cerdeña, su encendido entusiasmo por el torniamo a Roma se convertía en estímulo para continuar la redacción de su magna obra. El tercer volumen lo dedicó íntegramente a Iberia.

El nombre Iberia, indiscutiblemente griego como los montes Pirineos o las Columnas de Hércules, tenía una larga tradición que se remontaba al historiador Heródoto. Pero las impresiones recibidas por Estrabón contribuyeron a fijar el paisaje y la memoria de la península Ibérica durante siglos al vincularlos a otro de los etnónimos más decisivos en ese verdadero acto de nombrar lo desconocido, el de celtíberos, utilizado para designar a las poblaciones de este origen que habitaban en amplias zonas de la Península.

La primera impresión de Estrabón fue de desagrado. Desde el momento que ordenó los materiales que le sirvieron para redactar su Geografía, Iberia fue envuelta en un halo de tristeza, quizás porque, «en su mayor extensión, es una tierra poco habitable, pues casi toda se halla cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regada. La región septentrional es muy fría por ser accidentada en extremo, y por estar al lado del mar se halla privada de relaciones y comunicaciones con las demás tierras, de manera que es muy poco hospitalaria. Así es el carácter de esta región. La meridional casi toda ella es fértil». Esa imagen ha perdurado durante siglos. Una geografía difícil, cuando no inhóspita, cuyo perfil resulta atractivo para las metáforas ya que el país se parece «a una piel tendida en el sentido de su longitud de Occidente a Oriente, de modo que la parte delantera mire al Oriente, y en sentido de su anchura del septentrión al Mediodía». La piel de toro. Una de las imágenes más perdurables de la Península a largo de los siglos, que llega incluso a poetas contemporáneos como Salvador Espriu, quien la convirtió en el centro de sus contrastadas reflexiones sobre el ser de España.

La Geografía de Estrabón ocurre en múltiples tiempos, la época de los griegos y de los cartagineses, antes de la llegada de los romanos. Esa trama de la historia abarca todas las posibilidades de los pueblos ibéricos, y una de ellas, la mejor sin duda para su porvenir, fue haber adoptado los valores del mundo romano. En aquel tiempo pocos se atrevían a negarlo. El imperio de Augusto y sus sucesores fue un Estado policial donde, como decía el gran poeta satírico Marcial, nadie hablaba de política en la mesa.

Es cierto: cuando Estrabón escribe su célebre geografía, la gloria Romanorum es una realidad aceptada por casi todo el mundo en la península Ibérica. Prueba de ello son la calidad de su urbanismo, la solidez de su derecho privado, la eficacia de sus instituciones públicas y la importancia de su filosofía y de su literatura. Hispania formaba parte del mundo romano, gustara o no a los hacendados locales, nostálgicos del pasado ibero. Este asunto nunca ha dejado de debatirse en la sociedad española que usa el legado de la cultura clásica para proponer un reconocimiento de ese legado en la formación de España: la educación basada en lo que Jacqueline de Romilly llama el tesoro de los saberes olvidados.

No entraré en los gustos literarios de las generaciones que me han precedido, ni de su permanente invocación de los autores clásicos como prueba de excelencias educativas; solo quiero hacer notar el esfuerzo que significaba mirar a través de ellos a la realidad de un país que quería encontrar señas de identidad en un pasado remoto cuando la lengua literaria era el latín y la cultura política dependía de las ideas forjadas en el Senado. El valor de los clásicos latinos era sin duda un modo de reconocer las huellas de Roma.

España, una nueva historia

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