Читать книгу Hermesiana - Jose María Matás - Страница 14
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Es más que la mirada del superviviente. Mucho más. Son los ojos del testigo. El brillo que ninguna cámara puede captar bajo las cejas de cerdas enconadas. Sabemos que muy pronto su testimonio directo, personal, habrá desaparecido. Es ley de muerte. Por eso apuramos el milagro de su prodigiosa permanencia. Sesenta años después. ¡Siguen vivos!, exclamamos admirados al leer o ver por televisión sus crónicas del inframundo. Vivos, acarreando la condena de existir a cuestas. Y nos hemos prometido a nosotros no olvidar. Porque sabemos que una vez sucedido el crimen ontológico por antonomasia tenemos muchas más posibilidades de que pueda volver a suceder. ¿O acaso está sucediendo ya?
Nunca olvidaré la primera y única vez que hablé con un testigo del Holocausto. Bayard era un joven idealista que se enroló en el ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial sin poder imaginar lo que aquella «aventura» habría de depararle. Pearl Harbor le había dado a su país la justificación para participar en un conflicto que había rehuido durante dos años. Ahora, como tres décadas atrás, había que liberar de nuevo Europa, aunque el precio de combatir el fascismo cara a cara terminase fortaleciendo al temido Stalin, ahora su aliado. Muchos de aquellos jóvenes soldados se habían preparado para asistir a los desastres de la guerra, para ser protagonistas de la mayor deflagración en la Historia. Nadie les había avisado sin embargo de que los mismos ojos que habían visto morir al amigo y al enemigo a su lado, se verían reflejados en los ojos sin fondo ni dimensión de los hombres, mujeres y niños de los campos de concentración y de exterminio nazi.
Trato de comparar a este Bayard viejo y cansado que me da cálidamente la mano con aquel que entró en Mauthausen, donde tantos españoles dejaron también su vida al pie de una escalera interminable. Y busco en su mirada agrietada, muy al fondo, lo que entonces contempló. No la barbarie, sino el corazón mismo de las tinieblas palpitando en carne viva, la imagen de la especie asomada a su propio abismo.
No hay posibilidad de diálogo. El viejo soldado rehúye el tema sumido en un monólogo interior con el que no aspira ni siquiera a hablar con Dios un día. Mientras mira la Serranía de Ronda desde el balcón, pareciera que el aliento se le quedara suspendido en el arco que forman nariz y boca. Apostado sobre un manantial de luz, sus ojos expelen grisáceos reflejos, como en cámara lenta. Sin darse cuenta, se evade de la conversación a la que vuelve pudoroso instantes después avisado por su mujer, una exiliada cubana que luchó junto a Fidel en la Sierra Maestra y que entrevera, verbosa y risueña, la historia de su particular concubinato con la Historia. ¿Lo he soñado o cogido de otro sitio que saltó de un helicóptero en compañía de los «barbudos» estando embarazada?
Tras la guerra, Bayard ejerció distintos trabajos pero muy pronto se declinó por su verdadera vocación: las bellas artes, entregándose a la pintura, el dibujo, el grabado, la escultura... Múltiples manifestaciones con un mismo tema motor: el Horror.
A solo unas décadas de aquellos acontecimientos da la impresión de que aún estamos despertando de una pesadilla. Los ilustrados, que tantas cosas nos legaron, no previeron algo: que las luces del entendimiento no evitaban la barbarie, que el conocimiento podía ser compañero de la destrucción.
Dentro de apenas unos años esa tenue luz que emana de los ojos de Bayard, de todos sus compañeros, de los testigos y sobre todo de las víctimas de la Shoah se habrá apagado para siempre. Y daremos por bien invertido el dolor, sin dejar de recordar la catástrofe, si en el futuro evitamos tener que encontrarnos de nuevo cara a cara con esos heraldos negros en los que, como en el poema de Vallejo, “todo lo vivido/ se empoza, como charco de culpa, en la mirada”.
[28 de enero de 2005]