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4 FUGAS SOBRE LOS VISIGODOS (409-711)

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Tan pronto como estuve instalado en mi casa y en mi biblioteca, emprendí la composición del primer volumen de mi Historia. Al comienzo, todo era oscuro y dudoso, incluso el título de la obra, la verdadera época de la decadencia y caída del Imperio, los límites de la introducción, la división de los capítulos y el orden de la narración, de modo que a menudo me tentaba la idea de arrojar por la borda el trabajo de siete años. El estilo de un autor debería ser la imagen de su mente, pero la selección y el gobierno de la lengua son fruto de la práctica. Experimenté extensamente antes de dar con un tono a medio camino entre la crónica aburrida y la declamación retórica; tres veces compuse el primer capítulo, y dos el segundo y el tercero, antes de estar razonablemente satisfecho con el efecto.

EDWARD GIBBON

¿Cuál es el origen del orgullo visigodo? Los visigodos llevaban siglos de vida nómada cuando en el verano del 378 acudieron a un lugar al sur de Danubio llamado Adrianópolis. Buscaban una tierra donde asentarse tras haber sido expulsados de las fértiles llanuras del Don por los hunos, un pueblo procedente de la estepas. Firmar un acuerdo, un pacto (en latín, fœdus), con las autoridades y dejar el nomadismo por la agricultura. Cuando llegaron al lugar, lo único que vieron fueron las relucientes legiones romanas al frente de las cuales se encontraba el emperador Valente, que en esos días mostró cierta negligencia al no esperar a su sobrino Graciano, que acudía a marchas forzadas a su encuentro. Decidió atacar de frente y sin pensarlo dos veces a aquel contingente de visigodos cansados, algo confundidos, con unos lábaros que el viento hacía ondear ruidosamente. Una vez terminada la batalla del 9 de agosto, el lugar se había convertido en un cementerio para las legiones romanas y para el propio emperador, que pereció abrasado en su tienda. Pasaron los años y el recuerdo del suceso se incrementó cuando el rey Alarico I saqueó Roma el 410, mientras seguía buscando una tierra donde asentar a su pueblo. Al contar estas historias, una y otra vez, los visigodos alcanzaron cierto prestigio entre los pueblos nómadas que invadieron el Imperio romano, aunque en ocasiones debían competir con otras historias sustanciosas como la de los francos, los burgundios o los sajones. Probablemente, cada generación de visigodos, desde la victoria en Adrianópolis, contaba con un hecho del cual poder jactarse pero ¿acaso existían también logros culturales de amplio alcance, decisiones políticas, creencias religiosas o atributos nacionales de lo que al menos los visigodos educados se sintieran consciente o inconscientemente orgullosos?

¿Qué decir de los visigodos? En el terreno del arte no hay mucho debate; nos gustan el tesoro de Guarrazar y las iglesias de San Juan de Baños, San Pedro de la Nave o Santa María de Quintaniña de las Viñas. También sentimos interés por el trabajo de los orfebres que producían fíbulas, hebillas o cruces de bronce troquelado. Cualquier acercamiento estético es una apuesta personal, no subjetiva, ya que obedece a cuestiones de criterio forjadas en la educación escolar, en las guías turísticas o en las observaciones de los expertos desde tiempos de Manuel Gómez Moreno. ¿Cómo dudar de la extensión de ese arte a la cultura de un largo período de dos siglos cuando contemplamos la exposición de las pizarras de la época visigoda organizada por el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua? Sin el estudio del legado visigodo, la historia de España sería incomprensible y sin embargo aún hay quien duda en hacerlo en los programas escolares. Eso ya no ocurre con los lombardos en Italia, los francos en Francia o los sajones en Inglaterra, pero los visigodos son siempre otra cosa. Su mundo se presenta en fragmentos, que los investigadores van encontrando gracias a la vía abierta por el insigne latinista Manuel C. Díaz y Díaz.

Tenía nueve años y había acudido con mi padre al examen de ingreso al bachillerato. Me senté frente a un individuo con gafas y pelo ensortijado que me miraba con un aire burlón. Tocaba historia de España. Un reto difícil; hubiera preferido geografía o literatura, materias con las que me encontraba más a gusto. La pregunta, no por obligada, resultaba compleja: recita la lista de los reyes godos. Una pausa para poner orden en la memoria, una mirada de soslayo a mi padre, que con los ojos parecía indicarme que ya me había advertido que me iban a preguntar «eso». Los segundos me parecieron horas, sobre todo porque el individuo en cuestión parecía impacientarse. Vamos, niño, ¿la sabes o no la sabes? No dudé por más tiempo. Allí iba: Fritigerno, Atanarico, Alarico I, Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico I, Turismundo, Teodorico II, Eurico, Alarico II, Gesaleico, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Agila I, Atanagildo, Liuva I, Leovigildo, Recaredo I, Liuva II, Witerico, Gundemaro, Sisebuto, Recaredo II, Suintila, Iudila, Sindila, Sisenando, Chintila, Tulga, Chindasvinto, Recesvinto, Wamba, Ervigio, Égica, Witiza, Rodrigo. Sí, la había dicho y de corrido. Para el examinador yo sabía historia, y estaba en condiciones de ingresar en el bachillerato. Me sentí aliviado, mi padre respiró sin sonreír. Pero me quedó una duda: ¿sabía realmente historia por haber recitado esos nombres tan extraños? La recuperación una vez más de este listado no es sin duda una idea aberrante y tampoco responde a una oscura exaltación de la historia de los acontecimientos; más bien se trata de mostrar de qué manera en el pasado se distinguía la entidad de un pueblo mediante el recitado de los personajes representativos, al igual que hoy los adolescentes se saben los nombres de los jugadores de su equipo preferido.

España, una nueva historia

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