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A LA SOMBRA DE PRISCILIANO

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El disidente religioso más grande del siglo IV en Hispania, Prisciliano (340385), previó la fuerza de lo sagrado en la vida de la gente en una época dominada por la angustia, que diría R. R. Dodds; se esforzó en encontrar respuestas originales al proceso de creación de una identidad cristiana.

Marcelino Menéndez Pelayo ha descrito la vida y la muerte de Prisciliano, obispo de Ávila, como la oportunidad de descubrir la naturaleza de los heterodoxos españoles, mientras que Luis Buñuel la recrea libremente como el sueño de libertad de un pueblo oprimido por la férrea autoridad eclesiástica. Si el pensamiento gnóstico es lo que, al cabo, cuestiona la Iglesia oficial dándole un nuevo sentido a la vida cuando la civilización romana nada significa, Prisciliano emplea las seductoras doctrinas gnósticas para fomentar en las mujeres el uso de barracas independientes y un nuevo culto. En sus reuniones, casi todas nocturnas, en bosques, cuevas o en fincas rústicas alejadas de las ciudades, utilizando el baile como parte de la liturgia, Prisciliano practica una disidencia devastadora, como si fuese un apéndice de aquellas largas y bucólicas procesiones de vírgenes cantoras a las que hacía mención Atanasio, patriarca de Alejandría, en una carta del 356 al emperador Constantino. Inflamado ante el espectáculo de sus seguidores, sustituyó la consagración con pan y vino por una con leche y uvas, al tiempo que promovía la lectura de una selección de textos apócrifos, los más afines a sus ideas, con un emanatismo radical que provocaba sudor frío entre la gente sensata.

Prisciliano contaba con el apoyo de importantes figuras de la Iglesia hispana, entre ellos Simposio, obispo de Astorga, que le salvó más de una vez de ser condenado: con el tiempo se convirtió en un relevante miembro de su secta y en uno de sus principales valedores. Por otra parte, sus amigos Instancio y Salviano, obispos también de Hispania, le nombrarían obispo de Ávila. Luego Prisciliano abjuró y se marchó de nuevo a Burdeos, la ciudad donde había comenzado sus estudios de mano del maestro Delfidio, un hombre honesto que nunca llegó a ver la evolución de su discípulo.

Veinte años después, mientras escribía un opúsculo llamado Libra, Dictinio, hijo del obispo Simposio, se obliga a precisar lo que realmente ocurrió en aquella casa de las afueras de Burdeos. Procedente de Roma, Prisciliano llegó a Burdeos y se alojó en la casa de Eucrocia, viuda de Delfidio, que le contempló amorosamente hasta el punto de consentirle las relaciones con su hija Prócula. Nadie en Burdeos había visto nada semejante a aquel coro de mujeres y fieles asexuados presentes en las reuniones de Prisciliano que se elevaban en un éxtasis permanente hasta las cumbres de la Jerusalén celestial, apuntando maneras que con el tiempo imitarían otras sectas de contenido gnóstico. A todos ellos, un día, les arrancó de la meditación un martillazo en la puerta. Al abrirla, Prisciliano y sus seguidores vieron a un hombre en el atrio lanzando imprecaciones espantosas contra ellos. El pueblo de Burdeos, poco a poco, se había congregado en grupos agitados, de los que partían tétricas vociferaciones y sordos murmullos de desaprobación, acusando a los de la casa de practicar sórdidas orgías en nombre de la religión. El obispo Delfino intentó sin éxito aplacar ese frenesí, que subió de tono cuando unos exaltados lapidaron a Urbica, una de las mujeres de la casa. De nada sirvieron las recomendaciones a la calma en un sínodo para dirimir las acusaciones contra ellos. El suceso provocó la dispersión de la secta. Prisciliano y sus colaboradores más cercanos se dirigieron a Tréveris para ponerse bajo la protección de la autoridad imperial; pero se encontraron a Evodio, prefecto del emperador, con una orden de detención en sus manos. Les acusó de maleficium, vale decir, de brujería, un crimen castigado con la pena de muerte, y les sometió a tortura sin que Máximo, gobernador de Britania, moviese un dedo para ayudarles; más bien todo lo contrario. El juicio se celebró en el aula palatina o basílica imperial y el resultado fue el esperado. Prisciliano, Eucrocia, Aurelio, Asarino, Armenio y Felicísimo fueron condenados y ejecutados.

Máximo no se detuvo ahí. Envió a Hispania dos legados con autoridad suficiente (y con tropas) para depurar las sedes episcopales de todo rastro de priscilianismo. La represión debió de ser atroz si tenemos en cuenta las protestas realizadas por hombres de la talla de san Ambrosio, obispo de Milán, san Jerónimo o san Martín de Tours. El emperador Teodosio se vio obligado a tomar cartas en el asunto. Ordenó detener a Máximo y lo ejecutó con la misma sangre fría con la que él había actuado contra los priscilianistas, e hizo realidad el dicho de san Agustín de que «quien a hierro mata, a hierro muere». Ante la cruel represión de lo que se entendía por disidencia religiosa, la historia del siglo Iv no es más que un leve anticipo de lo que estaba por llegar.

España, una nueva historia

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