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SERTORIO, REBELDE CON CAUSA

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Tras atravesar los Pirineos con una cohorte de veteranos como única escolta, el pretor Quinto Sertorio, miembro de una opulenta familia ecuestre, avanzaba por Hispania con una causa, la defensa de las ideas políticas de los populares, vale decir, de Mario, contrarias a las de Cornelio Sila, que en ese año 83 a. C. tenía el control del Senado y del pueblo de Roma tras su exitosa campaña contra Mitrídates, rey del Ponto. En opinión de Plutarco, Sertorio parecía haber acudido a aliviar la presión fiscal de la población indígena y no a organizar un ejército contra lo que él y los suyos creían una dictadura. En Tarragona, por entonces el centro de la disidencia, buscó el modo de impedir la llegada de las legiones de la Galia. Pocos hispanos entendían la guerra civil entre patricios y populares, pero eso no significaba que pudieran ignorarla. Aunque lo intentaban, eran conscientes de lo inútil de su postura. No sabían cuánto tiempo se podría sostener la situación de los populares, que era la de Sertorio, si es que se podía, sin que el Senado enviase legiones con el ánimo de acabar con el pretor rebelde y con sus amigos. Quizás, pensaban algunos jefes ibéricos, la guerra civil favorecería sus ansias de independencia de Roma. Pero eso no era más que una ilusión.

Para acabar con Sertorio, el Senado envió a Quinto Cecilio Metelo y más tarde, cuando este fracasó, a Gneo Pompeyo Magno, el mejor general de esos años. A toda costa, los seguidores de Sertorio debían ser identificados, acosados, arrancados como hierbas nocivas, y destruidos. La decisión de utilizar a pueblos vascones hizo posible la fundación de Pamplona, quizás sobre una antigua aldea. En el 74 a. C. la campaña contra Sertorio era el componente más importante de la guerra civil y también el más dañino, hasta el punto de que le hizo decir al historiador Floro que: «la desgraciada Hispania sufría el castigo de la discordia entre los generales romanos».

Los seguidores de Sertorio fueron aplastados con relativa facilidad, en parte a causa de las disensiones internas (en una de ellas un grupo de conjurados asesinó a Sertorio en medio de un banquete), y en parte por la severa represión de Pompeyo. Los populares se redujeron drásticamente, y muchos huyeron a Mauritania o ingresaron en las filas de los piratas cilicios, enemigos tradicionales de Roma. Quedó la memoria del movimiento y la leyenda de Sertorio, el revolucionario popular contra una odiosa dictadura, según Mommsen; un hombre singular, lleno de contradicciones, impasible ante los peligros, moderado en la prosperidad, generoso a la hora de premiar los servicios de sus fieles, benigno en los castigos, aunque anota Plutarco que «la crueldad y la saña con que trató a los rehenes al fin de su vida parecen indicar que su naturaleza no era benigna, sino que cedía a la necesidad, reprimiéndose por cálculo». Al final de todas sus aventuras, Sertorio solo consigue reconocerse a sí mismo como un héroe ibérico. La paradoja de su leyenda procede de que él no fue nada de eso, ni quiso serlo. Pero su destino es amargo, más que el de cualquier otro romano de los años de la guerra civil.

España, una nueva historia

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