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EL CÍRCULO DEL PODER

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El sistema político ideado por san Isidoro estuvo vigente, con breves interrupciones, durante todo el siglo VII, la época clásica de los visigodos en España. La construcción del reino no fue una tarea fácil. La guerra había sido la fuente de la legitimidad durante el largo período de las migraciones; pero esa época había acabado. Se mantenían las incursiones contra los poderosos locales o contra los suevos instalados en Galicia o los bizantinos de la Bética. Eran sin duda una fuente de riqueza y por tanto de superioridad, pero el círculo del poder se debía fraguar desde otros principios. Había llegado el momento esperado por los obispos. Se trataba de fortalecer el tesoro real obtenido de las rapiñas anteriores (buena parte procedía aún del saqueo de Roma por Alarico en 410) mediante la canalización de tributos de los hacendados locales y de los pequeños propietarios a cambio de la protección por los jueces y magistrados públicos. Esto es lo que hacía por entonces el Imperio bizantino, cuyo modelo servía de parangón. Estas rentas canalizaban además las imposiciones que los dueños de las grandes villae cobraban a los campesinos de los alrededores, obligados a aceptar el patrocinio de los señores si no querían caer en la servidumbre o la esclavitud. Los impuestos eran tanto más pesados cuanto mayor era la exigencia de los reyes de obtener una parte de ellos. La coacción a la masa campesina fomentó el crecimiento de la economía agrícola y abrió nuevas vías de intercambio comercial entre el campo y la ciudad. La circulación de la moneda es un indicio del crecimiento económico producido a medida que los efectos de la ordenación fiscal se hicieron permanentes. Las revueltas de los campesinos y la agitación de los señores locales eran sofocadas con crudeza debido en parte a que la noción de paz se convirtió en la norma constitutiva de un reino asentado en las ideas y los principios del cristianismo católico. Los obispos fomentaron la rivalidad para convertirse en necesarios en cualquier momento. La distribución de cargos a los gardingos, como se llamó a los miembros del séquito real, la consagración de iglesias y la convocatoria de concilios fueron la condición esencial del poder: del que los reyes visigodos ejercían sobre sus compañeros de armas y del que los obispos, en nombre de Dios, delegaban en ellos. Fueron igualmente la condición de una regeneración de los circuitos de intercambio que conectaban las haciendas agrícolas del interior con los puertos del Mediterráneo donde naves bizantinas, sirias o amalfitanas llevaban los productos a Oriente como en los viejos tiempos del imperio. De esos actos dependió la suerte del reino.

Sucedió, pues, que la economía comenzó a depender cada vez más de la concesión de beneficios a los miembros relevantes del palacio; las rentas se consideraron regalos de los reyes a los que era necesario responder siguiendo una costumbre que desde Marcel Mauss solemos calificar de «cultura del don». Verosímilmente, la sociedad visigoda del siglo VII apreció la distribución de cargos y rentas. Lo mismo pasó con las concesiones de tierra en «precaria», que los reyes y los obispos concedían a los amigos de la vecindad. No menos extraordinario fue convertir el regalo en la clave de los intercambios matrimoniales. Comenzó con el gesto de Chilperico de entregar a su hija al rey godo junto a una inmensa cantidad de oro, de plata y de vestidos, se apresura a señalar Gregorio de Tours, orgulloso de pensar que esa práctica era originariamente merovingia, cuando también la encontramos en los pueblos sajones que elaboraron la literatura épica con obras como el Beowulf.

«Mi libertad por el precio de un caballo». La fábula del origen del pueblo visigodo se la debemos al historiador Jordanes y se refiere a un pasado claramente mítico en que los godos eran esclavos en una misteriosa isla. Uno de sus héroes consiguió liberarlos unius cavalli praetio. Vemos aquí una vez más el poder del motivo épico sobre la historia que llega hasta la exclamación del personaje de Shakespeare «mi reino por un caballo». ¿Quizás a él se refería san Isidoro cuando reconocía que a los jóvenes había que educarlos siguiendo los carmina maiorum, las canciones de los antepasados? Pero la evocación del mito pasa cuando los hombres comenzaban a tener necesidad de formar conceptos políticos, en detrimento de las imágenes heroicas del remoto pasado. En su conjunto, se trata de una representación de aquello que una vez quizás fuese verdad, como ocurre con la mayoría de los mitos. La idea de que un gesto crea una sociedad se ha convertido en una figura literaria y, sospechaba Menéndez Pidal en Los godos y el origen de la epopeya española, en el punto de partida de una recreación épica de la fortuna y la desgracia de los visigodos, al cabo un pueblo guerrero indoeuropeo.

Como si se quisiera demostrar que ningún sistema político es perfecto, el IV Concilio de Toledo, obedeciendo el consejo del rey Chintila, decidió en el verano de 636 emprender una serie de purgas contra los señores locales. La sociedad visigoda acabó dividida en dos bandos ideológicamente hostiles. La influencia de los obispos fue cada vez mayor, si nos fijamos en la figura de Braulio de Zaragoza, y se advierte perfectamente en los dos grandes productos culturales del reino visigodo durante la segunda mitad del siglo VII: el arte y la literatura.

Los visigodos siempre habían contado historias sobre sus orígenes, los motivos de su larga marcha desde el mar Negro hasta Toledo y las aventuras de los principales reyes. Esta historia nació por la necesidad de entender el lugar que ocupaban en el mundo tras la desaparición del Imperio romano de Occidente; no eran literalmente verdaderas, pero cumplían una función más importante que las simples crónicas monásticas. Es lo que hizo Máximo de Zaragoza y en otra línea el sorprendente anacoreta Valerio del Bierzo.

La historia de los visigodos vista desde la vita de Valerio del Bierzo es la historia del tránsito del orden antiguo al medieval, y del rechazo de ambos. Casi todas las vidas de santos anacoretas del siglo VII sitúan la existencia humana en un relato de renuncia al mundo, y de ese modo el carácter ejemplar de sus actuaciones tiende un puente entre el deseo humano de significados y el hecho de que en esos años el mundo careciera básicamente de sentido: es la historia de la ruina de la civilización imperial romana.

Valerio es uno de los principales testigos de esa ruina. Lo hace al narrar la vivencia de la monja Egeria. El fin de una época puede ser observado por un sujeto único. La memoria del pasado exige que ese sujeto busque un testigo presencial. Valerio se fija en la monja Egeria, del Bierzo como él, para enseñar a vivir fuera del cielo. En su fondo esotérico, la vita de Valerio se inclina por el relato de la inolvidable época del imperio. Esa actitud no basta para salvar la civilización visigoda, incluso acelera su ruina. Durante algunos años, los reyes trataron de impedirlo, pero con pobres resultados.

A distancia, en la costa oriental del Mediterráneo, cae la gigantesca estatua del Coloso de Rodas, que servía de faro a los navegantes. Año 654. Ese hecho desplazó los debates sobre la guerra con Persia y el avance árabe al sur del Jordán al campo de las metáforas. La ruina de lo que hoy consideramos una de las ocho maravillas del mundo antiguo hizo reflexionar sobre el sentido de la historia; algo así ocurrió en nuestros días con la caída del muro de Berlín, un icono de la guerra fría.

España, una nueva historia

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