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ESTAMPAS DE LA ROMANIZACIÓN

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La romanización de la península Ibérica se articuló sobre dos ejes. El primer eje fue la construcción de una funcional red de calzadas que permitiera que las legiones se desplazaran con rapidez de un lugar a otro y, el segundo, la creación de plazas fortificadas donde se asentaran unas guarniciones fijas, en las que con el tiempo acudieron veteranos del ejército, artesanos y mercaderes. Esa red de calzadas, según Estrabón, alcanzó una longitud de casi siete mil kilómetros, y a menudo en ellas se alzaba un arco triunfal como en Bará, en la Vía Augusta, o en Cáparra en la calzada que unía Mérida y Astorga. El segundo eje fue la creación de un espectacular mapa urbano. Las colonias militares se transformaron en prósperas ciudades con sus matrices urbanísticas basadas en el cruce de dos calles, el decumanus (este-oeste) y el cardo maximus (norte-sur), donde se levantan sus célebres monumentos: murallas, teatros, templos, termas, circos, cuya presencia aún hoy es un indicio claro de que allí hubo alguna vez una ciudad romana.

Algunas ciudades se convirtieron en modelos; fueron copiadas por sus vecinos hasta el punto de que es posible suponer que en muchos lugares se romanizaron a sí mismos. El urbanismo se convirtió en el elemento fundamental de la lucha contra la sociedad indígena, que los romanos calificaban de bárbara como antes habían hecho los griegos. Las obras de arte sostenían esa lucha, incluso cuando no se refería directamente a ella, como es el caso del mausoleo de Lucio Emilio Lupo en la ribera del Matarraña, cerca de la localidad de Fabara, o el de los Atilios en Sádaba. Dentro de las ciudades, las casas de madera, más o menos toscas, sustituyeron a las viviendas de adobe con techumbre de paja propias de los indígenas; y el reclamo a los tratados de arquitectura como el de Vitruvio les confirió el aspecto de fincas con magníficos mosaicos en el suelo, como podemos ver en la villa de Materno, en Carranque. Al entrar en ella descubrimos una vez más el sentido austero y patriarcal de la familia que dispone el propio ordenamiento de la casa, centrada en el atrium, el patio donde se instala una fuente que diluye el calor estival por medio de sus lascivos murmullos.

La famosa armonía del arte romano no descansaba solo en las propiedades inherentes a una determinada estética, sino a un gesto social más amplio, deliberadamente impuesto por igual en todos los territorios del imperio. Por lo tanto, un análisis del arte romano tan abundante en la península Ibérica no es una empresa autónoma, sino un estudio de la cultura que lo creó y desarrolló a lo largo de los siglos.

Comencemos en Itálica. Es difícil encontrar un ejemplo mejor del hecho de que la romanización fue a la vez un proceso urbanístico y un elogio a la arquitectura civil. Sus ruinas se presentan a nuestros ojos, y siempre lo han hecho, al menos desde que en el siglo XVII el poeta Rodrigo Caro le dedicara sentidos versos, en un contexto donde su arte tiene un estatus peculiar, elevado, de una significación misteriosa como Palmira, su oponente al otro lado del mundo romano. Sobre Itálica, Apiano cuenta con garantías que fue fundada por Publio Cornelio Escipión el Africano como colonia para los soldados heridos que habían participado en la batalla de Ilipa. Esa venerable fundación en el año 205 a. C. fue esgrimida en varias ocasiones por sus hijos ilustres, al menos nueve senadores o quizás más y, con seguridad, dos emperadores, Marco Ulpio Trajano y Publio Aelio Adriano.

«¿Qué puedo hacer por mi ciudad?» se preguntó precisamente Adriano, tan aficionado a los viajes por todo el Imperio romano. Y la respuesta fue la creación de la nova urbs. Hay en Itálica tres aspectos de la vida romana que deben ponerse en relación. El primero, como siempre en cuestiones referentes al mundo romano, es la fuerza del teatro situado en la vetus urbs y el anfiteatro, hoy rodeado de un parque forestal moderno, espacios que hablan de la importancia concedida al arte dramático y al deporte en la vida ciudadana. El segundo es la anchura de sus calles y de sus aceras porticadas, en cuyo trazado octogonal se percibe el enlosado, los bordillos y las cimentaciones de los pilares de los pórticos. Y el tercero y más difícil de percibir es el servicio de abastecimiento de agua a través de tuberías de plomo desde un acueducto a las cisternas y las fuentes de la ciudad y la sofisticada red de cloacas, visibles actualmente bajo unas rejas en los cruces de las calles.

Mérida es un caso diferente. Su nombre, Emérita Augusta, indica que fue fundada por el emperador Octavio en el 25 d. C. con soldados «eméritos», es decir, retirados de las guerras cántabras, en la confluencia de dos ríos. Sus ruinas no dejan insensible al espectador interesado en el mundo romano. El anfiteatro, el circo, los templos, los puentes, el acueducto y, sobre todo, el teatro mandado construir por el general Marco Agripa y ampliado en la época de Trajano hasta llegar a los seis mil espectadores que entraban en su galería. Se requiere un poco de tiempo para llegar a comprender del todo el significado histórico de tan majestuosas ruinas, testigos implacables del paso del tiempo. Y es que Mérida, más que cualquier otra ciudad, está allí para indicarnos la verdad de esas rupturas que impiden conectar el pasado romano con nuestro mundo. Este espíritu agonístico aparece por todas partes: en el cruce de una calle, en la referencia a la capital visigoda que una vez fue, en las fortificaciones omeyas, en las iglesias cristianas o en la frivolidad de los invasores franceses cuando arrasaron los viejos monumentos. Y así, sucesivamente, el paso de la historia se percibe como una llamada de atención. En la batalla de Mérida, en tiempos del rey Alfonso IX, se apareció Santiago, patrón de España, guiando los escuadrones «con el acero tinto en sangre», como dice el cronista, insensible sin embargo al esplendoroso pasado romano de la ciudad. En suma, en tanto que icono de la romanización en Hispania, Mérida se halla situada entre la propaganda política del imperio y el ir y venir de sus ciudadanos, en particular los juristas, y esa imagen es la que le confiere su extraña fuerza, que no vemos siquiera en Bosra, cuyo teatro romano es el único que quizás puede competir con el emeritense.

Tarragona tiene una atmósfera de distinguida austeridad y una melancolía especial y agradable, quizás por ser obra de los Escipiones: Tarraco Scipionum Opus, como se puede leer en una lápida conmemorativa en referencia a la fundación de la ciudad a comienzos de la presencia de Roma en la península Ibérica. Este primitivo asentamiento romano, que estaba cerca de un oppidum ibérico, estuvo constituido por dos núcleos bien diferentes, un campamento militar en la parte alta y un área residencial en el puerto marítimo. Alrededor de estos viejos núcleos y sobre cierta parte de los mismos, elevando los muros exteriores e impregnándola del espíritu militar propio de la guerra civil, César fundó la Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraconensis y la convirtió en capital de la Tarraconense. Comenzó de esta manera un proceso de urbanización que culminaría en la época de Adriano con la construcción de su famoso anfiteatro.

Las estampas de Roma se perciben en toda la península Ibérica en múltiples manifestaciones de tipo arqueológico y monumental: la Torre de Hércules en La Coruña, las columnas de la calle Claudio Marcelo de Córdoba, las ruinas de Zaila y de Carteya, el puente de Alcántara sobre el Tajo o el acueducto de Segovia.

España, una nueva historia

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