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UNA GUERRA MÁS QUE CIVIL

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De «guerra más que civil» calificó Isidoro de Sevilla el conflicto entre Leovigildo y sus hijos Hermenegildo y Recaredo: expresión prematura de una singular forma de ser española, donde el hecho religioso enfrenta al padre con el hijo. Para cualquier rey visigodo, sostiene Herwig Wolfram, siguiendo a Jordanes y Casiodoro, el peligro está en el origen de la legitimidad. Leandro de Sevilla tocaba ese punto con insolencia, y con ello cuestionaba la autoridad de Leovigildo, un arriano convencido como todos sus antepasados desde que fueron evangelizados por el obispo Ulfilas, proponiendo como rey a su hijo Hermenegildo, paladín de la causa católica. En cuanto a los catorce años de reinado de Leovigildo (572-586), la guerra contra los vascones y la fundación de la ciudad de Vitoria, en la llanura alavesa, aluden en último término a su deseo de articular un territorio fuerte sin injerencia eclesiástica. Ningún otro rey se atrevió a tanto ni fue tan lejos para caer tan bajo.

La legitimidad de su gobierno se cuestionó al mostrarse los efectos devastadores de las guerras de unificación territorial; Leovigildo respondía a cada ataque con medidas de buen gobernante. Nada sin embargo es suficiente sin la obligada legitimidad. Leandro de Sevilla se la negó en repetidas ocasiones, también su hijo Hermenegildo y los grupos dirigentes de Sevilla, Córdoba y otras ciudades de la Bética. Tras un largo conflicto, Hermenegildo cayó prisionero y fue trasladado a Tarragona, donde murió a manos del carcelero, según la leyenda por negarse a comulgar de manos de un obispo arriano. ¡Cuánta gente a lo largo de los siglos ha tratado de entender esa muerte! Un tirano, dijo de él Juan de Biclaro y corroboró san Isidoro al considerar su gobierno injusto. Con todo, la muerte de Hermenegildo sigue siendo un enigma en la conciencia española incluso para un escritor como Saavedra Fajardo, que en su Corona gótica escribe sobre Leovigildo, sin que le tiemble el pulso, que «a su prudencia y valor se debe la grandeza del reino de los godos en España». Pero por entonces el escritor Ambrosio de Morales había convertido a Hermenegildo en mártir de la fe católica, una idea muy del gusto de Felipe II. El hijo rebelde, el tirano, fue canonizado y se convirtió en el paladín de la españolidad. Dejó una viuda que se jugó su futuro en la política internacional.

La princesa franca Ingunda, hija de Brunequilda y Sigiberto I, para reparar la muerte de su esposo Hermenegildo buscó el apoyo de Mauricio, emperador romano desde el año 582. Realizó la gestión el magister militum Spaniae de la provincia bizantina que se extendía desde Málaga hasta la desembocadura del Guadalete. El imperio la ocupaba desde tiempos de Justiniano, tras una corta campaña militar. Por esos años, cuenta Theophylacto Simocatta, Mauricio estaba decidido a incrementar la presencia en Occidente fortaleciendo la plaza de Cartago, hacia donde se embarcó la infortunada Ingunda. Era la gran oportunidad de convertir la vieja Bética en una provincia romana, lejos del control de los visigodos. Nunca llegó a su destino. Un naufragio impidió el proyecto de la altiva princesa merovingia. Mauricio se preocupó entonces de apoyar a Cosroes II fimando una paz duradera con la Persia sasánida, que duró hasta que el emperador fue asesinado por el siniestro Focas. El monofisismo (la doctrina que sostenía que Cristo solo tenía una naturaleza, la divina) comenzó a extenderse por todo el Mediterráneo. Fue la creencia con más adeptos en las iglesias copta, jacobita, apostólica de Armenia, de Etiopía y de Eritrea; también llegó a Tunicia, el Magreb, la Bética y otras regiones de la península Ibérica.

En el 589, apenas tres años después de su elevación al trono, Recaredo hizo cambios decisivos en la distribución del poder del Regnum visigodo; fue en el III Concilio de Toledo, en el que además hizo público su rechazo del arrianismo y su conversión al catolicismo. Momento decisivo, quizás no en el sentido que en 1891 Francisco Simonet planteó en su curioso ensayo El Concilio III de Toledo, base de la nacionalidad y civilización española. Sin caer en esos extravíos finiseculares, me parece percibir en la convocatoria del concilio toledano la intención de la Iglesia española (hoy se dice hispana, por miedo a traducir el viejo término latino) de teatralizar la vida política y de incluir los concilios como una institución legislativa y de control de las tareas de gobierno. El canon 18 fijaba que cada año, el 1 de noviembre, se celebrase en cada provincia un concilio en el lugar designado por el metropolitano (una autoridad eclesiástica, por supuesto), al que deberán asistir «por decreto del glorioso señor nuestro», es decir, del rey, los jueces, los condes locales, los procuradores de los patrimonios fiscales a fin de ser instruidos en las novedades del gobierno de la patria gothorum.

Los concilios toledanos. No solo son severas manifestaciones del poder de la Iglesia católica; también son espejos donde se refleja la política de los diferentes reyes visigodos: el IV del año 633 define a Sisenando sumido en el obligado precepto de legitimidad al verse un usurpador como lo habían sido Witerico y Gundemaro. Al querer mostrarse legítimo sigue el razonamiento episcopal: rex eris si recte facias; si non facias non eris; el V y el VI de 638, que muestran la personalidad de Chintila; el VIII de 653 sirvió para debatir el sueño de Recesvinto de un código legal de aplicación para todos los habitantes del reino; o los últimos en tiempos de Égica, tan tensos por la situación creada en el seno del palacio real. Teatralizar la política visigoda imprime una impronta de inimitable singularidad a unas reuniones que, sin ese efecto, hubieran pasado desapercibidas no solo para la población de su época, sino para la historia ulterior.

Pero la Iglesia fue aún más lejos en el examen de la legitimidad del poder de los reyes visigodos. Contó para ello con una figura verdaderamente excepcional, san Isidoro de Sevilla.

España, una nueva historia

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