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ОглавлениеAmérica: realidad y ficción
Antes de su muerte, de su patética última etapa de guiñapo real y de enfermo imaginario, la vida de Pinochet ya había sido innumerables veces escrita.
Porque su historia forma parte de la mitología hispanoamericana, tristemente constelada de caciques, caudillos y gamonales. La sempiterna historia del dictador latinoamericano.
Carpentier, García Márquez, Roa Bastos, Uslar Pietri, Fuentes, Asturias o Vargas Llosa –algunos de manera simbólica, otros con nombres y apellidos– la relataron genialmente, tratando de apresar entre sus páginas la mil veces repetida fábula del patriarca inmortal, del jefe supremo, del señor presidente eterno.
El dictador latinoamericano ha encarnado en la ficción de estos maestros la figura de un semidiós absoluto, con frecuencia pintoresco y supersticioso hasta la caricatura, siempre retórico y carismático, y por supuesto, de una crueldad extrema.
Pero como ocurre con frecuencia en la esfera de la literatura hispanoamericana no hay mejor manera de apresar la realidad mágica del continente que tratando de imitar fielmente a la vida.
Y las ex-colonias españolas han dado personajes «reales» como el general Andrés Santa Cruz, amante de los títulos pomposos, y que se hacía llamar Gran Ciudadano, Restaurador de Bolivia, Gran Mariscal y Pacificador del Perú y otras muchas cosas más que incluían Invencible y Supremo Protector de los Estados Peruanos del Norte y del Sur; o como Porfirio Díaz, al que le gustaba vestir con casacas ramadas plagadas de condecoraciones y bicornios emplumados; o como Rodríguez de Francia, admirador de Robespierre, que al final de su gobierno exigía que las calles por donde iba a transitar estuviesen completamente desiertas.
Desconocemos si a Pinochet lo unía con sus colegas la lujuria que enfermizamente intentaban satisfacer el patriarca de García Márquez en la ficción y el «chivo» Trujillo en la realidad que novela Vargas Llosa, a modo de modernos y desalmados donjuanes. Pero, sí, sin duda, la enfermiza obsesión por salvar a la patria. Al fin y al cabo, pese al grado de las ignominias cometidas, el dictador latinoamericano se muestra arbitrario hasta el delirio y no conoce –pese a utilizar generalmente a la Iglesia para sus fines y mostrarse profundamente cristiano, si no directamente caudillo por la gracia del altísimo–, el arrepentimiento.
Afortunadamente, este espeluznante personaje parece quedar paulatinamente relegado al ámbito de la ficción. Como otras muchas jóvenes democracias americanas, Chile trata de abrirse paso reconciliándose con un pasado en forma de agujero negro que es mejor esquivar. Pablo Neruda, al que la Historia ha desmentido en tantas cosas, dejó escrito, proféticamente, mucho tiempo antes de la muerte de su amigo, el presidente Allende. «Yo estoy errante, vivo la angustia de estar lejos/del preso y de la flor, del hombre y de la tierra/pero tú lucharás para cambiar la mancha/de estiércol sobre el mapa, tú lucharás sin duda/para que la vergüenza del tiempo termine/y se abran las prisiones del pueblo y se levanten/ las alas de la victoria traicionada».
Hoy, América, gracias al esfuerzo de políticos como Michelle Bachelet, víctima de carne y hueso de la opresión, lucha para que nadie tenga que volver a expresar el exilio en un poema. Mandando a lo más hondo de la literatura a los dictadores. Eso sí, con la sola palabra.
[15 de diciembre de 2006]