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DE LA REBELIÓN DE LOS ESCLAVOS A LA MUERTE DE CÉSAR

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La victoria de Pompeyo sobre Sertorio se vio empañada muy pronto por un grave levantamiento de esclavos en la ladera del Vesubio, liderados por Espartaco. Este levantamiento muestra el lado oscuro de la República, la situación de los esclavos en las grandes plantaciones agrícolas del sur de Italia y de otros lugares como la Bética. El Senado romano tenía poca simpatía hacia los esclavos. Formaban parte de un botín de guerra y su papel en el orden social no podía discutirse. Entre los patricios partidarios de un duro escarmiento se encontraba Marco Licinio Craso, uno de los hombres más acaudalados de Roma. En 72 a. C. se dirigió con diez legiones contra Espartaco, que por entonces había logrado reunir a unos ciento cincuenta mil hombres para su causa. Aquel mismo año Pompeyo y el general Lúculo regresaron de sus campañas fuera de Italia. A pesar de que algunos populares hubieran deseado un final menos cruento, el Senado denegó la gracia a los seguidores de Espartaco, que fueron crucificados en la vía que conectaba Capua con Roma. La pareja que había logrado la victoria, Craso y Pompeyo, comenzó a buscar un acuerdo para gobernar Roma; en medio de las negociaciones apareció Cayo Julio César, y con él una nueva etapa de la guerra civil que tuvo Hispania como principal arena de combate.

A comienzos de los cincuenta se palpaba en la política romana un cambio incipiente. El indicio más claro fue el pacto secreto realizado entre Craso, Pompeyo y César (primer triunvirato), que suponía el asalto final contra el poder del Senado. El caso más famoso de humillación durante esos años fue el de Cicerón, un brillante orador y político radical parcialmente responsable de la revelación de la famosa conjura de Catilina. En 58 a. C. aceptó la sugerencia del Senado de que se marchara al destierro con el argumento (no del todo falso) de que su vida corría peligro. Sus amigos sospechaban que el verdadero motivo de ese destierro era la intención de castigarle por oponerse al triunvirato y la consecuente carrera hacia la dictadura. Al alejarlo de Roma fue amordazado para evitar cualquier declaración pública relativa a la corrupción política. Tras ser aparentemente rehabilitado, se le concedió el gobierno de Cilicia, una provincia alejada y pobre, donde dormitó mientras sus rivales se repartieron el poder en Roma. Pero, para entonces, tras la muerte de Craso en 53 a. C. en una absurda refriega contra los partos, la primacía de Pompeyo y César se dirimía en un nuevo episodio de la guerra civil.

En el año 49 a. C. la mayoría pompeyana en el Senado ordenó a César que disolviera su ejército o de lo contrario sería considerado traidor a la República y al pueblo romano. Pero César no hizo caso del mandato del Senado y cruzó el Rubicón al tiempo que dijo a sus capitanes «Alea jacta est», la suerte está echada. Y, de ese modo, igual que Sila unos años atrás, marchó sobre Roma al frente de un ejército. Al tomar la iniciativa, César provocó tres efectos inevitables: atemorizó a los senadores, forzó la huida de Pompeyo y volvió a encender la mecha de la guerra civil. Pero no podía hacer otra cosa, al estar profundamente comprometido con su causa. Si no afrontaba la crisis, perecería. Pese al enfoque moderado que en un principio dio a sus acciones, para evitar que le comparasen con Sila, su imagen pública sufrió un duro contratiempo con el asesinato de su oponente político Pompeyo y sobre todo por el hecho de que hubo de emplearse personalmente, y a fondo, en la destrucción de los pompeyanos afincados en la Bética, con cuyos inagotables recursos habían levantado trece legiones, al frente de las cuales se puso Tito Labieno, un brillante general curtido en las guerras de las Galias.

Para César, el problema era la sombra de Pompeyo reflejada en sus hijos. Su presencia impedía cualquier solución negociada. En el momento de poner pie en Hispania se dio cuenta de que la guerra sería cruenta, aunque quizás no excesivamente larga. Y, siguiendo su costumbre, decidió que se escribiera sobre ella. Con De bello hispanico se ofreció una pátina de antigua costumbre a un gesto escandaloso, el vencedor que busca a los hijos de su adversario derrotado (y asesinado) como un viejo amigo de la familia, para sentirse seguro. Pocas semanas después, la llanura de Munda, quizás cerca de la actual Montilla, bullía de voces. César se había reservado la mejor posición, mientras Labieno y los hijos de Pompeyo ocupaban una suave colina. En el ambiente, sobre las mentes de los legionarios romanos e ibéricos, se respiraba el odio. Por fin, el 17 de marzo del año 45 a. C. comenzó la batalla.

En Munda se decidió la suerte de Roma. El popular César, el general de las grandes frases, de la taimada cortesía con los adversarios, ávido de gloria, se puso al frente de la Legio X Equestris, formada por solventes veteranos, con la intención de romper la línea de Cneo Pompeyo. Era un clásico ardid, que una vez más le permitió una fácil victoria. Para sostener la línea, Cneo Pompeyo ordenó que una de las legiones de su flanco derecho se dirigiese contra César. Fue un error fatal. Al hacerlo debilitó el flanco y permitió que la caballería al mando de Octavio Augusto (los nombres del futuro también se hicieron ver en aquella jornada) rodeara a las tropas enemigas favorecidas por la nube de polvo que estaban levantando las tropas mauritanas del rey Bogud en su marcha hacia el campamento. La confusión reinó por un momento y bastó para que el general Tito Labieno decidiera acudir con su propia caballería con el fin de proteger la retaguardia. Otro error. Las legiones pensaron que se retiraba y cayeron presas del pánico. La jornada era para César. La guerra civil había terminado. No así la represión contra los pompeyanos, que incluyó el asesinato del desgraciado Cneo Pompeyo. Quizás ese hecho fue la gota que colmó el vaso y comenzó así una turbia conspiración contra él por parte de prominentes miembros de la clase senatorial.

Los hechos de los Idus de marzo del 44 a. C. constituyen un inmenso fiasco en la solución de la guerra civil que Roma arrastraba desde el 91 a. C. Pese a asumir la responsabilidad de esa ejecución en público, los conspiradores Bruto y Casio la justificaron por las veleidades principescas de César. Fue un momento desgraciado donde se destruyó la credibilidad de la clase senatorial. Los patricios se habían mostrado incapaces de responder correctamente a un asesinato de Estado. La muerte de César es la última aparición en imágenes del espíritu republicano ante el Senado y el pueblo de Roma. Luego la historia arrastrará todo hacia la leyenda. Encuentro entre las ambiciones de los populares y la necesidad de sobrevivir de los patricios, el mundo de los herederos de César, lacerante nostalgia del espíritu romano a lo largo de los siglos: el relato de Jean de Thuin situó al personaje y su famosa muerte en el centro de una exaltación del Estado de Francia bajo Felipe Augusto, mientras que William Shakespeare lo convirtió en el centro de una reflexión sobre los límites del poder cuando la reina Isabel más lo necesitaba al ser cuestionada por su prima María Estuardo. Una imagen de la historia perpetua, que se renueva a cada momento (así se presenta en la película de Joseph L. Mankiewicz), y sigue renovándose.

El efecto de la muerte de César en Hispania fue un fuerte desencanto. Se comenzó a pensar si la aceptación de los valores romanos durante más de un siglo no constituía un grave error político al aceptar a una República incapaz de controlar sus impulsos asesinos. Primero, la República era ya una antigualla y lo que parecía claro es que la política de César buscaba sustentar un imperio que permitiera transmitir los ideales romanos, aunque tuviera que emplear la fuerza. Es la República de los «conspiradores», con Casio a la cabeza (esencialmente un tipo ideal de la cultura griega y de la filosofía platónica), la que constituye una excepción en la historia, y por lo mismo una entidad efímera, condenada a entrar en crisis cuando ampliara su territorio. Dada la heterogeneidad étnica, lingüística y cultural de los pueblos bajo el poder de Roma, eso apenas resulta sorprendente. Segundo, es una fantasía ciceroniana creer que el imperio era una obsesión personal de César y por ende de los populares. Por el contrario, el asesinato de César significó el triunfo definitivo de las opciones políticas que propugnaban la creación de un imperio. Los ideales republicanos salieron seriamente dañados de ese acto indigno, se mire por donde se mire. La guerra entre Antonio y Octavio tuvo el carácter de un choque entre dos concepciones del imperio.

España, una nueva historia

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