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La desbandá

Ocurrió en febrero. O en julio del año anterior, un día 18, o mejor, estaba ocurriendo desde antes. Desde hacía siglos. Desde que la Historia empezó su permanente lucha de contrarios, su dialéctica de vida y muerte, de cambio y permanencia, de existencia y destrucción.

Todas esas fuerzas en tensión que pugnaban entre sí buscando su propio espacio (todo el espacio) terminaron estallando a principios del mes de febrero de 1937. La deflagración en forma de «desbandá» produjo un eco que aún hoy llega hasta nosotros. Está recogida en los libros, entre cuyas páginas aún puede sentirse la convulsión. Se encuentra vívida también entre los testigos: víctimas que callan y lloran, o buscan culpables; verdugos que callan y que acaso también lloran. O no. Quién sabe.

No se trató de dos Españas enconadas, aunque el esquema se ajuste bien a nuestra visión polémica de la vida. Aunque es cierto que fue una guerra y como tal, se enfrentaron dos bandos. El uno, aperturista, desclasado, ateo (excepción hecha del PNV). El otro, conservador, militarista, ultracatólico. Pero en medio y dentro de ellos, qué diferencias, qué matices qué complejidad. A un lado, republicanos, socialistas, comunistas, trotskistas, anarquistas... En el otro, monárquicos, carlistas, falangistas, religiosos... La enumeración no agota los móviles de ninguno. Ni el porqué de sus adhesiones. Lo único palpable es que todos, en algún momento, tuvieron que tomar partido. A lo mejor simplemente, por haber caído –sido arrojados, diríamos con Heidegger– en un pueblo y no en el de al lado.

En Málaga, las facciones formaron, sin embargo, un entramado simbólico en el que se mostró como en un delirante crisol la neurosis colectiva de aquel tiempo. Aquí como en casi ningún otro sitio, todo se amplificó. Y la guerra «incivil» adquirió las trazas de auténtica plaga bíblica.

La persecución religiosa del 31, que más tarde se repetiría en el 36, se cobró proporciones dantescas. Málaga «la Roja» se convertiría así en símbolo de la causa republicana durante los primeros compases de la guerra ante la rendición de capitales andaluzas como Sevilla, desde donde Queipo de Llano martirizó al pueblo malagueño con su acento tendencioso y su voz de relámpago. Como Barcelona, la Ciudad del Paraíso se sumió en el caos. Mientras falangistas cautivos, religiosos y terratenientes agazapados preparaban el advenimiento de las tropas franquistas, los comunistas trataban de poner el orden entre aquellos que querían declarar la República Libertaria Independiente de Málaga.

El ensañamiento no podía ser menos que brutal. Había que dar una lección a esos rojos sediciosos. No bastaba con rendir la ciudad, con provocar la huida. La caída tenía que ser una aniquilación. Y casi lo fue.

Humillados, bombardeados, machacados por tierra, mar y aire, miles de malagueños emprendieron la desbandá. Muchos no llegaron a ese destino desconocido que ansiaban. Se quedaron en las ensangrentadas cunetas.

Ahora, el novelista Luis Melero recrea con personajes ficticios hechos reales. La desbandá propiamente dicha apenas ocupa un capítulo. Pero esto supone un acierto no solo narrativo. Melero no hace una novela de tesis y, sin embargo, ofrece toda una serie de claves para entender el período que culmina con la trágica diáspora. Y todo, a través de la mirada de un niño obligado por las circunstancias a convertirse en hombre. Un hombre desorientado y arrojado en un océano de odio, incomprensión y rencor.

La desbandá es un libro necesario que nos sitúa al borde de nuestros propios abismos. Toda una lección de inhumana humanidad que no podrán leer sin un nudo en el corazón.

[24 de junio de 2005]

Hermesiana

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