Читать книгу Hermesiana - Jose María Matás - Страница 13
ОглавлениеDe la felicidad
Pensaba Freud que «el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz». Posiblemente tuviera razón –concediendo que tal Plan existiera– el maltratado padre del psicoanálisis. Nos basta para saberlo con echar un vistazo a este mundo. Allá donde se pose nuestra vista el desamparo, el dolor, la tristeza asoman mostrándonos su más terrible faz. «Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía./ Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas», escribió Darío de las Américas celestes, uno de aquellos escasos iluminados que con mayor y herido acierto han sabido transmitirnos la precaria condición de ser humanos.
Superar las pequeñas tristezas, esas que podrían guardarse en un pañuelo de las que habló con su verso luminoso Dulce María Loynaz, se lleva así buena parte de la vida, con demasiada frecuencia hasta la parte buena de la misma. Son las pequeñas tristezas que sumadas y adheridas crean el túnel del desamparo, el corredor lóbrego, de paredes húmedas y densa oscuridad, dentro del cual la luz no llega a ser más que un concepto abstracto para uso de escapistas y endiosados.
Desde la Antigüedad y Oriente, pasando por San Agustín, Moro, Kant o Marx, hasta nuestros días, la filosofía ha hecho de la felicidad uno de sus grandes temas. El diseño de la ciudad ideal, del Estado igualitario fueron sendas manifestaciones de un mismo empeño por tratar de implantar el reino de las ideas sobre el revolutum de este mundo. Luego, la Historia se encargó de demostrar, como afirma Marina en su último libro, que «la mejor excusa para la opresión ha sido siempre la pretensión de un hombre para decidir sobre la felicidad de los demás». Instalar la felicidad dentro de la Carta Magna de los padres fundadores norteamericanos fue solo un paso, pero la política ha demostrado con el tiempo no ser un absoluto. Aunque habría que decir de ella como del dinero, que bien administrado puede ayudar bastante a que la existencia sea menos lastimosa.
Para algunos, como Russell, el «entusiasmo» demostró ser el verdadero secreto de la felicidad y del bienestar. No otra cosa es la depresión: una cruel ausencia de entusiasmo. Para el pensador británico, frente al Sartre que ve en los demás el infierno de existir, la felicidad sería además una especie de conquista personal que nunca podrá ser efectiva sin la mirada benevolente hacia el otro.
La cuestión, llegados a este punto, nos llevaría a preguntarnos: ¿cómo tener confianza en los demás mientras la esclavitud, la ignorancia o la necedad se sigan perpetuando –¡y con qué brío!– desde el propio ser humano?
Frente a la barbarie, afirmar que el dolor es condición sine qua non de la propia vida, no parece un gran consuelo. «¡Dios mío, soy una niña...! No puedo sufrir todavía...», exclamaba entre el candor y el delirio un joven personaje de Mauriac. ¿Pero no es el acto de creación el cénit del dolor al tiempo que máxima expresión del amor?
«El amor humano –dice Gurméndez– rescata al hombre de su pérdida en un mundo objetivo». Frente a la soledad del Darío de las primeras líneas, el amor, mezcla de carne y sueño, se convierte en un acto de conciliación, porque «cuando somos amados nos sentimos reconocidos». Mientras el dolor nos aleja del mundo, es en la contemplación amorosa donde se produce la comunión con el propio hecho de estar vivos. De esa agua clara nacen las palabras de María Zambrano: «Quien mira al mundo como enamorado, jamás querrá separarse de él, ni cultivar las barreras que le separan ni las distinciones que le distinguen».
Es este un amor amable, parte de esperanza, parte de afán por no creer en el corazón como desierto, como fuente seca, que pese a la sinrazón o la ignominia es capaz de mantener firme el deseo de que, como en el poema de Celan, «la piedra pueda florecer».
Lúcido, luminoso, combatiente, Sísifo redivivo, por encima de silogismos y métodos, volvemos a Camus. No en vano fue toda su obra un intento por dar respuesta a los grandes enigmas de la existencia. Es casi al final de La peste, ¿lo recuerdan?: «Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también, como él, pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón».
[7 de abril de 2004]