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El abandono de la palabra

«¿Estamos saliendo de una era histórica de primacía verbal, del periodo clásico de la expresión culta, para entrar en una fase de lenguaje caduco, de formas postlingüísticas y, acaso, de silencio verbal?» En la actitud retórica de la pregunta ya lanzaba Steiner tres décadas atrás la respuesta a la inquisitoria: sí.

No se puede decir que el agotamiento verbal propio de la modernidad, el progresivo abandono del privilegio de lo escrito sobre la esfera de lo icónico, la sustitución del discurso por el conato del eslogan o el tampón del logo, sea un fenómeno que hayan descubierto los modernos críticos de la cultura: los Enzensberger, Finkielkraut, Bloom, Verdú..., ni siquiera el mismo Steiner. Goethe, Schiller, el propio Hegel que inauguraba nuestro tiempo como el de la «era mundial de la prosa», preludiaban hace más de doscientos años lo que más tarde Baudelaire se encargaría de corroborar: el canto del cisne de la palabra en su sentido clásico, en cierto modo lo que a nivel filosófico se habían encargado de certificar Descartes y Spinoza en el mismo momento en el que trataron de aprehender el mundo matemáticamente y arrinconaron a la palabra a las lindes del Arte. Pero es igualmente cierto que es George Steiner uno de los pensadores que con mayor profundidad y capacidad evocadora ha sabido conmovernos con sus reflexiones en torno al lenguaje y el silencio, en medio del estruendo verbal de nuestros días. «El verdadero problema radica no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el lenguaje el uso corriente actual». «El escritor de hoy –sigue diciendo Steiner– tiende cada vez a usar menos palabras y cada vez más simples, tanto porque la cultura de masas ha diluido el concepto de cultura literaria como porque la suma de realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha disminuido de manera alarmante». Y si esto sucede en el caso del escritor, no digamos en el del hablante medio en cualquiera de los idiomas en los que se exprese, sin contar con las decenas de lenguas que a lo largo de nuestro multicultural planeta se van extinguiendo cada año en beneficio de las cuatro o cinco «oficiales», comenzando, por un inglés que no es precisamente el de Shakespeare.

Ante esta situación, ni siquiera la cuarta parte de la población mundial que se encarga de absorber los millones de publicaciones que invaden el planeta cada día, ni siquiera esa «masa semianalfabeta» que es capaz de leer técnicamente a Kafka sin entender nada sobre el sentido íntimo del texto, es ya capaz de contener el ensordecedor torrente que mana del chorro que nos grita. La palabra, cuando abandona los reinos de la poesía, rápidamente se torna ruido. Su función instrumental también va deteriorándose a medida que nuestro corpus lingüístico se estrecha, los emoticonos sustituyen a la morfosintaxis y la gramática agoniza bajo un paquete de mensajes de móvil fabricado por las compañías telefónicas para felicitar por Navidad.

No es la prensa la principal, y me atrevería a sugerir que ni siquiera la mayor, amenaza que hoy coloca en la picota a los códigos escritos. El lenguaje periodístico muta, desvirtúa, malogra e incluso pervierte con asiduidad la rigidez de la norma pero, finalmente, y pese a sus múltiples vicios, sigue surtiendo de bellos vocablos y hasta enriqueciendo con sus torpezas y confusiones esa materia de bambú que es el idioma. La prensa, hija también de nuestro tiempo, no ha dejado aún de ser esa «bendición mañanera» que jubilosamente describiera Hegel, lo que no impide que convenga mantener aguzados los oídos para esa música del porvenir que anticipa nuestro presente: «Este mundo no terminará en llanto y crujir de dientes sino en un titular de periódico, en un eslogan, en un novelón soez más ancho que los cedros del Líbano. En el chorro abundante de la producción actual, ¿cuando se convierten las palabras en palabra? ¿Y dónde está el silencio necesario para escuchar esa metamorfosis?»

Contaba Alfonso Reyes: «Preguntado Lao-Tse sobre cuál sería su primera ley, si en él recayera el difícil honor de gobernar a los hombres, respondió tras una meditación: “la ley que estableciera el recto sentido de todas las palabras”». Y es que en el comienzo, fue el Verbo...

[9 de enero de 2004]

Hermesiana

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