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OROSIO Y LAS INVASIONES BÁRBARAS

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En el anfiteatro de Hipona, frente a lo que en un tiempo fueron las casas de los ricos cartagineses, estaba también aquel día Paulo Orosio, cada vez más fascinado por las ideas de su maestro san Agustín, obispo de esa ciudad. Su relato aclara los hechos. Tres pueblos bárbaros (suevos, vándalos y alanos) consiguieron atravesar los Pirineos el 409. Se les había visto vagar durante tres años, al menos, por las provincias de la Galia saqueando las fincas rústicas y liberando a los colonos de la sumisión que los juristas romanos llamaban capitatio, la adscripción permanente a la tierra. Las tropas regulares se mantuvieron en sus campamentos, pendientes de una orden del emperador que nunca llegó. La única solución fue enfrentar a los germanos entre sí, según una costumbre que se extendería en el transcurso de los siglos siguientes. Antes de que Gregorio de Tours tuviera tiempo de perfilar sus características, los tres pueblos se dirigieron hacia el sur con la intención de atravesar los Pirineos tras saber que habían sido asesinados Dirimo y Vareniano, a los que el emperador Teodosio había encargado la defensa de los pasos de los montes.

La situación de Hispania no era fácil. En el valle del Ebro estaban los bagaudas haciendo de las suyas y en Galicia los priscialianistas volvían a las andadas. Nadie parecía contento con el gobierno. Y la llegada de esos pueblos constituyó una especie de liberación para muchos. Esta opinión contrasta con la del obispo Idacio, que, cincuenta años después, al escribir la continuación de la crónica de san Jerónimo, describe en tonos apocalípticos la situación creada en Hispania, donde no eran extraños los actos de canibalismo o la muerte violenta de mujeres y niños. ¿Qué fue de Roma en esos momentos? La pregunta quemaba en el seno de la pequeña pero ruidosa minoría de escritores de formación cristiana. Paulo Orosio, al recordarla años más tarde, afirmó: «Roma impera intacta; los bárbaros la han invadido y despojado de su riqueza, no de su imperio».

El anhelo de mantener viva la civilización romana no impedía el desánimo por la llegada de los bárbaros. Pero antes de que se volviera a sostener que el responsable de la decadencia y de la caída del imperio era el cristianismo, Orosio arremetió contra los paganos (su magna obra se titula precisamente Historiae adversum paganos) y les responsabilizó de la situación por su desidia a la hora de emprender las reformas sociales necesarias. Los hechos parecían darle la razón, por cuanto solo la moral cristiana se mantenía en ese derrumbe generalizado de los viejos valores romanos. Al fin y al cabo, los obispos cargaron sobre sí la responsabilidad de fijar los pactos con los bárbaros. Los suevos se instalaron en Galicia, donde fueron bien recibidos por las comunidades priscilianistas, contrarias al imperio; los vándalos silingos optaron por la Bética antes de marchar a Cartago en 429, aprovechando el descontento de la población rural que se dedicaba a saquear los graneros, cellæ, de los nobles locales, por lo que se les conocía como circumcelliones. Los alanos, por su parte, poco numerosos aunque se les distinguía bien por ser un pueblo de jinetes sármatas procedentes de la meseta del Irán, eligieron tierras de Lusitania y la zona de Cartagena. Sin embargo, el lugar de asentamiento no parece tener relación con las costumbres de esos pueblos.

Orosio analiza las invasiones con profunda tristeza porque quiere utilizar ese hecho como una prueba más del dominio de la concupiscencia entre la gente de su época. Crea así un relato tenebroso que liga el destino de Roma a la pureza sexual. Al contrario que él, las personas comunes de la península Ibérica no tenían motivos para recelar de los recién llegados; vivían al día y apenas se cuestionaban el futuro del imperio. Para los colonos de las villæ, los esclavos urbanos o los mercaderes, el principal problema era la carestía de la vida y no la crisis de la autoridad militar ni si debían abstenerse de copular los días de ayuno.

Entre los obispos hispanos calaron hondo las ideas de Orosio y de su maestro san Agustín. Unas ideas propias de personas descontentas que actúan contra los valores establecidos minando la coherencia de la comunidad y fomentando la rebeldía social. Es como si en medio de las invasiones bárbaras se tramara algo en contra de la autoridad imperial. ¿Recuperación de la vieja identidad ibérica? A veces se comenta que los bagaudas del valle del Ebro recuerdan la resistencia numantina ante las tropas de Emiliano. Era como un regreso al pasado. O quizás todo eso no es más que una ilusión moderna. ¿Significaron algo suevos, vándalos y alanos en la configuración del bíos español? En un mundo tan lleno de incertidumbre como el de principios del siglo V, los pueblos bárbaros buscaron amparo en las pautas romanas. Para citar a Orosio de nuevo, cuya visión es muy similar a la de Gregorio de Tours: nada podía cambiar las formas de vida romanas, ni siquiera el hecho de que los invasores soñaran con suplantarlas en un futuro lejano.

En medio del debate, Ataúlfo recaló en Barcelona con sus ojillos puestos en Gala Placidia, la hermana del emperador, que la llevaba consigo como algo más que un rehén. A su alrededor se arremolinaron todos los ciudadanos contrarios a Roma con la sugerencia de que cambiara el nombre de aquellas tierras y las llamase Gothia en honor de su pueblo. Ataúlfo era una especie de rey para los visigodos y comenzó a sentir la presión de una época que iba a poner fin al Imperio romano. La crónica de su vida se une a la gran epopeya de su pueblo. ¿Quiénes eran en realidad los visigodos?

España, una nueva historia

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