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¿CUÁNDO HISPANIA PIERDE LA CONCIENCIA DE SER ROMANA?

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La cristianización del Imperio romano fue el elemento más decisivo en la transformación de la vida social y cultural de los siglos II y III de nuestra era, el más consciente de sus objetivos, el más tenaz y al mismo tiempo el que provocó mayor recelo entre las élites que con el tiempo se calificaron como paganas. Baste leer, para darnos cuenta de ello, las actas del Concilio de Elvira, el primero que se celebró en Hispania. La idea misma de la cristianización nos remite a otro punto que los historiadores actuales compartimos con antropólogos y psicoanalistas: el valor de lo imaginario, la importancia de las ideas en la construcción social. ¿Acaso —se pregunta Paul Veyne— es necesario repetir que lo imaginario no es la mimesis de lo real, sino un reino independiente, con sus leyes y sus placeres? La queja ilustrada afirma que el cristianismo puso fin al Imperio romano al demoler su sistema de valores, sus normas de conducta y sus principios de placer. La nueva moral de los vulnerables, decía Peter Brown, alcanza desde el Pastor de Hermas en tiempos de Adriano la conciencia de las clases acomodadas que cada vez más se alejan del pasado al considerarlo ajeno a la solidaridad, el bien que se abría paso entre ellos junto a la caritas matrimonial. Roma influía en las provincias que se dejaban arrebatar por estos ideales. De ahí el miedo que provocaban en la cúpula militar.

Las primeras evidencias de la cristianización en el mundo romano se dan en obras de objetivo y temática panegíricas como la Exhortación a los gentiles de Clemente de Alejandría, los panfletos de Tertuliano y Orígenes o las dramáticas vidas de Antonio, Juan Clímaco y otros padres del desierto. Estas son actitudes de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de retiro (el ideal eremítico), una suerte de sugestión por el fin de los tiempos vinculado con el fin de los valores tradicionales de Roma, como si más allá de ellos solo estuviese el mundo celestial. Mucho testimonio personal, poca responsabilidad.

El aislamiento es una denuncia. Revela grandes y pequeñas desarmonías en la vida romana de los siglos II y III, la mayoría de las cuales resultaban invisibles a las personas normales que habitan en él y debían atender a sus necesidades inmediatas. El aislamiento establece una actitud emocional, aunque un tanto fría, entre un individuo de las clases acomodadas y la realidad política de su tiempo. Adopta en los casos extremos una indiferencia ante el mundo que es la puerta de entrada a dejar de tener conciencia del valor de Roma y por lo tanto su obligada destrucción. No fue sin embargo un proceso fácil, más bien se realizó mediante bruscos cambios de actitud y de resistencias muy visibles en el caso de algunos emperadores que decidieron perseguir a los cristianos al identificarlos con ese grupo de ascetas que cuestionaban la legitimidad de las autoridades. Sin la confianza de la sociedad, todos los emperadores fueron (o parecieron ser) usurpadores. Una idea que fue creciendo a medida que individuos como Cómodo, el insensato hijo de Marco Aurelio, o los ambiciosos generales ilíricos ocuparon el trono imperial. Los iluminados gnósticos y los severos padres de la Iglesia se convirtieron en fervorosos buscadores de la legitimidad, y cuestionaron a más de un emperador; ese era el peculiar gesto crítico hacia lo romano que se abrazó desde Palmira a Mérida, lo que les unió y les deslumbró durante siglos, perdiéndose poco a poco la implicación de la aristocracia local en los asuntos públicos.

La situación se agravó cuando coincidió la masiva llegada de pueblos nómadas con la conversión de los tributos en renta, vale decir, en recursos privados, no públicos. Esta revolución silenciosa fue poco advertida debido a las alarmantes noticias que llegaban procedentes de las fronteras. En el 378 el emperador Valente fue derrotado a las afueras de la ciudad de Adrianópolis por los godos que dos años antes habían atravesado el Danubio huyendo de los hunos y de otros pueblos de la estepa. ¿Qué hacer para que esta invasión militar no fuese más que una llegada masiva de inmigrantes desesperados? ¿Cómo contener sus ansias de tierras? Y entonces los romanos pronunciaron las dos sílabas mágicas Theodosius (en griego θεoδóσιoς) y todos los ojos se dirigieron hacia el general que había dado días de gloria al imperio en tiempos de Valentiniano I.

España, una nueva historia

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