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COLOSO

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Octavio Augusto fue el primero en entender que el nuevo mundo salido de la batalla naval de Accio el 2 de septiembre de 31 a. C. ya no reclamaba la restauración de las instituciones republicanas, sino la firmeza de un mando único. Cualquier otra solución habría sido demasiado blanda y habría arruinado rápidamente el porvenir de la sociedad romana. Ya nadie podía defender la autoridad de un Senado cuyo papel en la guerra civil no había sido excesivamente brillante; la restauración de la monarquía era algo que nadie preveía. Así pues, la apelación a la República era un gesto hipócrita pero necesario. El siglo entero abundaría, como ninguna otra de las edades precedentes, en el uso del ejército como vehículo de coerción y garante de la pax romana, vale decir, del imperio.

Es significativo que Octavio se proclame imperator y augusto, y no le baste únicamente ser cónsul o dictador como lo había sido César y en realidad deseaba Antonio. El mundo romano no puede vivir sin esa dimensión sagrada del poder porque necesita un aura de divinidad para la «nueva era» que se avecina. Se calculó que esa nueva era se iniciaría en el 17 a. C. y a finales de mayo de ese año tuvieron lugar tres días de fiesta y con ellos la conciencia de que algo grande había comenzado. El mundo romano necesitaba destruir para crear el nuevo orden, y hacerlo entre la indiferencia de la plebe. Un himno de Horacio, escrito para esas fiestas, evoca la tasa de natalidad, las conquistas y los valores morales de Roma desde la fundación de la ciudad (ad urbe condita), cuando la loba amamantó a los niños Rómulo y Remo.

El Imperio romano se basaba en que el evergetismo compensara la fuerte tributación, es decir, que popularidad y el buen gobierno fueran sinónimos. Todas las guerras, a partir de entonces, nacen para mantener un equilibrio entre evergesía y recaudación que la Republica no supo nunca conseguir. Las Odas de Horacio reconocen esa necesidad y al mismo tiempo promueven una expansión de las campañas, terminen siendo, o no, conquistas consolidadas. ¿Entendieron entonces los escritores al servicio de Octavio, con Horacio a la cabeza, que el Imperio romano tenía como misión dominar el mundo conocido de igual modo que el coloso de Rodas dominaba el puerto? ¿Se miraron en esa gigantesca estatua, una de las maravillas del mundo antiguo, como referente de sus acciones?

El efecto inmediato del imperio fue justamente la existencia de las víctimas. Hispania sería uno de los principales teatros de operaciones de la nueva manera de hacer la guerra. Se le niega al adversario cualquier salida, y ahí se enuncia la apremiante necesidad de destruir al Otro. Esa jubilosa actitud ante el mundo confirma la sentencia de John Milton de que «en la fuerza reside la ruina». Para decirlo sin miramientos, ¿qué hizo mal Octavio Augusto? Los fallos en la ejecución de una política exterior desacreditaron para siempre la estrategia imperial de la dinastía Julio-Claudia, sin necesidad de que viniera después Suetonio para retratar el trasfondo inmoral que sustentaba sus ideas y sus actuaciones.

España, una nueva historia

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