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GUERRAS CÁNTABRAS

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La primera semilla de los males futuros del Imperio romano fue la decisión de Octavio Augusto de pedir al Senado poderes ilimitados para acabar con la disidencia en la península Ibérica. ¿Es que nadie quiso entender que ocupar el territorio cántabro y tratar de romanizarlo (con o sin aliados) era esencialmente una empresa imperial y que no solo costaría grandes sumas de dinero a las arcas públicas sino que llevaría muchos años alcanzar el «triunfo»? Es posible que Octavio leyera a Polibio cuando planeó la campaña contra los pueblos cántabros; pero no debió de entenderlo habida cuenta de que la destrucción de Cartago costó más de un siglo y miles de soldados romanos.

La campaña contra los pueblos cántabros tuvo sus cronistas en Dión Casio y Floro y su historiador moderno en Adolf Schulten. Alcanzó su punto álgido el año 26 a. C. cuando el emperador en persona se hizo cargo de las operaciones, sustituyendo los campamentos de León, Lugo o Astorga por el de Segísemo, más cercano al teatro de operaciones. Entonces solo se hablaba de poner fin cuanto antes a la resistencia, sin importar el coste humano. Así, escribe Dión Casio: «De los cántabros no se cogieron muchos prisioneros; pues cuando desesperaron de su libertad no quisieron soportar más la vida, sino que incendiaron antes sus murallas, unos se degollaron, otros quisieron perecer en las mismas llamas, otros ingirieron un veneno de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció». Esa fama los convirtió junto a los astures en objetivo de la poesía de Horacio, que los llegó a comparar con los escitas o los medos. La poesía legitimó la leyenda de una Cantabria resistente a la romanización, un tópico más que una realidad, que sin embargo vemos aún en fiestas populares como las celebradas en Los Corrales de Buelna.

Hispania formará parte desde ese momento del mundo romano sin disidencias destacables. El imperio de Augusto, como habían temido Cicerón y otros relevantes republicanos, era un régimen horrible, pero acatado por todos. Según Ramsay MacMullen, en esos años se incrementó el proceso de urbanización, se mejoró la calidad de las obras públicas y se produjo una colonización a gran escala, en la que a los veteranos de las legiones se sumaba la plebe procedente de la metrópoli. Además de eso, se llevó a cabo un agudo inventario de los territorios hispánicos, que fueron divididos en tres provincias, dotada cada una de ellas con su capital correspondiente al tiempo que se fragmentó los territorios en conventus con una finalidad jurídica y fiscal.

El latín era la lengua de los dirigentes imperiales y poco a poco se convirtió en la lengua de los negocios, de la cultura y de la vida cotidiana entre los pueblos hispanos. El griego era simplemente un toque de distinción reservado en estas tierras para unos pocos. Las lenguas prerromanas comenzaron a zozobrar, en especial el ibérico, la mejor documentada gracias al millar largo de documentos existentes (analizados por Manuel Gómez Moreno en la década de 1920, todavía hay serias discrepancias entre quienes piensan que su alfabeto es de origen fenicio y entre los que sostienen, como Jaime Siles, que es de origen griego). Pero el caso es que hoy la lengua ibérica permanece indescifrada, pese a haberse avanzado en la idea de que no pertenece a las lenguas indoeuropeas, ni se relaciona con el vasco. Su desaparición se consumó en poco tiempo ante la indiferencia de los romanos. Una cultura aislada es vulnerable, de ahí que necesite la fuerza de unirse a un grupo, aunque la adopción de una lengua foránea se torne destrucción de la propia.

A comienzos del siglo I las señas de identidad de los pueblos de la península Ibérica comenzaban por el reconocimiento de la romanización. Resistirse a ella era un hecho problemático, condenado al fracaso. Esa fue la eficacia de la propaganda forjada por la dinastía Julio-Claudia. Para su difusión contó con tres eficaces procedimientos de propaganda política: una descripción de la geografía del Imperio romano realizada por un autor relevante, poco sospechoso de ser un panegirista del poder imperial; una excelente literatura en latín; y la construcción de obras públicas (calzadas, murallas, acueductos, arcos de triunfo, templos, anfiteatros, circos), iconos de la civilización romana desde Palmira a Mérida.

España, una nueva historia

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